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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (98 page)

—Estoy convencido, amigo conde, de que me hacéis mejor que en realidad soy. Si viniera yo solo no sé si iría así a Rueil sin tomar grandes precauciones, pero os seguiré adondequiera que vayáis.

Dicho esto montaron a caballo y partieron para Rueil.

Creían los dos amigos que todos habían de pensar en lo que pudieran adoptar. Acababan de llegar a Rueil los diputados del Parlamento para asistir a las famosas conferencias que debían durar tres semanas y producir la incompleta paz que acarreó la prisión del príncipe de Condé. Rueil estaba lleno por parte de los parisienses, de abogados, oficiales y guardias. Era por lo tanto muy fácil guardar el incógnito en medio de aquella confusión. Las conferencias habían producido una tregua, y prender en semejantes circunstancias a dos caballeros por frondistas que fuesen, hubiera sido un ataque al derecho de gentes. Creían los dos amigos que todos habían de pensar en lo que tanto tormento daba a su espíritu, y confiando oír hablar algo de D’Artagnan y Porthos, se confundieron en los grupos; pero nadie trataba más que de artículos y de enmiendas. Athos era del parecer de hablar directamente al ministro.

—Muy excelente es esa proposición, amigo mío —objetó Aramis—; pero andad con tiento, porque la seguridad de que disfrutamos depende de nuestra oscuridad. Si nos damos a conocer de algún modo que sea, no tardaremos en reunirnos con nuestros amigos en algún calabozo a diez pies bajo tierra, del cual no nos sacaría ni Satanás en persona. Importa que no los encontremos casualmente, sino como nos convenga. Presos en Compiegne, han sido Conducidos a Rueil; de ello nos hemos cerciorado en Louvres; en Rueil les ha interrogado el cardenal, y éste, terminado el interrogatorio, o los ha conservado a su lado, o los ha enviado a San Germán. En la Bastilla no pueden estar porque la poseen los frondistas y la manda el hijo de Broussel. No han muerto porque la muerte de D’Artagnan hubiese sido ruidosa en todas partes, y en cuanto a Porthos le creo eterno como Dios, si bien con menos paciencia. No hay que desesperar; quedémonos aguardando aquí; estoy persuadido de que no han pasado de Rueil. Pero ¿qué tenéis?, ¿os ponéis pálido?

—Recuerdo —dijo Athos con insegura voz—, que Richelieu mandó construir en el castillo de Rueil un horrible calabozo subterráneo…

—¡Oh! Calmaos —respondió Aramis—; Richelieu era un caballero igual a todos nosotros por su cuna, superior por su posición. Podía, como el mismo monarca, tocar a los más elevados en la cabeza, y hacer vacilar a su contacto cualquier cabeza sobre los hombros. Mas Mazarino es un bergante que a lo más podrá cogernos por el cuello de la ropilla como un arquero. Tranquilizaos, pues, amigo; insisto en que D’Artagnan y Porthos están en Rueil vivos y sanos.

—A pesar de eso —dijo Athos—, nos convendría conseguir del coadjutor el tomar parte en las conferencias: de este modo entraríamos en Rueil.

—¿Con esos golillas?, ¿estáis en vuestro juicio, amigo?, ¿os parece que ellos se acordarán siquiera de la libertad ni del encarcelamiento de D’Artagnan y Porthos? No, soy del parecer que imaginemos otro medio.

—Pues entonces —replicó Athos—, vuelvo a mi primera idea; no conozco mejor medio que obrar con franqueza y lealtad. Iré a buscar, no a Mazarino, sino a la reina, y le diré: señora, volvednos a vuestros dos servidores y a nuestros dos amigos.

Aramis movió la cabeza.

—A ese recurso siempre podéis apelar, Athos; pero creedme, no le empleéis hasta el último extremo; para ir a parar a él hay siempre tiempo. Entretanto continuemos nuestras pesquisas.

Prosiguieron, pues, buscando y tantos informes tomaron, a tantas personas hicieron hablar, con mil pretextos a cual más ingenioso, que descubrieron por fin a un ligero, el cual les confesó que había formado parte de la escolta que había conducido a D’Artagnan y Porthos de Compiegne a Rueil. A no ser por esta escolta no se hubiera sabido siquiera la entrada de los presos en la ciudad.

Athos persistía, sin cejar un punto, en su idea de ver a la reina.

—Para ver a la reina —observaba Aramis—, es necesario ver antes al cardenal, y apenas lo veamos… tened presente lo que os manifiesto, Athos, nos reunirán con nuestros amigos; pero no del modo que deseamos, sino de otro que no me hace gracia, hablando francamente. Trabajemos libremente para trabajar bien y aprisa.

—Veré a la reina —dijo Athos.

—Si estáis decidido a cometer semejante locura, amigo mío, avisadme con un día de anticipación.

—¿Y para qué?

—A fin de aprovechar la oportunidad y hacer una visita a París.

—¿A quién?

—¿Qué sé yo? Puede que a la señora de Longueville. Allí es omnipotente esta señora, y me ayudará. Si os prenden, procurad que yo lo sepa, y daré los pasos que sean necesarios.

