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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (55 page)

—Vamos a ver —dijo el oficial—, ¿os duele algo?

—Sí, estoy pesado; la cabeza me arde.

—¿Pues qué le pasa a esa cabeza? —dijo D’Artagnan quitándole el sombrero—. ¡Hola! Una contusión.

—Es verdad, creo que me tiraron un tiesto.

—¡Miserables! —dijo D’Artagnan—. Pero… traéis espuelas. ¿Veníais a caballo?

—Sí, me apeé para defender al señor de Comminges, y luego no lo volví a encontrar… Mirad, mirad, allí le conducen.

En efecto, en aquel momento pasaba por el muelle el caballo de Raúl montado por Friquet, el cual corría a galope agitando su gorro de cuatro colores y gritando:

—¡Broussel! ¡Broussel!

—¡Eh! tunante, alto ahí —gritó D’Artagnan—; trae acá ese caballo.

Estas voces llegaron hasta Friquet; pero aparentó no oírlas y siguió su camino.

D’Artagnan tuvo impulsos de echar a correr tras el monaguillo; pero no queriendo dejar solo a Raúl, se contentó con sacar una pistola y amartillarla.

Friquet tenía excelente vista y no menos delicado oído, así es que viendo el ademán de D’Artagnan y oyendo el ruido del gatillo, se quedó parado.

—¡Pardiez! Erais vos, señor oficial —dijo acercándose a D’Artagnan—; mucho celebro encontraros.

Miró D’Artagnan atentamente a Friquet y conoció en él al muchacho de la calle de la Calandre.

—¡Calla! ¿Eres tú, bribonzuelo? Ven acá.

—Sí, soy yo, señor oficial —dijo Friquet con zalamería.

—¿Conque has mudado de oficio? ¿Conque ya no eres monaguillo, ni mozo de taberna, y te has metido a ladrón de caballos?

—¡Cómo! Señor oficial, ¿es posible que creáis tal cosa? No, señor, voy buscando al caballero a quien pertenece ese animal, un caballero muy gallardo por cierto, y valiente como un César.

Simulando entonces que reparaba en Raúl por primera vez, continuó:

—Pero si no me equivoco, aquí le tenemos justamente. ¿No hay algo para el portador, señor caballero?

Raúl llevó la mano al bolsillo.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó D’Artagnan.

—Dar diez libras a este muchacho —respondió Raúl sacando una moneda.

—¡Diez puntapiés en la barriga! —repuso D’Artagnan—. Echa a correr, pilluelo, y no olvides que sé tus señas.

Friquet, que no esperaba salir tan bien librado, se plantó de un salto en la calle Dauphine, por la que escapó.

Volvió Raúl a montar, y marchando al paso en unión de D’Artagnan, que velaba sobre él como si fuera su propio hijo, se encaminaron ambos a la calle de Tiquetonne.

Durante el camino percibieron algunos murmullos sordos, algunas amenazas lejanas; pero al ver a aquel militar de aspecto tan marcial, y aquella vencedora espada que de su muñeca pendía, todos se apartaron si hacer ninguna tentativa seria contra su persona.

Llegaron, por tanto, sin tropiezo, a la fonda de la Chevrette.

La bella Magdalena participó a D’Artagnan que Planchet estaba de vuelta acompañado de Mosquetón, el cual había sufrido valerosamente la extracción de la bala, y seguía bueno en cuanto lo permitía su estado.

Entonces mandó D’Artagnan que llamasen a Planchet; pero a pesar de las voces que le dieron, éste no respondió: había desaparecido.

—Traed vino —dijo el oficial.

Cumplida esta orden, se quedó solo D’Artagnan con Raúl.

—Estaréis muy contento de vos —le dijo observándole atentamente.

—Sí tal —contestó Raúl—, me parece que he cumplido con mi deber. ¿No he defendido al rey?

—¿Y quién os ha ordenado que defendierais al rey?

