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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (94 page)

—Ya sabéis, Aramis, que estas expediciones no me placen.

—¿Por qué?

—Porque son muy parecidas a las sorpresas.

—Raro general de ejército haríais ciertamente, Athos; no combatiríais sino a la luz del sol; avisaríais a vuestro adversario la hora en que pensarais atacarle, y tendríais gran cuidado de no intentar nada contra él de noche para que no os acusase de haberos prevalido de la oscuridad.

Athos se sonrió:

—No ignoráis —dijo—, que nadie puede vencer sus inclinaciones; por otra parte, ¿sabéis en qué estado nos hallamos, y si el arresto de Mazarino sería un mal o un bien, un estorbo o un triunfo?

—Decid que no aprobáis mi parecer.

—No tal: por el contrario, me parece de buena guerra. Sin embargo…

—Hablad.

—Creo que no debisteis exigir de esos señores juramento de no decir nada a Mazarino: porque en cierto modo os habéis comprometido a ser neutral.

—Os juro que no he contraído compromiso ninguno, y que me considero enteramente… Vamos, Athos, partamos.

—¿Adónde?

—A casa de Beaufort o de Bouillon a decirles lo que ocurre.

—Sí, pero con una condición, y es que comencemos por el coadjutor. Como eclesiástico entiende de casos de conciencia, y le propondremos nuestra duda.

—¡Eh! —dijo Aramis—, lo va a echar a perder todo; más vale terminar que no empezar por él.

Athos se sonrió. Conocíase que en el fondo su pecho abrigaba un profundo pensamiento.

—Perfectamente —dijo—, ¿por quién empezaremos?

—Por Bouillon, si os parece; es el que tenemos más cerca.

—Espero que me permitiréis una cosa.

—¿Cuál?

—Pasar por la fonda del Gran Carlomagno para dar un abrazo a Raúl.

—Está bien: yo iré con vos y le abrazaré también.

Habían en tanto entrado en la barca y se dirigieron al mercado. Encontrando allí a Grimaud y Blasois con los caballos, se dirigieron a la calle Guenegaud.

Pero Raúl no estaba en la fonda del Gran Carlomagno; aquel mismo día recibió un mensaje del príncipe de Condé, y al punto salió de París con Olivain.

Capítulo LXXXI
Los tres lugartenientes del generalísimo

No bien hubieron salido de la posada del Gran Carlomagno, dirigiéronse Athos y Aramis al palacio del duque de Bouillon, conforme lo habían determinado.

Estaba la noche muy tenebrosa, y aun cuando ya se acercaban sus más silenciosas y solitarias horas, oíanse esos infinitos ruidos que no dejan dormir con descanso a una ciudad sitiada. A cada paso se tropezaba con barricadas; en cada esquina se divisaban cadenas, y en cada encrucijada retenes; cruzábanse las patrullas dándose mutuamente el santo; recorrían la plaza los emisarios de los diferentes jefes, y entre los tranquilos habitantes que permanecían en los balcones y sus conciudadanos más belicosos que corrían por las calles con la partesana al hombro o el arcabuz al brazo, se entablaban animados diálogos que patentizaban la agitación de los espíritus.

Antes que diesen cien pasos Athos y Aramis, les detuvieron los centinelas de las barricadas exigiéndoles el santo y seña; pero habiendo contestado que iban a ver al señor Bouillon para comunicarle una noticia de importancia, se contentaron con suministrarles una guía que bajo pretexto de acompañarles y facilitarles el paso, llevaba encargo de cuidar de ellos. Echó a andar éste, precediéndoles y entonando:

De la gota se halla enfermo

el caballero Bouillon…

Canción moderna que se componía de una porción de coplas en las que nadie quedaba excluido.

A las inmediaciones del palacio de Bouillon se cruzaron con tres caballeros, que debían estar enterados de todas las contraseñas posibles, pues marchaban sin guía y sin escolta, y cuando llegaban a las barricadas sólo necesitaban decir a los que las guardaban algunas palabras para que los dejasen pasar con todas las consideraciones a que sin duda eran acreedores por su categoría.

