Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición.

 

Mark Zuckerberg y Eduardo Saverin no encajaban dentro de los cánones sociales de la Universidad de Harvard. Tímidos, poco agraciados físicamente y sin apellidos ilustres, sus compañeros les daban la espalda y, con ello, se esfumaba toda posibilidad de relacionarse con la mitad femenina del campus. Resignados, se refugiaban en sus ordenadores y en sus clases de matemáticas. Eran dos auténticos frikis.

Una noche, en la que como otras tantas volvía solo a su habitación, Mark Zuckerberg entró en los servidores de la universidad y copió los archivos del directorio de estudiantes, llamado facebook en inglés. Eliminó los nombres y las fotografías de los chicos y lo volvió a colgar en Internet, no sin otra pequeña modificación: los estudiantes podían puntuar el aspecto físico de cada una de las chicas. El experimento estuvo a punto de costarle la expulsión de la Universidad, algo que no le hubiera preocupado en absoluto porque acababa de crear el embrión de lo que en unos pocos meses iba a convertirse en Facebook, la red social más popular del mundo.

La que sigue es una historia novelada en la que las fiestas locas, el sexo con mujeres despampanantes, el talento de sus fundadores, el dinero de los inversores y la traición entre amigos acaban conformando un relato muy poco habitual de la fundación de una empresa, al tiempo que constituye una lectura compulsiva sobre la pérdida de la inocencia de una generación que ha hecho de las redes sociales su hábitat natural.

Ben Mezrich

Multimillonarios por accidente

El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición.

ePUB v1.1

Polifemo7
01.01.12

Título original: The Accidental Billionaires: The Founding of Facebook. A Tale of Sex, Money, Genius and Betrayal

© 2009 Ben Mezrich

© 2010 de la traducción Ramón Vilà Vernis

© Centro Libros PAPF, S.L.U.

Alienta es un sello editorial de Centro Libros PAPF, S.L.U.

Grupo Planeta Barcelona, 2010

ISBN: 978-84-92414-20-8

Primera edición: marzo de 2010

Depósito legal: B. 4965-2010

Preimpresión: jota tres realizaciones, s.l.

Impreso por EGEDSA Impreso en España - Printed in Spain

Nota del autor

Multimillonarios por accidente
es un relato novelado basado en decenas de entrevistas, cientos de fuentes y miles de páginas de documentos, incluidos los archivos de varios sumarios judiciales.

Existen diferencias de opinión —a menudo en conflicto entre sí— acerca de algunos de los hechos ocurridos. Tratar de pintar un cuadro a partir de los recuerdos de decenas de testimonios —algunos directos, otros indirectos— puede llevar muchas veces a discrepancias. He tratado de recrear las escenas del libro de acuerdo con la información encontrada en documentos y entrevistas, así como mi propio juicio acerca de cuál es la versión que mejor encaja con los registros documentales. Otras escenas describen percepciones individuales sin suscribirlas.

He tratado de ser tan exacto como he podido con la cronología. En algunos casos he cambiado o inventado algunos detalles del contexto o de las descripciones, y he alterado detalles identificativos de algunas personas para proteger su privacidad. A excepción del puñado de figuras públicas que aparecen en este relato, los nombres y las descripciones personales han sido alterados.

Empleo la técnica del diálogo recreado. He basado estos diálogos en los recuerdos de los participantes acerca de la esencia de lo que hablaron. Algunas de las conversaciones reproducidas en el libro tuvieron lugar en el curso de largos periodos de tiempo y en múltiples localizaciones, por lo que en algunos casos he tenido que recrear y comprimir las escenas. A veces he preferido situarlas en un escenario adecuado antes que repartirlas entre varios.

En los agradecimientos doy un tratamiento más completo a mis fuentes, pero es justo que dedique aquí un agradecimiento especial a Will McMullen por haberme presentado a Eduardo Saverin, sin el cual este relato no habría visto la luz. Mark Zuckerberg se negó a hablar conmigo para este libro —y está en su perfecto derecho de hacerlo— a pesar de mis numerosas peticiones.

