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Authors: Alexandre Dumas

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Veinte años después (46 page)

En esta puerta era, por lo tanto, donde tenía que sufrir formal interrogatorio todo el que solicitaba audiencia.

Dejando el desconocido atado su caballo a una reja, subió por la escalera principal y dijo a los guardias de la primera habitación:

—¿El señor cardenal Mazarino?

—Adelante —contestaron los guardias sin levantar la vista unos de encima de los naipes y otros de los dados, satisfechos con dar a entender que no les correspondía hacer el oficio de lacayos.

El desconocido entró en la segunda habitación, custodiada por mosqueteros y ujieres y repitió su pregunta.

—¿Tenéis esquela de audiencia? —preguntó un ujier acercándose al pretendiente.

—Traigo una; mas no del cardenal Mazarino.

—Entrad y preguntad por M. Bernouin —dijo el ujier.

Y abrió la puerta del tercer aposento.

Fuera por casualidad o porque se encontrase puntual en su puesto, Bernouin se hallaba detrás de la puerta y lo había oído todo.

—Yo soy el que buscáis —dijo al desconocido—; ¿de quién es la epístola que traéis para Su Eminencia?

—Del general Oliver Cromwell —dijo el recién llegado—; tened la bondad de repetir este nombre a Su Eminencia y de manifestarme si me quiere recibir o no.

Dirigió Bernouin una mirada investigadora al joven que permanecía en pie, en la altanera y sombría actitud propia de los puritanos, y en seguida entró en el despacho del cardenal, a quien transmitió las palabras del mensajero.

—¿Un hombre que trae una epístola de Oliver Cromwell? —preguntó Mazarino—. ¿Y qué clase de hombre es?

—Un verdadero inglés, señor, con cabellos rubios o rojos, más rojos que rubios, y ojos azules o pardos, más pardos que azules; toda su persona respira orgullo y sequedad.

—Que os dé la epístola.

—Su Eminencia quiere ver la carta —dijo Bernouin volviendo del gabinete a la antecámara.

—Su Eminencia no verá la carta sin ver al portador —respondió el joven—, pero para convenceros de que realmente la traigo, miradla en mi mano.

Examinó Bernouin el sello, y cerciorado de que era en efecto del general Oliver Cromwell, se dispuso a volver al despacho de Mazarino.

—Añadid —dijo el joven— que no soy tan sólo mensajero, sino un enviado extraordinario.

Bernouin entró en el gabinete, y saliendo poco después:

—Pasad, caballero —dijo al joven teniendo la puerta abierta.

De todas estas idas y venidas necesitó valerse Mazarino para serenarse de la emoción que le causara el anuncio de aquella epístola, pero por muy perspicaz que fuese su espíritu, en vano trató de averiguar la causa que había impulsado a Cromwell a ponerse en comunicación con él.

Presentóse el joven en el umbral del gabinete con el sombrero en una mano y la carta en la otra, y Mazarino se levantó.

—¿Traéis credenciales, caballero? —le preguntó.

—Aquí están, señor —contestó el joven.

Tomó Mazarino la carta, la abrió y leyó lo siguiente:

Mi secretario, el señor Mordaunt, entregará esta epístola de introducción a su eminencia el cardenal Mazarino; es portador además de otra carta confidencial para su eminencia.

Oliver Cromwell.

—Está bien, señor Mordaunt —dijo Mazarino—; dadme ese otro pliego y sentaos.

Hízolo así el joven, y el cardenal tomó la carta; pero entregado a sus reflexiones la guardó en sus manos sin abrirla, volviéndola a uno y otro lado e interrogando al mismo tiempo al mensajero, convencido como estaba por la experiencia de que pocas personas podían ocultarle nada cuando les interrogaba y les miraba a la vez.

—Muy joven sois, señor Mordaunt —le dijo—, para el penoso oficio de embajador, en que a veces se estrellan los más consumados diplomáticos.

—Tengo veintitrés años, señor; pero Vuestra Eminencia se equivoca al decir que soy joven. Tengo más edad que Vuestra Eminencia, si bien no poseo vuestra sabiduría.

—¿Cómo así? —dijo Mazarino—. No os comprendo.

—Quiero decir, señor, que cada año de desgracia vale por dos, y que hace veinte años que soy desgraciado.

—¡Ah! Sí, ya entiendo —dijo Mazarino—; no tendréis bienes de fortuna; ¿sois pobre?

Y añadió para sí:

—Todos estos revolucionarios ingleses son unos hambrones.

—Señor, algún día debí poseer un capital de seis millones, pero me lo han quitado.

—¿Conque no pertenecéis al pueblo? —dijo Mazarino asombrado.

—Si usase mi título sería lord; si dijese mi nombre oiríais uno de los más ilustres de Inglaterra.

—¿Pues cómo os llamáis? —preguntó Mazarino.

—Mordaunt —contestó el joven inclinándose.

Conociendo Mazarino que el enviado de Cromwell deseaba permanecer incógnito estuvo callado un instante, durante el cual le miró con más atención todavía que la primera vez.