Al verlos se detuvieron Athos y Aramis.

—¡Oh! —dijo Aramis—. ¿Habéis visto, conde?

—Sí —contestó Athos.

—¿Qué os parece de esos tres caballeros?

—¿Y a vos, Aramis?

—Que son nuestros hombres.

—No os engañáis: he conocido perfectamente a Flamarens.

—Y yo a Chatillon.

—El de la capa parda…

—Era el cardenal.

—En persona.

—¿Cómo diablos se expondrán así a venir tan cerca del palacio de Bouillon? —preguntó Aramis.

Sonrióse Athos y no contestó. Cinco minutos más tarde llamaban a la puerta del palacio.

Guardábala un centinela de los que suelen tener las personas que ejercen cargos de importancia en el ejército, y en el patio permanecía un corto retén a disposición del lugarteniente del príncipe Conti.

El duque de Bouillon padecía de gota, como expresaba la canción, y hacía cama, pero a pesar de esta grave dolencia que no le permitía montar a caballo hacía un mes, o lo que es lo mismo, desde que empezara el sitio de París, dijo que estaba dispuesto a recibir al señor conde de la Fère y al caballero de Herblay.

Fueron introducidos ambos amigos en la alcoba del enfermo, el cual se hallaba acostado, pero en medio del más militar aparato que darse puede. Las paredes estaban llenas de espadas, pistolas, corazas y arcabuces, y era fácil conocer que así que sanase el señor de Bouillon de su gota, daría un poco que hacer a los enemigos del Parlamento. Mas entretanto se veía precisado a estar en cama con gran sentimiento suyo, según decía.

—¡Ah, señores! —exclamó al ver a los dos caballeros, haciendo para incorporarse un esfuerzo que le arrancó un gesto de dolor—. ¡Cuán felices sois! Podéis montar a caballo, ir y venir, pelear en pro de la causa del pueblo… Y yo, ya lo veis, clavado aquí en esta cama. ¡Ah, maldita gota! —añadió haciendo otro gesto—. ¡Maldita de Dios, amén!

—Señor —dijo Athos—, acabamos de llegar de Inglaterra, y hemos acudido ante todo a saber de vuestra salud.

—Mil gracias, caballeros, mil gracias —repuso el duque—. Mi salud, ya lo veis, mala… ¡maldita gota! ¿Conque venís de Inglaterra? ¿Y el rey Carlos? Me acaban de decir que está bueno.

—Ha muerto, señor —dijo Aramis.

—¡Bah! —exclamó el duque con sorpresa.

—Muerto sobre un cadalso condenado por el Parlamento.

—No es posible.

—Y ejecutado en presencia nuestra.

—No me ha dicho eso el señor Flamarens.

—¡El señor Flamarens! —murmuró Aramis.

—Sí, acaba de salir de aquí.

Athos se sonrió y preguntó:

—¿Con dos compañeros?

—Con dos compañeros —prosiguió el duque—. ¿Los habéis visto?

—Creo que los hemos encontrado en la calle —contestó Athos.

Y miró sonriéndose a Aramis, el cual le devolvió con algún asombro su mirada.

—Señor —dijo Athos—, se necesita en verdad toda vuestra adhesión a la causa parisiense para seguir, estando enfermo como estáis, a la cabeza del ejército; tal perseverancia es digna de la admiración del señor de Herblay y de la mía.

