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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (54 page)

—Vamos, caballero —dijo Comminges—, es menester obedecer al rey.

—Señor mío —respondió Broussel—, mi estado de salud es malo y no puedo darme preso ahora; pido que se me conceda tiempo.

—No es posible —replicó Comminges—; la orden es terminante y deje ejecutarse sin dilación.

—¡Imposible! —exclamó Louvieres—. Id con cuidado, caballero, si no queréis exasperarme.

—¡Imposible! —repitió una voz chillona en el fondo de la habitación.

Comminges volvió la cabeza y vio a la señora Nanette con su escoba en la mano y los ojos animados por todo el fuego de la cólera.

—Buena Nanette —dijo Broussel—, estaos quieta, os lo ruego.

—¿Yo estarme quieta cuando prenden a mi amo, el apoyo, el libertador, el padre del pueblo? ¡Ya, ya! Poco me conocéis… ¿Queréis marcharos? —añadió dirigiéndose a Comminges.

Éste sonrióse y dijo a Broussel:

—Haced que calle esa mujer y seguidme.

—¡Yo callar! —exclamó Nanette—. ¡Por supuesto! No seréis vos quien lo logre, avechucho.

Y precipitándose al salón lo abrió y gritó con acento tan penetrante que pudo oírse hasta en el atrio de Nuestra Señora.

—¡Auxilio! ¡Que prenden a mi amo! ¡Que prenden al consejero Broussel! ¡Socorro!

—Caballero —dijo Comminges—, decidíos inmediatamente. ¿Obedecéis o pretendéis rebelaros contra el rey?

—¡Obedezco! —exclamó Broussel, procurando desembarazarse de sus hijas y contener con la mirada a su hijo, que se contenía a duras penas.

—En ese caso imponed silencio a esa vieja.

—¿Vieja, eh? —dijo Nanette.

Y empezó a gritar con más fuerza, agarrándose a los barrotes del balcón.

—¡Socorro a maese Broussel, que le vienen a prender porque ha defendido al pueblo! ¡Socorro!

Comminges sujetó a la criada por la cintura y trató de arrancarla del balcón, pero en el mismo instante, otra voz que salía del entresuelo aulló en falsete:

—¡Asesinos! ¡Fuego, asesinos! ¡Que asesinan al señor de Broussel, que degüellan al señor de Broussel!

Era la voz de Friquet. Viéndose reforzada la señora Nanette, continuó gritando con más fuerza que antes.

Ya se asomaban algunos curiosos a los balcones; el pueblo, reunido en el extremo de la calle, iba acudiendo primero poco a poco, luego en grupos, y por fin en tropel; oíanse gritos, veíase un coche, pero nada se comprendía. Friquet saltó desde la ventana del entresuelo a la cubierta del coche y gritó:

—¡Quieren prender al señor de Broussel! Dentro del coche hay dos guardias: el oficial se halla arriba.

Levantáronse algunos murmullos entre la turba que se acercó a los caballos; los dos guardias que se habían quedado fuera, subieron a socorrer a Comminges, y los de dentro del carruaje abrieron las portezuelas y cruzaron las picas.

—¿Lo veis? —gritó Friquet—. ¿Lo veis? Ahí están.

El cochero volvióse y sacudió al monaguillo un latigazo que le hizo aullar de dolor.

—¡Hola, cochero del demonio! —exclamó Friquet—. ¿Te metes conmigo? Espera.

Y volviendo de un salto a su entresuelo empezó a tirarle todos los proyectiles que halló a su alcance.

No obstante la hostil demostración de los guardias y quizás a causa de esa misma demostración, el pueblo siguió murmurando y acercándose cada vez más a los caballos. Los guardias obligaron a retroceder a los más atrevidos a fuerza de golpes con sus picas.