El joven seguía impasible.

—¡Diablos de puritanos! —dijo para sí Mazarino—. Parecen tallados en mármol.

Y en voz alta añadió:

—¿Pero os quedan parientes?

—Uno me queda, señor.

—Os prestará auxilio.

—Tres veces me he presentado en su casa para solicitar su apoyo, y las tres ha mandado a los criados que me despidan de ella.

—¡Oh, Dios! Cuánto me interesa vuestra narración, querido señor Mordaunt —dijo Mazarino confiando hacer dar al joven en algún lazo por medio de su fingida compasión—. ¿Conque no tenéis noticias de vuestra familia?

—No hace mucho que las tuve.

—Y hasta ese momento…

—Me consideraba como un ser abandonado.

—¿De modo que jamás habréis visto a vuestra madre?

—Sí tal, señor, cuando yo era niño fue tres veces a verme a casa de mi nodriza; me acuerdo de la última como si fuera hoy.

—Gran memoria tenéis —dijo Mazarino.

—¡Oh! Mucha, señor —contestó el joven con tan singular acento, que el cardenal no pudo menos de estremecerse.

—¿Y quién os crio? —preguntó Mazarino.

—Una nodriza francesa que me despachó de su casa cuando tenía cinco años, porque ya nadie le pagaba mi manutención, y me dijo el nombre de ese pariente de quien había hablado varias veces mi madre.

—¿Y adónde fuisteis?

—Anduve llorando y mendigando por los caminos hasta que me recogió un sacerdote de Kinston, el cual me instruyó en la secta calvinista, me enseñó cuanto él sabía y me ayudó en las pesquisas que hice para averiguar lo que era de mi familia.

—¿Y esas pesquisas?

—Fueron inútiles; la casualidad lo hizo todo.

—¿Descubristeis el paradero de vuestra madre?

—Supe que la había matado ese pariente, acompañado de cuatro amigos; pero ya antes sabía que el rey Carlos I me había degradado de mi nobleza, y despojádome de todos mis bienes.

—¡Ah! Ahora conozco por qué servís a Cromwell; aborrecéis al rey.

—Sí, señor, le aborrezco —dijo el joven.

Causó asombro a Mazarino la diabólica expresión con que pronunció Mordaunt estas palabras, pues así como los semblantes ordinarios se colorean de sangre, el suyo se coloreó de bilis y se puso lívido.

—Terrible es vuestra historia, señor Mordaunt, y me conmueve profundamente; pero por fortuna servís a un hombre todopoderoso que podrá ayudaros en vuestras pesquisas.

—Señor, a un buen perro de caza basta dejarle olfatear la pieza para que la alcance.

—¿Deseáis que yo hable a ese pariente a que habéis aludido? —dijo Mazarino, que se hubiera alegrado de tener un amigo cerca de Cromwell.

—Mis gracias, señor; yo mismo hablaré.

—¿Pero no decís que os trata tan mal?

—Me tratará mejor la primera vez que me vea.

—¿Luego tenéis algún medio de ablandarle?

—Tengo un medio de hacerme temer.

Mazarino seguía mirando al joven, pero la extraordinaria brillantez que adquirieron los ojos de éste hízole bajar la cabeza. Y para poner fin a la conversación abrió la carta de Cromwell.

Poco a poco tornáronse los ojos del joven vidriosos y apagados como de costumbre, y quedó sumido en una profunda meditación. Después de leer algunas líneas se aventuró Mazarino a mirar de reojo si espiaba Mordaunt su fisonomía, observando su indiferencia:

—Haced vuestros negocios —dijo encogiéndose imperceptiblemente de hombros—, por medio de personas que hacen al mismo tiempo los suyos. Veamos qué me quiere esta epístola.

La reproducimos textualmente:

A Su Eminencia monseñor el cardenal Mazarino.

Deseo, señor, conocer vuestras intenciones respecto a los acontecimientos actuales de Inglaterra. Hállanse sobrado inmediatos entrambos reinos para que Francia no piense en nuestra situación, del mismo modo que nosotros pensamos en la de Francia.

Casi todos los ingleses están de acuerdo en combatir la tiranía del rey Carlos y de sus partidarios. Colocado a la cabeza de este movimiento por la confianza pública, puedo conocer mejor que nadie su naturaleza y sus consecuencias. Dirijo actualmente la guerra, y voy a presentar una batalla decisiva al rey Carlos. La ganaré, porque las esperanzas de la nación y el espíritu del Señor están conmigo. Ganada esta batalla no tendrá el rey recurso alguno en Inglaterra ni en Escocia, y si no muere ni cae prisionero, procurará pasar a Francia para reclutar tropas y reunir armas y dinero. Ya ha recibido Francia a la reina Enriqueta, e involuntariamente sin duda ha conservado un foco de guerra civil inextinguible en mi tierra; pero Enriqueta es hija de Francia, y esta nación debía darle hospitalidad. La cuestión cambia de aspecto en cuanto al rey Carlos; recibiéndole y auxiliándole reprobaría Francia los actos del pueblo inglés y perjudicaría tanto a Inglaterra, y sobre todo a la marcha de gobierno que se ha propuesto adoptar, que semejante estado equivaldría a una hospitalidad declarada.