—El mismo conde de la Fère.

—Bien, pero hoy no habéis defendido al rey, sino a Mazarino y esto no es lo mismo.

—Pero…

—Habéis hecho un disparate, joven, tomando cartas en asuntos que no os interesan.

—Lo mismo…

—Es diferente: yo tengo que obedecer las órdenes de mi superior. El vuestro es el príncipe de Condé. Entendedlo bien, no tenéis otro. Habráse visto el mala cabeza —continuó D’Artagnan—, que se hace cardenalista y ayuda a prender a Broussel! Cuidado con que digáis una palabra de esto si no queréis que el señor conde se ponga furioso.

—¿Os parece que se enfadaría?

—Estoy cierto de ello; si no fuera por eso yo os daría las gracias, porque al fin habéis trabajado por nosotros. Por eso os reprendo en estos términos, algo más suaves que los que emplearía el señor conde. Además, hijo mío —continuó D’Artagnan—, si procedo así, es usando el privilegio que vuestro tutor me ha concedido.

—No os comprendo —respondió Raúl.

Levantóse D’Artagnan, se dirigió a su mesa, tomó una carta y se la presentó al joven, cuya mirada se turbó apenas fijó los ojos en el papel.

—¡Dios mío! —exclamó levantando hacia D’Artagnan sus ojos preñados de lágrimas—. ¿Conque el señor conde se ha marchado de París sin verme?

—Hace cuatro días —contestó D’Artagnan.

—Pero en la carta da a entender que está expuesto a un peligro de muerte.

—¿De muerte? ¡Ya, ya! ¿Correr él peligro de muerte? Tranquilizaos: ha ido a despachar algunos negocios y volverá pronto; creo que no sentiréis repugnancia en aceptarme por tutor interino.

—¡Oh! No, señor —dijo Raúl—, ¡sois tan valiente y os quiere tanto el señor conde de la Fère!

—Pues queredme vos también: no os haré rabiar, a condición de que seáis frondista muy frondista.

—¿Y podré continuar visitando a la señora de Chevreuse?

—Vaya que sí ¡voto a…! y también al señor coadjutor y a la señora de Longueville; y si estuviese aquí el buen maese Broussel, a cuya prisión habéis contribuido con tanta indiscreción, os diría: pedid perdón inmediatamente al señor de Broussel y dadle un beso en ~cada mejilla.

—Y yo os obedecería, señor de D’Artagnan, aunque no os comprendo.

—Es inútil que comprendáis. ¡Cáscaras! —continuó D’Artagnan volviéndose hacia la puerta que acababa de abrirse—. Aquí viene el señor Du Vallon con toda la ropa rasgada.

—Sí, pero en cambio —repuso Porthos chorreando sudor y cubierto de polvo—, en cambio he rasgado más de un pellejo. ¡Pues no querían esos tunantes quitarme mi espada! ¡Vaya una conmoción popular! —continuó el gigante con su indiferencia acostumbrada—. ¡Lo menos veinte he echado por tierra con el pomo de Balizarda!… Un poco de vino, D’Artagnan.

—Tomad —dijo el gascón llenando el vaso de Porthos—, y después me diréis vuestra opinión.

Desocupó Porthos el vaso de un solo trago, lo dejó sobre la mesa, limpióse los bigotes y dijo:

—¿Respecto a qué?

—Sobre esto —respondió D’Artagnan—. Aquí tenéis al señor de Bragelonne, que estaba empeñado en ayudar al arresto del señor de Broussel y que me ha puesto en gran aprieto para impedir que defendiese al señor de Comminges.

—¡Diantre! —exclamó Porthos—. ¿Y qué hubiese dicho el tutor al saberlo?

—¿Lo veis? —dijo D’Artagnan—. Sed frondista, amiguito, y tened presente que yo reemplazo en todo al señor conde.

Y agitó un bolsillo lleno de dinero.

Volviéndose luego a su camarada, dijo.