Crecía, sin embargo, el tumulto; la calle no bastaba a contener ya los curiosos que de todas partes acudían; el gentío invadía el espacio que hasta entonces habían dejado libre entre ellos y el carruaje las formidables picas de los guardias. Rechazados los soldados por aquellas murallas animadas, corrían peligro de morir entre los cubos de las ruedas y los cristales de los coches.

Los gritos de
¡en nombre del rey!
veinte veces repetidos, no bastaban para contener aquella multitud, y la exasperaban por el contrario, cuando al oír aquellos gritos y al ver insultado el uniforme, apareció un caballero, el cual se lanzó a la pelea espada en mano y prestó un inesperado socorro a los guardias.

Era tal un joven que apenas tenía quince o dieciséis años. Pálido de cólera, echó pie a tierra como los demás guardias, púsose de espaldas a la lanza del coche, se parapetó con su caballo, cogió de la silla dos pistolas que colgó de su cintura y empezó a manejar la espada como hombre familiarizado con este ejercicio. Durante diez minutos contuvo él solo los esfuerzos de la multitud.

Entonces apareció Comminges llevando por delante a Broussel.

—¡Romper el coche! —gritó el pueblo.

—¡Auxilio! —clamó la vieja.

—¡Asesinos! —dijo Friquet, sin cesar de arrojar a los guardias cuanto había a las manos.

—¡En nombre del rey! —gritó Comminges.

—¡El primero que se acerque es muerto! —gritó Raúl, que al verse estrechado clavó la punta de su acero en una especie de gigante que iba a aplastarle y que al sentirse herido retrocedió chillando.

Era en efecto Raúl, que al regresar de Blois, según había prometido al conde, después de cinco días de ausencia, quiso echar un vistazo a la ceremonia, y se dirigió por las calles que más directamente debían conducirle a Nuestra Señora. Al llegar a las inmediaciones de la calle Cocatrix, tuvo que ceder al empuje de la gente, y a las palabras de
¡en nombre del rey!
se acordó de la orden de Athos: «Servir al rey», y acudió a combatir por el rey, cuyos guardias eran insultados.

Comminges arrojó, por decirlo así, a Broussel en el carruaje y se lanzó en pos de él. En aquel momento resonó un arcabuzazo y una bala atravesó oblicuamente su sombrero y rompió un brazo a un guardia. Comminges alzó la cabeza y vio en medio de la humareda el semblante amenazador de Louvieres, asomado al balcón del segundo piso.

—Bien está, señor mío —le dijo—: oiréis hablar de mí.

—Y vos de mí —contestó Louvieres—; veremos quién habla más fuerte.

Friquet y Nanette seguían voceando; los gritos, el tiro, el olor de la pólvora que tanto electriza, iban causando su efecto.

—¡Muera el oficial, muera! —aulló la turba.

Y a estas palabras siguió un gran movimiento entre el pueblo.

—Si dais un paso más —gritó Comminges descorriendo las cortinas a fin de que quedase en descubierto el interior del coche y colocando su espada sobre el pecho de Broussel—, si dais un paso más, mato al preso. Tengo orden de conducirle vivo o muerto; le llevaré muerto.

Resonó un grito horrible. La esposa y las hijas de Broussel tendían hacia el exaltado pueblo las manos en actitud de súplica.

El pueblo vio que aquel oficial tan pálido, pero que tanta resolución demostraba cumpliría su palabra, y se apartó, aunque siempre amenazando.

Comminges hizo que subiera al carruaje el guardia herido, y mandó a los demás que cerrasen la portezuela.

—¡A palacio! —gritó el cochero más muerto que vivo.

