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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (50 page)

BOOK: Veinte años después
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—Vamos a ver, milord, ¿qué tenéis que pedirme?

—¿Continuáis siendo amigo de Porthos y Aramis?

—Y también de D’Artagnan, milord. Siempre somos los cuatro inseparables de antaño, más en tratándose de servir al cardenal o luchar contra él, de ser mazarinos o frondistas, nos dividimos en dos partidos.

—¿Es el señor de Aramis del de D’Artagnan? —preguntó lord de Winter.

—No —dijo Athos—. El señor de Aramis me hace el honor de pensar como yo.

—Mucho celebraría que renovaseis mis relaciones con una persona tan amable y de tanto talento.

—Cuando queráis.

—¿Ha variado algo?

—Nada, salvo el haberse hecho religioso.

—¡Qué decís! Habrá renunciado a las arrojadas empresas que solíais acometer.

—Nada de esto —dijo Athos sonriéndose—, nunca ha sido tan mosquetero como desde que pertenece a la Iglesia. Está hecho todo un Galaor. ¿Queréis que vaya Raúl a buscarle?

—Gracias, conde; puede que no se halle en casa. Pero supuesto que respondéis de él…

—Como de mí mismo.

—¿Podríais llevarle mañana a las diez al puente del Louvre?

—¡Cáscaras! —dijo Athos con una sonrisa—. ¿Tenéis algún desafío?

—Sí, conde, un desafío soberbio, al cual espero asistiréis.

—¿Adónde hemos de ir, milord?

—A la habitación de la reina de Inglaterra, la cual me han mandado que os presente a ella, conde.

—¿Luego me conoce S. M.?

—Os conozco yo.

—¡Enigmático estáis! —repuso Athos—. Pero es igual; me basta que vos sepáis de qué se trata. ¿Me haréis el honor de comer conmigo, milord?

—Gracias —contestó Winter—: os confieso que la vista de ese hombre me ha quitado el apetito y me quitará probablemente el sueño. ¿A qué habrá venido a París? Para buscarme, no; porque ignoraba mi viaje. Terror me produce pensar en él; tiene un porvenir de sangre.

—¿Qué es en Inglaterra?

—Uno de los más fanáticos secretarios de Oliver Cromwell.

—¿Qué motivos habrá tenido para unirse a esa causa, siendo católicos sus padres?

—El odio que profesa al rey.

—¡Al rey!

—Sí, el rey le declaró bastardo, quitóle sus bienes y le prohibió usar el apellido Winter.

—¿Y cómo se llama ahora?

—Mordaunt.

—¡Puritano y disfrazarse de fraile, viajando solo por esos caminos!

—¿De fraile decís?

—Sí; ¿lo ignorabais?

—No sé más que lo que él me ha manifestado.

—Gracias a esa circunstancia (perdóneme Dios si blasfemo) consiguió por casualidad oír en confesión al verdugo de Béthune.

—Ahora lo comprendo todo; trae una misión de Cromwell.

—¿Para quién?

—Para Mazarino; decía muy bien la reina, se han adelantado a nosotros. Todo queda explicado para mí. Adiós, conde, hasta mañana.

—La noche está muy tenebrosa —dijo Athos conociendo que lord Winter sentía en sus adentros una inquietud mayor que la que manifestaba—, y acaso no habréis traído lacayos.

—Me acompaña Tomy, un excelente muchacho, pero algo simple.

—¡Hola! Olivain, Grimaud, Blasois, coged los mosquetes y llamad al señor vizconde.

Blasois era aquel muchacho medio lacayo medio labriego que vimos por primera vez en el castillo de Bragelonne, yendo a avisar a su amo que estaba la comida en la mesa. Athos habíale bautizado con el nombre de su provincia.

Cinco minutos después de darse esta orden entró Raúl.

—Vizconde —le dijo Athos—, acompañad a milord hasta su posada, y no dejéis que se le acerque nadie.