—¿Venís, Porthos?

—¿Adónde? —preguntó éste, echándose otro vaso de vino.

—A poneros a las órdenes del cardenal.

Vació Porthos el otro vaso con la misma pausa que el primero, cogió su sombrero, que estaba sobre una silla, y siguió a D’Artagnan.

Raúl, extrañándose de lo que veía, se quedó en la habitación, de la cual le había D’Artagnan prohibido salir hasta que el orden se restableciera completamente en las calles.

Capítulo XLVIII
El pobre de San Eustaquio

Con intención había retrasado D’Artagnan su ida al Palacio Real; en aquel intermedio había tenido tiempo Comminges para anticiparse y contar al cardenal los eminentes servicios que él y su amigo habían prestado aquella mañana al partido de la reina.

Ambos fueron admirablemente recibidos por Mazarino, que los colmó de elogios y les participó que se hallaban a más de la mitad del camino para alcanzar cada cual lo que deseaba, D’Artagnan su empleo de capitán y Porthos su baronía.

Más hubiera querido el gascón algún dinero que aquellas palabras; porque no ignoraba cuán fácilmente prometía Mazarino y con cuánta dificultad cumplía; pero no manifestó su descontento a Porthos por no desanimarle.

Estando los dos amigos en el cuarto del cardenal, envió la reina a llamar a éste. Creyó Mazarino que el celo de sus defensores se aumentaría el doble si S. M. les daba las gracias en persona: les hizo, pues, una seña de que le siguiesen y al mostrarle D’Artagnan y Porthos sus vestidos llenos de polvo y girones, movió la cabeza y dijo:

—Este traje vale más que el de la mayor parte de los cortesanos que encontréis en el cuarto de S. M., porque es de campaña. D’Artagnan y Porthos obedecieron sin replicar.

La corte de Ana de Austria era numerosa y reinaba en ella una estrepitosa alegría, porque, al fin, después de haber vencido a los españoles se acababa de vencer al pueblo. Conducido Broussel fuera de París sin resistencia, debía hallarse a aquellas fechas en los calabozos de San Germán, en tanto que Blancmesnil, cuya prisión había tenido lugar al mismo tiempo, aunque sin ruido ni dificultades, estaba ya en el castillo de Vincennes.

Permanecía Comminges junto a la reina, la cual le interrogaba acerca de su expedición, y los demás cortesanos escuchaban su relato, cuando el narrador avistó en la puerta a D’Artagnan y a Porthos detrás del cardenal.

—Cabalmente, señora —dijo corriendo hacia D’Artagnan—, tiene aquí V. M. a una persona que podrá referirlo todo mejor que yo, porque es quien me ha salvado. Sin su ayuda probablemente estaría a estas horas preso en las redes de Saint-Cloude, pues se trataba nada menos que de tirarme al Sena. Hablad, D’Artagnan, hablad.

Desde que era teniente de mosqueteros tal vez había estado cien veces D’Artagnan en la misma habitación que la reina; pero nunca le había hablado ésta.

—Después de haberme prestado semejante servicio, ¿permaneceréis callado, caballero? —Ana de Austria preguntó.

—Señora —respondió D’Artagnan—, nada tengo que decir sino que mi vida está a disposición de V. M., y que seré feliz el día que la pierda por serviros.

—Ya lo sé, caballero —dijo la reina—, y hace mucho tiempo. Celebro, por tanto, poder daros esta pública muestra de estimación y agradecimiento.

—Permitidme, señora —repuso D’Artagnan—, que pase parte de ella a mi amigo, ex mosquetero de la compañía de Tréville, como yo —y recalcó sobre estas palabras—, el cual se ha portado hoy admirablemente.

—¿Cómo se llama este caballero? —preguntó la reina.

—En la compañía se llamaba Porthos —la reina estremecióse—, pero su verdadero nombre es Vallon.

—De Bracieux de Pierrefonds —dijo Porthos.