Arreó éste a sus cuadrúpedos, quienes abrieron ancho camino entre la turba, pero al llegar al muelle, fue preciso detenerse; el carruaje había volcado y la multitud oprimía, ahogaba a los caballos. Raúl, que proseguía a pie porque no había tenido tiempo de volver a montar cansado como los guardias de distribuir golpes de plano, empezaba a recurrir a la punta de su espada. Este terrible y último recurso sólo sirvió para exasperar a la multitud. De vez en cuando se veía brillar aquí y allí entre la turba el cañón de un mosquete o la hoja de una tizona; sonaban algunos tiros disparados sin duda al aire, pero cuyo efecto no dejaba de vibrar en los corazones, y seguían lloviendo proyectiles de las ventanas. Oíanse voces de esas que sólo se oyen en los días de motín; veíanse rostros de esos que sólo se ven en los días de sangre. Los gritos de “¡Abajo, mueran los guardias! ¡El oficial al Sena!” dominaban todo aquel tumulto, a pesar de su intensidad. Raúl, con el sombrero abollado, con el semblante amoratado, conocía que no sólo empezaban a abandonarle las fuerzas, sino también la razón; sus ojos estaban rodeados de una niebla rojiza, y a través de ella divisaba tenderse hacia él cien brazos amenazadores, prontos a herirle cuando cayese. Comminges se arrancaba los cabellos de desesperación dentro del carruaje volcado. Los guardias no podían auxiliar a nadie, ocupados como estaban en su defensa personal. Todo estaba perdido y quizá iban a ser hechos pedazos de un momento a otro el carruaje, los caballos, el oficial, los guardias, y el mismo prisionero, cuando de pronto resonó una voz muy conocida de Raúl, y brilló en el aire un largo espadón; en el mismo instante se entreabrió la multitud arrollada y apareció un oficial de mosqueteros repartiendo tajos a derecha e izquierda, el cual corrió a Raúl, y cogióle en brazos a tiempo que iban a dar con su cuerpo en el suelo.

—¡Justicia de Dios! —gritó el oficial—. ¿Le habrán asesinado? En ese caso ¡pobres de ellos!

Y dio una media vuelta con tal horrible expresión de ira, de amenaza y de fuerza, que los más revoltosos se precipitaron unos sobre otros para huir, y algunos cayeron al Sena.

—Señor D’Artagnan —dijo Raúl.

—Sí, ¡voto al diablo! Yo mismo y afortunadamente para vos, según parece, amigo mío. ¡Vamos, aquí! —gritó enderezándose sobre los estribos y levantando el acero para llamar con la voz y con el ademán a los mosqueteros que había dejado atrás en la rapidez de la carrera. ¡A ver! ¡Barred todo eso! ¡Preparen! Apun…

Al oír esta voz deshiciéronse con tal rapidez los grupos del populacho, que D’Artagnan no pudo contener una ruidosa carcajada.

—Gracias, D’Artagnan —dijo Comminges asomando la mitad del cuerpo por la portezuela del coche—, gracias, señor. ¿Tenéis la bondad de decirme vuestro nombre para repetírselo a la reina?

Iba Raúl a contestar; mas D’Artagnan le atajó diciéndole al oído:

—Callad, y dejadme responder:

Y volviéndose a Comminges añadió:

—No perdamos tiempo, salid del coche si podéis y subid a otro.

—¿A cuál?

—Al primero que pase por el Puente Nuevo: los que lo ocupen tendrán a honra prestarle para el servicio del rey.

—¿Quién sabe? —respondió Comminges.

—Vamos, pronto, dentro de cinco minutos tendréis aquí a toda esa canalla armada con mosquetes. Os matarán, y vuestro prisionero quedará en libertad. Salid. Precisamente ahí viene un carruaje.

Y acercándose al oído de Raúl añadió:

—Cuidado con decir vuestro nombre.

El joven le miró con extrañeza.

—Bien está, allá voy —dijo Comminges—, y si vuelven, despachad.

—Nada de eso —respondió D’Artagnan—, nada de eso, no hay que precipitarse, un tiro que se disparase hoy, costaría muy caro mañana.

Con los cuatro guardias y otros tantos mosqueteros dirigióse Comminges al coche que se acercaba, mandó apearse a los que iban dentro y les condujo hacia el carruaje volcado.