—¡Ah, conde! —dijo Winter—. ¿Por quién me tomáis?

—Por un extranjero que desconoce París, y a quien enseñará el vizconde el camino.

Winter le dio un apretón de manos.

—Grimaud —repuso Athos—, ponte a la cabeza de la tropa y cuidado con el fraile.

Estremecióse Grimaud, movió la cabeza, y esperó el instante de echar a andar, acariciando con silenciosa elocuencia la culata de su mosquete.

—Hasta mañana, conde —dijo Winter.

—Sí, milord.

Con esto partió la pequeña tropa hacia la calle de San Luis. Olivain temblaba como Sosia a cada reflejo equívoco de luz. Blasois iba bastante sereno, porque ignoraba que se corriese el menor peligro; Tomy miraba a derecha e izquierda, mas sin pronunciar una palabra, por la sencilla razón de que no sabía francés.

Winter y Raúl iban juntos conversando.

Grimaud, que iba delante según las órdenes de su amo, con un hachón en una mano, y el mosquete en la otra, llegó a la posada de Winter, llamó a la puerta, y cuando abrieron, saludó a milord sin despegar los labios.

Del mismo modo dieron la vuelta: los penetrantes ojos de Grimaud nada sospechoso vieron, excepto una especie de sombra emboscada en la esquina de la calle Guenegaud, y del muelle, que ya a la ida creyó haber observado. Dirigióse al fantasma, pero antes de poder alcanzarle, había desaparecido la sombra por un callejón en que Grimaud creyó prudente no internarse.

Después de dar cuenta a Athos del éxito de su expedición, como eran las diez de la noche, cada cual se retiró a su dormitorio.

A la mañana siguiente, al despertar, vio el conde a Raúl a su cabecera. Al joven vizconde estaba completamente vestido, leyendo un libro recientemente publicado por Chapelain.

—Pronto os habéis levantado, Raúl dijo el conde.

—Sí, señor —contestó el joven vacilando un instante—. He dormido mal.

—¡Vos, Raúl! ¿Habéis dormido mal? ¿Qué ideas os quitan el sueño?

—Vais a decir, señor conde, que me doy mucha prisa en alejarme de vos, cuando apenas acabo de llegar, pero…

—Pues qué, ¿no tenéis más que dos días de licencia?

—Tengo diez, y por lo tanto no es al campamento donde quiero ir. Athos sonrió.

—¿Y puede saberse adónde? Ya habéis entrado en acción, sois casi un hombre, y tenéis derecho de ir donde queráis sin necesidad de decírmelo.

—Jamás —dijo Raúl—; mientras tenga la fortuna de que seáis mi protector, jamás me creeré con derecho a emanciparme de una tutela que me es tan apreciable. Deseaba ir a pasar un día a Blois… Me estáis mirando y os vais a reír de mí.

—Al contrario —dijo Athos conteniendo un suspiro—; no me río, vizconde. Queréis volver a Blois, es cosa muy natural.

—¿Conque me dais licencia? —exclamó Raúl con alegría.

—Ciertamente.

—¿Y no estáis incomodado?

—No tal.

—¡Qué bueno sois! —exclamó el joven, que no se arrojó por respeto en brazos de su protector.

Athos se le aproximó con los brazos abiertos.

—¿Me podré marchar al momento?

—Cuando gustéis.

—Una cosa me ocurre. Siendo la señora duquesa de Chevreuse la que me buscó la recomendación para el príncipe de Condé…

—Debéis ir a darle las gracias, ¿no es verdad?

—Así me parece… No obstante, vos diréis…

—Pasad por el palacio de Luynes y preguntad si puede recibiros. Veo con agrado que no olvidáis los deberes de la cortesía; Grimaud y Olivain irán con vos.

—¿Los dos, señor conde?

—Sí.

Raúl hizo un saludo y salió.