CAPÍTULO 1:
Octubre de 2003

Todo fue obra probablemente de la tercera copa. A Eduardo le habría costado decirlo con seguridad, pues las tres habían bajado en tan rápida sucesión —los tubos de plástico vacíos estaban dispuestos en acordeón sobre la repisa de la ventana que tenía detrás— que no había podido percibir con certeza cuándo se había producido el cambio. Pero ya no había forma de negarlo, las pruebas estaban por todas partes. El agradable calor en sus mejillas, normalmente cetrinas; la forma relajada, casi elástica de apoyarse en la ventana, todo un contraste con su habitual postura rígida y levemente encorvada; y lo más importante de todo, la sonrisa fácil en su rostro, algo que había estado practicando sin éxito ante el espejo durante dos horas antes de salir de su dormitorio aquella noche. Sin duda el alcohol había hecho su efecto, y Eduardo ya no estaba asustado. Por lo menos, ya no sentía un deseo urgente de
salir echando leches de allí.

La habitación que tenía delante era, ciertamente, intimidante: una inmensa lámpara de araña colgaba de un arco catedralicio; unas tupidas cortinas rojas de terciopelo parecían sangrar de una herida abierta en las majestuosas paredes de caoba; una escalinata ascendía en amplios meandros que se bifurcaban hacia los secretísimos pisos superiores, cuyas intrincadas estancias estaban plagadas de historias. Incluso los cristales de las ventanas que Eduardo tenía a su espalda parecían traicioneros, iluminados como estaban desde fuera por los furiosos parpadeos de un fuego que consumía buena parte del estrecho patio exterior, y cuyas llamas lamían el viejo y punteado cristal.

Era un lugar aterrador, especialmente para un chico como Eduardo. No es que se hubiera criado en entornos pobres —había pasado la mayor parte de su infancia a caballo entre diversas comunidades de clase media-alta de Brasil y Miami, antes de matricularse en Harvard— pero la opulencia de esa habitación que parecía transportada del viejo mundo le resultaba totalmente extraña. A pesar de la bebida, Eduardo seguía sintiendo el runrún de la inseguridad en la base de su estómago. Se sentía otra vez como un novato de primer curso que acabara de llegar a Harvard, un poco sin saber qué narices estaba haciendo allí, preguntándose cómo podía encajar en un lugar como aquél.
Cómo podía encajar en un lugar como aquél.

Eduardo pasó revista desde su ventana a la congregación de hombres jóvenes que llenaba la mayor parte de la cavernosa habitación. O tal vez habría que decir la banda, apiñada como estaba alrededor de las dos barras improvisadas especialmente para el evento. Las barras en sí eran bastante cutres —apenas unas tablas de madera a modo de mesas, bastante fuera de lugar en medio de tan austero escenario—, pero nadie se daba cuenta porque estaban atendidas por las únicas chicas que había en la sala: un equipo de rubias de busto generoso y top recortado, traídas especialmente de alguno de los
colleges
femeninos de la zona para atender a aquella banda de hombres jóvenes.

En muchos sentidos, aquella banda era mucho más temible que el edificio en sí. Eduardo no habría podido asegurarlo, pero suponía que serían unos doscientos: todos hombres, todos vestidos con americanas oscuras parecidas y con pantalones igualmente oscuros. Alumnos de segundo curso, la mayoría; una combinación de razas, pero todas las caras tenían un mismo aire: esa sonrisa infinitamente más relajada que la de Eduardo, esa autoconfianza detrás de los doscientos pares de ojos; aquellos tíos no estaban acostumbrados a tener que demostrar nada.
Estaban en su sitio.
Para la mayoría de ellos, aquella fiesta y aquel lugar no eran más que una formalidad.

Eduardo inspiró profundamente, torciendo un poco el gesto al notar el matiz amargo del aire; la ceniza de la hoguera comenzaba a filtrarse por los ventanales. Pero no se movió de su puesto junto al alféizar de la ventana, todavía no. Aún no estaba preparado.