Pero al tratarse de trasladar a Broussel, el pueblo, al ver al que llamaba su libertador, rugió de una manera terrible y se precipitó nuevamente sobre la escolta.

—Idos —dijo D’Artagnan—, os acompañarán diez mosqueteros, y me quedaré con veinte para contener a la multitud: marchaos; no perdáis un minuto. Diez hombres para escoltar al señor de Comminges.

Separáronse diez hombres del piquete, rodearon al nuevo carruaje y partieron al galope.

Al romper la marcha crecieron los gritos: hallábanse entonces apiñados en el muelle y el Puente Nuevo más de diez mil hombres.

Sonaron algunos tiros y fue herido un mosquetero.

—¡A ellos! —gritó D’Artagnan encolerizado.

Y con sus veinte hombres cargó sobre la turba, que retrocedió espantada. Sólo un paisano se quedó quieto con su arcabuz en la mano.

—¡Diantre! —dijo el desconocido—. ¿Tú eres el que quiso asesinarle? Espera.

Y apuntó a D’Artagnan, que se precipitaba sobre él a escape.

D’Artagnan tendióse sobre las crines de su caballo. El hombre hizo fuego y partió de un balazo la pluma del sombrero del oficial.

Pero en el mismo momento, el impetuoso corcel atropelló al imprudente que pretendía detener por sí solo una tempestad, y le envió rodando hasta la pared.

D’Artagnan detuvo su caballo y en tanto que los mosqueteros proseguían la carga, volvió espada en mano sobre el caído.

—¡Deteneos! —gritó Raúl reconociendo al joven por haberle visto en la calle de Cocatrix—. No le maltratéis, es su hijo.

D’Artagnan detuvo el golpe que le iba a descargar.

—¡Hola! ¿Sois su hijo? Eso es otra cosa.

—Caballero, me entrego —dijo Louvieres presentando al oficial su arcabuz descargado.

—Nada de eso, no os rindáis ¡voto al diablo! escapad cuanto antes: ¡si os cojo os ahorcan!

No aguardó el joven a que le repitieran el consejo, y deslizándose por debajo del caballo, huyó por la esquina de la calle Guenegaud.

—A fe que ya era tiempo de que detuvierais mi brazo —dijo D’Artagnan a Raúl—; el hombre podía contarse por muerto, y si luego hubiese sabido yo quién era, lo habría sentido.

—Permitidme, señor D’Artagnan, que después de daros gracias en nombre de ese pobre joven, os las dé también en el mío, porque también yo iba a morir cuando llegasteis a salvarme.

—Esperad un momento —repuso D’Artagnan—, y no os molestéis en hablar.

Y sacando de una pistolera un frasco lleno de vino español, prosiguió:

—Beber un par de tragos.

Hízolo así Raúl y volvió a sus frases de gratitud.

—Querido —dijo D’Artagnan—, luego hablaremos de eso.

Y advirtiendo que los mosqueteros habían despejado el muelle desde San Miguel hasta el Puente Nuevo, y que daban la vuelta, levantó la espada para que acelerasen el paso.

Los mosqueteros se acercaron al trote a tiempo que por otra parte asomaban los diez hombres de escolta que dio D’Artagnan a Comminges.

—¡Hola! —dijo el oficial dirigiéndose a estos últimos—. ¿Ha sucedido algo de nuevo?

—Sí, señor —dijo el sargento—; otra vez se ha roto el carruaje; parece maldición.

D’Artagnan se encogió de hombros y dijo:

—Son unos necios, bien podían haber escogido un coche sólido; para llevar preso a un Broussel, era necesario que tuviera resistencia para diez mil hombres.

—¿Qué ordenáis, mi teniente?

—Coged el destacamento y conducidle al cuartel.

—¿Y vos os retiráis solo?

—Por supuesto. ¿Suponéis que necesito escolta?

—Sin embargo…

—Vamos, marchaos.

Fuéronse los mosqueteros, y D’Artagnan quedóse sólo con Raúl.

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