En este momento cesó Mazarino, muy azorado con el giro que iba tomando la carta y miró nuevamente de reojo al joven, el cual continuaba pensativo.

Mazarino continuó:

Es, pues, urgente, monseñor, que yo sepa a qué atenerme acerca de las miras de Francia; los intereses de este reino y los de Inglaterra, aunque dirigidos en sentido contrario, tienen más enlace, sin embargo, de lo que a primera vista puede parecer. Francia necesita mucha tranquilidad interior para consolidar el trono de su joven monarca; tanto como a nosotros nos hace falta esa paz interior a que los ingleses nos aproximamos, gracias a la energía de nuestro gobierno.

Vuestras desavenencias con el Parlamento; vuestras ruidosas disensiones con los príncipes que combaten hoy a vuestro favor y mañana lo harán en contra vuestra; la agitación fomentada por el coadjutor, el presidente Blancmesnil y el consejero Broussel; todo ese desorden, en fin, que conmueve las distintas clases del Estado, debe haceros contemplar con alguna inquietud la eventualidad de una guerra extranjera, porque entonces Inglaterra, sobreexcitada por el entusiasmo de las nuevas ideas, se uniría a España, la cual entraría de buen grado en esta alianza. Conociendo, pues, señor, vuestra prudencia y la posición enteramente personal en que os han colocado los sucesos, he pensado que preferiríais concentrar vuestras fuerzas en el interior del reino de Francia y abandonar a las suyas al nuevo gobierno de Inglaterra. Esta neutralidad estriba sólo en alejar al rey Carlos del territorio de Francia y en no socorrer, ni con armas, ni con dinero, ni con tropas, a ese rey enteramente extraño a vuestro país.

Esta carta es, por consiguiente, enteramente confidencial, por lo cual os la remito por medio de una persona de mi mayor confianza, y precederá a las medidas que no dejaré de tomar, según los sucesos. A proceder así muéveme un sentimiento que Vuestra Eminencia sabrá apreciar. Oliver Cromwell cree más fácil hacer entender la razón a un espíritu inteligente como el de Mazarino, que a una reina, cuya energía es sin duda admirable, pero que está demasiado sujeta a las vanas preocupaciones del nacimiento y del derecho divino.

Adiós, señor; si dentro de quince días no he recibido contestación, daré por perdida mi carta.

Oliver Cromwell.

—Señor Mordaunt —dijo el cardenal—, mi respuesta a esta carta será tanto más satisfactoria para el general Cromwell, cuanto que tengo por seguro que nadie sabrá que se la he dado. Id, pues, a esperarla a Boulogne-sur-Mer, y prometedme marcharos mañana temprano.

—Os lo prometo, monseñor —contestó Mordaunt ; pero ¿cuántos días me hará Vuestra Eminencia esperar esa contestación?

—Si dentro de diez días no la recibís, podéis partir. Mordaunt se inclinó.

—No es esto todo —continuó Mazarino—, vuestras aventuras particulares me han conmovido profundamente, y además, la carta de Oliver Cromwell os da importancia a mis ojos como embajador. Vamos a ver, decidme qué es lo que puedo hacer por vos.

Mordaunt reflexionó un momento, y después de una vacilación visible, iba a abrir la boca para hablar, cuando entró Bernouin precipitadamente, se inclinó al oído del cardenal y le dijo en voz baja:

—Señor, la reina Enriqueta, acompañada de un caballero inglés está entrando en palacio.

Mazarino dio un salto en su silla que no pasó desapercibido para el joven, y suprimió las palabras confidenciales que sin duda iba a dirigirle.

—Ya lo habéis oído —dijo el cardenal—. Os indico a Boulogne porque creo que todas las ciudades de Francia os serán indiferentes; si preferís otras, decidlo; pero ya conoceréis que estando yo rodeado de influencias de que sólo a fuerza de prudencia puedo librarme, es natural que desee se ignore vuestra estancia en París.

—Me marcharé, señor —dijo Mordaunt, dando algunos pasos hacia la puerta por donde había entrado.

—No, por ahí no, caballero —dijo vivamente el cardenal—; tened la bondad de pasar por esta galería que os conducirá al vestíbulo. Deseo que no os vean salir; nuestra confidencia debe ser secreta.

Siguió Mordaunt a Bernouin, el cual le hizo pasar a una habitación inmediata y le dejó encargado a un ujier, indicándole una puerta de salida.

Luego volvió apresuradamente al lado de su amo para introducir a la reina Enriqueta, que atravesaba a la sazón la galería de cristales.

Capítulo XLI
Mazarino y la reina Enriqueta

Levantóse Su Eminencia y salió a recibir a la reina de Inglaterra, a quien encontró en la mitad de la galería que precedía a su despacho.

El respeto que demostraba a aquella reina sin séquito y sin pompa era tanto mayor, cuanto que no dejaba de remorderle la conciencia por su avaricia y su deslealtad.

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