—¿Qué queréis, amigos? Fuerza es sacrificarse a la causa pública, y uno y otro podéis testificarlo, porque a vuestra valentía y lealtad debe mi caro colega el duque de Beaufort la libertad y acaso la vida. Por lo tanto, me sacrifico como veis, aunque debo manifestar que mis fuerzas están a punto de agotarse. El corazón está bueno, la cabeza también, pero esta maldita gota me mata, y confieso que si la corte hiciese justicia a mis demandas, demandas muy justas, pues sólo solicito la indemnización que me prometió el otro cardenal cuando me quitaron mi principado de Sedán; si me diese dominios equivalentes; si me abonase lo que ha dejado de rentarme aquella posesión desde que me privaron de ella hace ocho años; si concediesen a los miembros de mi casa el título de príncipes; si reintegrasen en su mando a mi hermano Turena, me retiraría al momento a mis tierras y dejaría a la corte y al Parlamento que se arreglaran como pudieran.

—Y tendríais mil razones, señor —dijo Athos.

—¿Eso pensáis, señor conde de la Fère?

—Sí, señor.

—¿Y vos, caballero de Herblay?

—Lo mismo.

—Pues sabed, señores, que según todas las probabilidades tomaré ese partido. La corte me está haciendo proposiciones, y sólo de mí depende el aceptarlas. Hasta ahora las había rechazado, pero ya que hombres de vuestro juicio dícenme que he hecho mal, y ya que esta maldita gota no me permite prestar ningún servicio a la causa parisiense, tengo a fe mía, tentaciones de seguir vuestro consejo y de tomar las proposiciones que me acaba de hacer el señor de Chatillon.

—Aceptadlas, príncipe, aceptadlas —dijo Aramis.

—Sí, ciertamente. Siento haberlas recibido con alguna frialdad esta noche; pero mañana hay conferencia, y veremos.

Ambos amigos saludaron al duque.

—Id con Dios, señores —les dijo éste—; id con Dios; debéis de estar cansados del viaje. ¡Pobre rey Carlos! En fin, en parte él ha tenido la culpa, y podemos consolarnos con la idea de que en esta ocasión, nada tiene Francia que echarse en cara, y de que ha hecho cuanto ha podido por salvarle.

—¡Oh! —dijo Aramis—. De eso nosotros somos testigos. Particularmente el señor Mazarino.

—Vaya, celebro que habléis de él en esos términos. El cardenal es bueno en el fondo, y si no fuera extranjero… le harían justicia. ¡Ah! ¡Execrable gota!

Fuéronse Athos y Aramis: pero hasta la antesala les persiguieron los gritos de Bouillon; se conocía que el infeliz príncipe padecía los más acerbos dolores.

Al llegar a la puerta de la calle, preguntó Aramis a Athos.

—¿Qué opináis?

—¿De qué?

—Del señor de Bouillon.

—Amigo, me atengo a la canción de nuestro guía —replicó Athos.

De la gota se halla enfermo

el caballero Bouillon…

—Por eso habréis visto que no le he dicho una palabra del objeto que llevábamos —dijo Aramis.

—Y habéis procedido con discreción ahorrándole un ataque de gota. Vamos a casa de Beaufort.

Y entrambos amigos se dirigieron al palacio de Vendóme.

Cuando llegaron eran las diez.

No era menor la fuerza que guardaba el palacio de Vendóme ni presentaba éste aspecto menos guerrero que el de Bouillon. Tenía también centinelas, retén en el patio, armas y caballos cargados con todos sus arreos. Dos jinetes que salían al entrar Athos y Aramis tuvieron que dar un paso hacia atrás con sus cabalgaduras para dejarles libre el camino.

—Por Dios, señores —dijo Flamarens—, que ésta es resueltamente la noche de los encuentros. Gran desgracia sería no poder encontrarnos mañana una sola vez, cuando tantas nos hemos encontrado hoy.

—Así lo espero dijo Aramis.

—Y yo estoy seguro de ello —respondió el duque.

Continuaron su camino Flamarens y Chatillon, y en tanto Athos y Aramis se apearon.

No bien entregaron las riendas de los caballos a sus lacayos y se quitaron las capas, vieron venir a un hombre, quien, después de mirarles un momento a la dudosa claridad de una linterna colgada en el patio, dio un grito de sorpresa y arrojóse en sus brazos.