En lugar de eso, dejó que su atención derivara hasta el grupo de americanas que tenía más cerca: cuatro chicos de complexión mediana. No reconocía a ninguno de sus clases; dos eran rubios y de aspecto pijo, como si acabaran de bajarse de un tren de Connecticut. El tercero era asiático y parecía algo mayor que los demás, aunque era difícil de decir. El cuarto, sin embargo —un afroamericano de aspecto muy pulcro, desde la sonrisa hasta el pelo perfectamente peinado— era sin duda un estudiante de último curso.

Eduardo sintió que volvía la rigidez y fijó la mirada en la corbata del chico negro. El color de la tela era toda la confirmación que necesitaba Eduardo. Había llegado el momento de que hiciera lo que había venido a hacer.

Eduardo enderezó los hombros y se apartó de la ventana. Saludó con la cabeza a los dos chicos de Connecticut y al asiático, pero su atención seguía puesta en el alumno de último curso y en su corbata negra de decoración exclusiva.

—Eduardo Saverin —se presentó, estrechando su mano con fuerza—. Encantado de conocerle.

El chico respondió diciendo su nombre, Darron algo, que Eduardo archivó en el cajón del fondo de su memoria. El nombre del chico no tenía ninguna importancia; la corbata por sí sola decía todo lo que Eduardo necesitaba saber. La finalidad de toda aquella velada se resumía en los pequeños pájaros blancos que salpicaban la tela uniformemente negra de la corbata. Aquello le identificaba como un miembro de Phoenix-S K; formaba parte de la veintena de anfitriones de la velada que estaban diseminados entre los doscientos alumnos de segundo curso.

—Saverin. Eres el del fondo de inversión, ¿verdad?

Eduardo se sonrojó, pero en el fondo se sentía halagado de que el miembro de Phoenix reconociera su nombre. Era una exageración —él no tenía ningún fondo de inversión, simplemente había ganado algún dinero invirtiendo con su hermano durante el curso anterior— pero no pensaba corregir el error. Los miembros de Phoenix estaban hablando de él, y si estaban de algún modo impresionados por lo que habían oído… bueno, tal vez tuviera una oportunidad.

Era una idea embriagadora, y el corazón de Eduardo comenzó a latir un poco más deprisa mientras trataba de soltar la cantidad suficiente de chorradas para conservar el interés que había despertado. Más que ninguno de los exámenes que había realizado en su primer o segundo curso, este era el momento que iba a decidir su futuro. Eduardo sabía lo que supondría para su estatus social ser admitido en Phoenix durante sus dos últimos años de universidad, y también para su futuro, cualquiera que fuera el que decidiera perseguir.

Igual que las sociedades secretas de Yale, tan presentes en la prensa en los últimos años, los Clubs Finales eran el alma apenas disimulada de la vida en el campus de Harvard; alojados en mansiones centenarias repartidas por todo Cambridge, aquellos ocho clubes exclusivamente masculinos habían allanado el camino de varias generaciones de líderes mundiales, gigantes de las finanzas y corredores de bolsa con poder. Más importante aún, la pertenencia a uno de los ocho clubes garantizaba un reconocimiento social instantáneo; cada uno de ellos tenía una personalidad distinta, desde el extraexclusivo Porcellian, el club más antiguo del campus, al que habían pertenecido nombres como Roosevelt o Rockefeller, hasta el pijo Fly Club, que había producido dos presidentes y un puñado de millonarios; cada uno de los clubes tenía su propia esfera específica de poder y definía inmediatamente a sus miembros. El Phoenix no era el más prestigioso, pero en muchos sentidos era el rey en el terreno social; el austero edificio del número 323 de la calle Mt. Auburn era el destino preferido los viernes y los sábados por la noche, y si eras miembro del Phoenix no sólo formabas parte de una red de contactos con un siglo de antigüedad, sino que pasabas los fines de semana en las mejores fiestas del campus, rodeado de las tías más buenas que podían encontrarse en todas las escuelas del código postal 02138.

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