Athos dio un suspiro, y al oírle llamar alegremente a los lacayos pensó:

—Pronto me abandona, pero obedece a la ley natural. Tal es nuestra naturaleza; siempre miramos adelante. No hay duda de que ama a esa niña. Pero ¿disminuirá por eso el amor que a mí me tiene?

Y Athos confesóse a sí mismo que no había contado con tan repentina ausencia.

A las diez estaban hechos todos los preparativos para la marcha. Estaba Athos mirando a Raúl montar a caballo, cuando se le acercó el lacayo a manifestarle de parte de la duquesa de Chevreuse, que, habiendo sabido esta señora el regreso de su joven protegido y su comportamiento en la batalla, deseaba felicitarle.

—Decid a la señora duquesa —contestó Athos—, que el señor vizconde estaba montando a caballo para ir al palacio de Luynes.

En seguida, y después de repetir sus encargos a Grimaud, Athos hizo un ademán a Raúl indicándole que podía marchar.

Pensándolo bien, no le pareció del todo desacertado que Raúl se alejase de París en aquellos momentos.

Capítulo XLV
Otra reina solicitando auxilio

Desde por la mañana había enviado Athos un recado a Aramis, enviándole una carta por medio de Blasois, que era el único sirviente que le quedaba. Blasois encontró a Bazin poniéndose el ropón de bedel, porque aquel día había función en Nuestra Señora. Llevaba Blasois la misión de hablar al mismo Aramis, y ateniéndose a su consigna, con su candidez característica, preguntó por el padre Herblay, y a pesar de que Bazin le dijo que no estaba en casa, insistió de tal modo que el bedel fue montado en cólera. Blasois, sin hacer caso de sus palabras, se empeñó en pasar adelante creyendo que el individuo con quien hablaba tendría todas las virtudes que exigía su traje, entre las que se cuentan la paciencia y la caridad cristiana.

Pero Bazin, que cuando se incomodaba volvía a sus antiguos usos de criado de mosquetero, tomó una escoba y emprendió a palos con Blasois, diciendo:

—Habéis insultado a la Iglesia, amiguito, habéis insultado a la Iglesia.

En aquel instante apareció Aramis entreabriendo con precaución la puerta de su alcoba, para averiguar la causa de tan extraordinario ruido.

Dejó Bazin respetuosamente su escoba, y Blasois sacó la carta del bolsillo, dirigiendo una mirada de reconvención al cancerbero, y se la entregó a Aramis.

—¡Del conde de la Fère! —exclamó éste—. Bien está.

Y volvió a su cuarto, sin preguntar siquiera la causa de la disputa.

Blasois se encaminó entristecido a la fonda del Gran rey Carlo-Magno. Athos le pidió cuenta de su comisión y el criado refirió su aventura.

—¡Cómo, necio! —dijo Athos riéndose—. ¿No manifestaste que ibas de parte mía?

—No, señor.

—¿Y qué dijo Bazin al saber que eras mi criado?

—¡Oh! Entonces me pidió mil perdones y me obligó a beber un par de vasos de excelente moscatel, acompañado de algunos bizcochos no menos exquisitos; pero lo mismo da; es un hombre atroz. Siendo… ¡qué vergüenza!

—Está bien —dijo Athos entre sí—; si ha recibido Aramis la epístola, es seguro que irá a la cita.

A las diez en punto se hallaba el conde en el puente de Louvre con su habitual exactitud. Lord de Winter llegó casi al mismo tiempo que él.

Pasaron diez minutos y el inglés empezó a manifestar temores de que no fuese Aramis.

—Paciencia —dijo Athos sin separar la vista de la calle de Bac—; paciencia, aquí viene un religioso… da un empujón a un hombre y saluda a una mujer; Aramis debe de ser.

Y era él efectivamente; un menestral que pasaba a un lado le había salpicado de barro, Aramis le envió de un puñetazo a diez pasos de distancia. Acertando a pasar al mismo tierno una penitente suya, joven y linda, el ex mosquetero la saludó con agradable sonrisa.