—¡Conde de la Fère! —exclamó—. ¡Caballero de Herblay! ¿De cuándo acá en París?

—¡Rochefort! —dijeron a la vez ambos amigos.

—El mismo. Ya sabréis que llegamos del Vendomois hace cuatro o cinco días, con buenos propósitos de dar que hacer a Mazarino. Creo que siempre seréis de aquéllos que están de nuestra parte.

—Más que nunca. ¿Y el duque?

—Rabiando contra el cardenal. ¿Sabéis los triunfos de nuestro querido duque? Es el verdadero rey de París: no puede salir sin riesgo de que lo sofoquen los abrazos de la muchedumbre.

—¿Sí? Tanto mejor —dijo Aramis—; pero decidme, ¿no acaban de salir de aquí Flamarens y Chatillon?

—Sí, el duque les ha dado audiencia; sin duda vendrán de parte de Mazarino; mas con buen pájaro han venido a tropezar.

—¿Y no podríamos tener el honor de ver a su alteza? —preguntó Athos.

—Ahora mismo. No ignoráis que para vos siempre está visible. Seguidme; reclamo el honor de presentaros.

Echó Rochefort delante, y a su paso y al de sus amigos se abrieron todas las puertas. Hallaron éstos al señor de Beaufort poniéndose a la mesa: las innumerables ocupaciones de aquel día habían retardado su cena hasta aquel momento, pero a pesar de lo grave de las circunstancias, al oír el príncipe los dos nombres que le anunció Rochefort, se levantó de la silla y salió con rapidez a recibir a nuestros amigos.

—¡Oh, caballeros! —exclamó—. Sed bien venidos. Venís a cenar conmigo, ¿no es verdad? Boisjoli, avisad a Noirmont que tengo dos convidados. Ya os acordaréis de Noirmont, señores, mi cocinero, el sucesor del tío Marteau, que tan bien confecciona aquellos exquisitos pasteles… Boisjoli, que nos envíe uno, pero no como el que hizo para La-Ramée. Gracias a Dios, ya no necesitamos escalas, ni puñales, ni mordazas.

—Señor —dijo Athos—, no incomodéis por nosotros a vuestro ilustre cocinero, cuyos numerosos y variados talentos conocemos. Con permiso de Vuestra Alteza esta noche no aceptaremos otro honor que el de saber de su salud y recibir sus órdenes.

—Lo que es mi salud, ya la veis, excelente. Una salud que resiste a cinco años de Bastilla, con acompañamiento de Chavigny, es capaz de todo. En cuanto a mis órdenes, declaro a fe que me vería un poco apurado para dároslas, en atención a que cada uno da aquí las suyas por su lado, y lo que haré yo si sigue así, es no dar ninguna.

—¿Es cierto? —dijo Athos—. Pues yo creía que el Parlamento esperaba mucho de vuestra unión.

—¿De nuestra unión, eh? Buen camino lleva. Con el duque de Bouillon aún puede uno entenderse, porque está con gota y no sale de la cama; pero con el duque de Elbeuf y los elefantes de sus hijos… ¿Sabéis la copla del duque de Elbeuf, señores?

—No, señor.

—¿No?

Y el duque empezó a cantar una canción en que se ridiculizaba a Elbeuf y a sus hijos.

—Creo que con el coadjutor no sucederá lo mismo —repuso Athos.

—Con el coadjutor es peor todavía. Guárdeos Dios de un prelado
bulle-bulle
, y sobre todo, si lleva coraza sobre los hábitos. En vez de estarse quieto en su obispado cantando
Te-Deum
sobre
Te-Deum
por las victorias que no conseguimos o por las victorias en que nos vencen, ¿sabéis lo que hace?

—No lo sé.

—Forma un regimiento y le pone su nombre; el regimiento de Corinto. Nombra tenientes y capitanes ni más ni menos que a un mariscal de Francia, y coroneles como el monarca.

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