—¿Por qué no os arriesgáis a que os prendan conmigo, Aramis? —preguntó Athos.

—No, lo agradezco.

—Reunidos los cuatro, aunque presos, creo que no correríamos ningún peligro, porque a las veinticuatro horas estaríamos fuera todos.

—Querido, desde que maté a Chatillon, que era el ídolo de las damas de San Germán, brilla demasiado mi persona para que no deba yo temer doblemente una prisión. La reina sería capaz de poner en práctica los consejos de Mazarino, y en esta ocasión el consejo que le daría el cardenal sería el que me formaran causa.

—Pero ¿creéis, Aramis, que ame a este italiano como cree el vulgo?

—¿No amó a un inglés?

—Al fin es mujer, amigo.

—Os equivocáis, Athos; es reina.

—No obstante, arrostrándolo todo, voy a pedir audiencia a Ana de Austria.

—Adiós, Athos; yo voy a levantar un ejército.

—¿Con qué fin?

—Con el de venir a sitiar a Rueil.

—¿Dónde nos volveremos a ver?

—A los pies de la horca del cardenal.

Y los dos amigos separáronse. Aramis para volver a París, y Athos para abrirse paso hasta la reina con algunas medidas preparatorias para su seguridad.

Capítulo LXXXIV
El agradecimiento de Ana de Austria

Athos no encontró los obstáculos que antes esperaba para ser presentado a Ana de Austria; antes bien, todo lo encontró llano a la primera indicación, y logró la audiencia que deseaba para el siguiente día, después de la recepción general que hacía la reina por la mañana, a cuya ceremonia tenía derecho Athos de asistir por su cuna.

Una gran multitud llenaba los aposentos de San Germán; ni en el Louvre ni el Palacio Real, había tenido Ana de Austria más cortesanos. Sin embargo, notábase una variación; los que entonces componían su corte pertenecían a la nobleza secundaria, mientras que los primeros caballeros de Francia permanecían al lado de Conti, de Beaufort y del coadjutor.

Por lo demás, entre los cortesanos reinaba la mayor alegría. El particular carácter de aquella guerra hizo que fueran más las canciones que sobre ella se compusieron que los cañonazos en ella disparados. La corte hacía coplas contra los parisienses y ellos contra la corte, y no por no ser mortales las heridas, eran menos terribles, pues se luchaba con las armas del ridículo.

Pero en medio de aquella jovialidad general y de aquella aparente futilidad, reinaba una grave impaciencia en todos los ánimos. ¿Seguiría Mazarino siendo ministro y favorito, o se iría, como una nube, impelido por el viento que del Mediodía lo trajera? Todos lo esperaban y deseaban así, y el ministro no podía ignorar que los cortesanos homenajes que se le tributaban, encubrían un fondo de odio mal disfrazado por el miedo y el interés. Sentía, por tanto, el malestar propio de quien no sabe con quién contar ni en qué apoyarse.

El mismo príncipe de Condé, que combatía en su favor, no despreciaba ocasión de burlarse de él ni de humillarle; y como intentase Mazarino dos o tres veces manifestar firmeza ante el vencedor de Rocroi, éste le miró de un modo capaz de hacerle conocer que aunque le defendía no era por convicción ni por entusiasmo.

Entonces se refugiaba el cardenal en la reina, su único apoyo. Pero también le pareció algunas veces que este apoyo vacilaba bajo su mano.

Llegada la hora de la audiencia, participaron al conde de la Fère, que, aunque no dejaría de verificarse, sería algo más tarde, porque la reina iba a celebrar consejo con el ministro.

Así era la verdad. París acababa de enviar otra diputación a fin de ver si se podía dar algún impulso a las negociaciones, y la reina estaba en consulta con Mazarino acerca del recibimiento que había de hacerse a los emisarios.

Los altos personajes del Estado hallábanse, pues, entregados a graves ocupaciones, y Athos por consiguiente no podía haber escogido peor ocasión para hablar de sus amigos, pobres átomos perdidos en aquel torbellino desencadenado.

Mas Athos era inflexible y no alteraba por ningún pretexto lo que una vez resolvía cuando al hacerlo se le figuraba que su resolución era dictada por su deber. Insistió en que le introdujeran, manifestando que aunque no fuese diputado de Conti, ni de Beaufort, ni de Bouillon, ni de Elbeuf, del coadjutor, ni de la señora de Longueville, ni tampoco de Broussel, ni del Parlamento, y aunque campase solo por su respeto, no por eso tenía cosas menos importantes que decir a Su Majestad.

Concluida la conferencia, la reina mandó que le introdujeran en su gabinete.

Fue introducido Athos y dio su nombre. Sobradas veces había resonado éste en los oídos de Ana de Austria y había hecho latir su corazón para que no se acordara de él; oyóle sin embargo impasible, contentándose con mirar al caballero con esa fijeza que sólo es lícito a las reinas, ora lo sean por su hermosura, ora por su categoría.

—Parece que nos ofrecéis prestarnos un servicio, conde —dijo Ana de Austria después de un instante de silencio.