Un instante después se reunía a sus amigos.

Excusado es enumerar los apretados abrazos que recíprocamente se dieron él y Winter.

—¿Adónde vamos? —dijo Aramis—. ¿A algún desafío? ¡Voto a cribas! No traigo acero y tendré que volver por él a casa.

—No —dijo Winter—; vamos a visitar a S. M. la reina de Inglaterra.

—¡Hola! Perfectamente —repuso Aramis—; ¿y qué fin tiene esa visita? —continuó acercándose a Athos.

—Maldito si lo sé; quizá será para prestar alguna declaración.

—Como no sea referente a aquel endemoniado negocio… En tal caso, no iría de muy buena gana, porque siempre sería para oír algún sermón, y desde que se los echo a los demás, no me gusta que me los echen.

—Si fuese así —observó Athos—, no nos llevaría lord de Winter a presencia de S. M., puesto que a él también le tocaría su parte.

—¡Ah! Es cierto. Adelante, pues.

Lord de Winter fue el primero que entró cuando llegaron al Louvre; sólo un portero guardaba la puerta. Athos, Aramis y Winter pudieron notar a la luz que entraba por los balcones, la espantosa desnudez de la habitación concedida por una avara caridad a la infeliz soberana. Grandes habitaciones sin muebles; paredes estropeadas en que brillaban los pocos restos de las antiguas molduras de oro que habían resistido el abandono; balcones cuyas vidrieras no encajaban ni tenían cristales, una completa falta de alfombras, guardias y criados; he aquí el espectáculo que se presentó a Athos y que éste hizo notar silenciosamente a su compañero, dándole un codazo y echando una ojeada a aquella miseria.

—Mejor habitación tiene Mazarino —dijo Aramis.

—Mazarino casi es rey —respondió Athos— y Enriqueta de Francia casi no es reina.

—Si deseaseis lucir en las sociedades con esas agudezas de ingenio, Athos, algo más brillaríais que el pobre señor de Voiture.

Athos se sonrió.

Con mucha impaciencia debía aguardarles la reina, porque al primer ruido que oyó en la habitación que precedía a su aposento, salió a la puerta para recibir a los cortesanos de su infortunio.

—Entrad y sed bien venidos, caballeros —les dijo.

Hiciéronlo así los caballeros y se quedaron de pie; pero a un ademán de la reina para que se sentasen, Athos dio el ejemplo de la obediencia. Su seriedad y tranquilidad contrastaban con la irritación de Aramis, a quien enfurecía aquella miseria regia y cuyos ojos chispeaban a cada nueva muestra de ella que advertía.

—¿Estáis observando el lujo de mi habitación, caballero? —preguntó la reina echando una triste ojeada a su alrededor.

—Señora —dijo Aramis—, perdone Vuestra Majestad; pero no puedo disimular mi indignación al ver cómo se trata en la corte de Francia a la hija de Enrique IV.

—¿Ejerce este caballero la profesión de las armas? —preguntó la reina a lord de Winter.

—Se llama el padre Herblay —respondió éste. Aramis se ruborizó y dijo:

—Verdad es que soy religioso, señora; pero lo soy contra mi voluntad; jamás he tenido vocación al alzacuello, ni la sotana se ciñe a mi cuerpo por más de un botón. Siempre estoy dispuesto a volver a mi antigua profesión de mosquetero. No sabiendo que tendría el honor de visitar a V. M. me puse esta mañana los hábitos; pero no dejaré de ser por eso un hombre enteramente decidido a servir a V. M., por difícil que sea lo que ordene.

—El caballero de Herblay —repuso Winter— es uno de los valientes mosqueteros de que he hablado a V. M.

Y señalando a Athos, continuó:

—En cuanto al señor, es el noble conde de la Fère, de cuya alta reputación está V. M. tan bien informada.

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