—Muy numerosos son esos apellidos para recordarlos todos, y prefiero atenerme al primero —repuso con agrado la reina.

Porthos hizo un saludo.

D’Artagnan dio dos pasos hacia atrás.

En aquel momento anunciaron al coadjutor.

La asamblea soltó una exclamación de sorpresa. Aunque el coadjutor había predicado aquella misma mañana, no se ignoraba que era partidario de la Fronda, y cuando Mazarino solicitó del arzobispo de París que ocupase su sobrino el púlpito, fue evidentemente con intención de dar al señor de Retz una de esas estocadas a la italiana de que tan amigo era.

Efectivamente, al salir de Nuestra Señora supo el coadjutor lo que ocurrió. Aunque debía considerarse comprometido con los principales frondistas, no lo estaba tanto que no pudiese retirarse si le presentaba la corte la ventajas que ambicionaba, no siendo la coadjutoría más que un medio de conseguirlas. El señor de Retz quería ser arzobispo en sustitución de su tío, y cardenal como Mazarino. Difícilmente podía concederle el partido popular estos favores enteramente regios. Pasaba, pues, a palacio para cumplimentar a la reina por la victoria de Lens, resuelto de antemano a obrar en pro o en contra de la corte, según fuese recibida su felicitación.

Anunciado el coadjutor, entró en la real cámara, y al verle creció la curiosidad de aquella corte triunfante.

El coadjutor tenía él solo tanto talento como todos los que allí se hallaban reunidos para burlarse de él. De modo que desplegó tanta habilidad en su discurso, que por muchos deseos que tuviesen los circunstantes de reírse, no hallaron en qué hincar el diente. Concluyó diciendo que ponía su corta influencia a disposición de S. M.

La reina aparentó escuchar con el mayor gusto la arenga de Gondi ínterin duró, pero al oír la última frase, la sola que daba ocasión a las burlas, Ana de Austria volvió la cabeza y con una ojeada dio a entender a sus favoritos que les abandonaba su presa. Los graciosos de la corte empezaron su tarea. Nogen-Beautin, bufón de la casa, dijo que era una fortuna para la reina al encontrar los auxilios de la religión en semejantes momentos.

Todos riéronse.

El duque de Villeroy dijo que no sabía cómo se había podido tener miedo, estando allí para defender a la corte contra el Parlamento y la villa de París el coadjutor, que con una seña podía poner en pie un ejército de curas, porteros y bedeles.

El mariscal de la Meilleraie añadió que en caso de que llegara a las manos y entrase en acción el señor coadjutor, era sensible que no se le pudiera reconocer en la pelea por un sombrero encarnado, como lo había sido Enrique IV por su pluma blanca en la acción de Ivry.

Gondi sufrió con calma y severo aspecto aquella tormenta, que podía ser mortal para sus autores. Entonces le preguntó la reina si tenía que añadir algo al elocuente discurso que acababa de pronunciar.

—Sí, señora —dijo el coadjutor—; tengo que rogaros que reflexionéis con mucha detención antes de encender una guerra civil en el reino.

Volvióle la reina la espalda y resonaron nuevas risas.

El coadjutor hizo un saludo y salió del palacio dirigiendo al cardenal, que lo contemplaba, una de esas miradas comprensibles sólo entre enemigos mortales. Tan acre fue, que llegó hasta lo más hondo del corazón de Mazarino, el cual, viendo que era una declaración de guerra, asió el brazo de M. D’Artagnan y le dijo en voz muy baja:

—¿Si fuera necesario podríais reconocer a ese hombre que acaba de salir?

—Sí, señor —contestó el gascón.

Y volviéndose a Porthos, añadió:

—¡Diantre! Esto se va echando a perder: no me gustan disputa con gente de iglesia.

Gondi retiróse repartiendo bendiciones a su paso, y dándose la maligna satisfacción de hacer que se le pusieran de rodillas hasta los criados de sus enemigos.

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