—Sí, señora, un servicio más —contestó Athos, sorprendido de que no diese la reina muestra de conocerle.

El buen Athos tenía el corazón magnánimo, y era por tanto muy pobre cortesano.

Frunció Ana el entrecejo, y Mazarino, que estaba sentado junto a su mesa hojeando papeles, cual hubiera podido hacer un mero secretario de Estado, levantó la cabeza.

—Hablad —dijo la reina.

Mazarino volvió al examen de sus papeles.

—Señora —repuso Athos—, dos compañeros nuestros, dos de los más intrépidos servidores de Vuestra Majestad, D’Artagnan y Du-Vallon, enviados a Inglaterra por el señor cardenal, han desaparecido súbitamente en el instante de pisar el territorio francés y no se sabe qué ha sido de ellos.

—Proseguid —dijo la reina.

—Señora —añadió Athos—, me dirijo a la benevolencia de Vuestra Majestad a fin de que me diga lo que con esos dos caballeros ha acontecido, reservándome para luego, si es necesario, acudir a su justicia.

—¿Y para eso —preguntó Ana de Austria con la altivez que al tratar con cierta clase de hombres se convierte en procacidad—, para eso habéis venido a molestarnos en medio de las grandes ocupaciones que nos rodean, caballero? ¡Un asunto de policía! Bien sabéis, o si no, lo debéis saber, que desde que salimos de París no disponemos de policía.

—Me parece —dijo Athos, inclinándose con frío respeto—, que Vuestra Majestad no tendría necesidad de tomar informes de la policía para indagar el paradero de los señores D’Artagnan y Du-Vallon, y que si se dignara interrogar al señor cardenal en punto a esos dos caballeros, Su Eminencia podría responderle sin interrogar más que a su memoria.

—¡Perdóneme Dios! —dijo Ana de Austria con el desdeñoso movimiento de labios que le era peculiar—. Si no me equivoco, vos sois el que ahora interroga.

—Sí, señora, y casi estoy autorizado para ello, porque se trata de D’Artagnan: D’Artagnan, ¿comprende Vuestra Majestad, señora? —dijo Athos con el tono más propio para que ante los recuerdos de la mujer se doblase la frente de la reina.

Viendo Mazarino que ya era tiempo de salir en auxilio de Ana de Austria, dijo:

—Señor conde, voy a deciros una cosa que Su Majestad ignora. Esos dos caballeros están presos por desobediencia.

—Ruego, pues a Vuestra Majestad —prosiguió Athos, siempre impasible y sin responder a Mazarino—, que ponga término a la prisión de D’Artagnan y de Du-Vallon.

—Lo que suplicáis es un asunto de disciplina y en nada me concierne —respondió la reina.

—Tratándose del servicio de Vuestra Majestad nunca ha respondido D’Artagnan eso —dijo Athos saludando gravemente.

Y retrocedió dos pasos dirigiéndose a la puerta, Mazarino le detuvo.

—¿Venís también de Inglaterra, caballero? —preguntó haciendo una seña a la reina, quien estaba visiblemente demudada y predispuesta a adoptar una medida rigurosa.

—Y he presenciado los últimos momentos de Carlos I —dijo Athos—. ¡Infeliz rey! Culpable a lo sumo de debilidad y castigado con tanta severidad por sus súbditos, porque en esta época están harto vacilantes los tronos, y es muy peligroso para un corazón generoso el servir los intereses de los príncipes. Éste ha sido el segundo viaje de D’Artagnan a Inglaterra; el primero tuvo por objeto salvar el honor de una gran reina, el segundo salvar la vida de un gran rey.

—Señor cardenal —dijo Ana de Austria a Mazarino con un tono cuya verdadera expresión no pudo ocultar a pesar del hábito que de disimular tenía—, ved si se puede hacer algo en favor de esos caballeros.

—Señora —contestó Mazarino—, haré cuanto plazca a Vuestra Majestad.

—Haced lo que pide el señor conde de la Fère. ¿No os llamáis así, caballero?

—También tengo otro nombre. Me llamo Athos.

—Señora —repuso Mazarino con una sonrisa que revelaba su facilidad en entender a media palabra—, perded cuidado; se cumplirán vuestros deseos.

—Ya lo oís, caballero —dijo la reina.

—Sí, señora, y no esperaba yo menos de la justicia de Vuestra Majestad. Es decir, que volveré a ver a mis amigos. ¿Es eso lo que desea darme a entender Vuestra Majestad?

—Sí, los volveréis a ver. Pero, a propósito, ¿sois de la Fronda?

—Señora, sirvo al rey.

—A vuestro modo.

—Que es el de todos los caballeros, porque yo no conozco más que uno —respondió Athos con altivez.

—Id con Dios, caballero —dijo la reina despidiendo a Athos con un ademán—; habéis logrado lo que deseabais y nosotros hemos sabido lo que queríamos.

Y volviéndose a Mazarino, luego que desapareció Athos y cayó la cortina:

—Cardenal —repuso—, haced que prendan a ese insolente, antes de que salga del patio.

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