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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (28 page)

Me habían dicho que la policía aparecería a las ocho, pero sólo era poco después de las siete cuando oí la primera bota en el primer escalón. El inocente engaño presuntamente pretendía garantizar una sorpresa de ojos somnolientos por mi parte, por si acaso no pudiese adoptarla convincentemente. Gente de poca fe.

Sumaban una docena, todos ellos muy monos de uniforme, y se pasaron cantidad en la interpretación: abrieron las puertas a puntapiés, gritaron y lo desordenaron todo. El chico que estaba al mando hablaba algo de inglés, pero no lo bastante, aparentemente, para entender «Eso duele». Me arrastraron escaleras abajo por delante de mi aterrada patrona —que probablemente rogaba para que se acabasen de una vez para siempre los días en que se llevaran a sus huéspedes en furgones de la policía en plena madrugada—, mientras que otras cabezas despeinadas me miraban tímidamente por las rendijas de las puertas.

En la comisaría, me tuvieron en un cuarto durante un rato —nada de café, nada de fumar, nada de rostros amables—, y después, unos cuantos gritos más, y un par de bofetadas y puñetazos en el pecho, me encerraron en un calabozo,
sans
cinturón,
sans
cordones de zapatos.

En su conjunto, fueron muy eficientes.

Había otros dos ocupantes en el calabozo, ambos varones, y no se levantaron cuando entré. Uno de ellos probablemente no podría haberlo hecho ni queriendo, dado que estaba más borracho de lo que creo que yo he estado en toda mi vida. Tenía sesenta años y estaba inconsciente, el alcohol le chorreaba por todas las partes de su cuerpo, y la cabeza le colgaba tanto sobre el pecho que casi dudabas que existiese una columna vertebral que lo mantuviese unido.

El otro hombre era más joven, moreno, y vestía una camiseta y un pantalón caqui. Me miró una vez, de la cabeza a los pies y luego al revés, y luego continuó haciendo sonar los huesos de las muñecas y los nudillos mientras yo levantaba al borracho de la silla y lo depositaba, sin mucha gentileza, en un rincón. Me senté delante de Camiseta y cerré los ojos.

—¿Alemán?

No sé cuánto tiempo había dormido porque también me habían quitado el reloj —presumiblemente, ante la idea de que consiguiese encontrar la manera de ahorcarme con la pulsera—, pero el hormigueo en las nalgas sugería por lo menos un par de horas.

El borracho se había marchado, y Camiseta estaba ahora en cuclillas a mi lado.

—¿Alemán? —repitió.

Negué con la cabeza y cerré los ojos de nuevo mientras tomaba una última bocanada de mí mismo antes de convertirme en otra persona.

Oí cómo Camiseta se rascaba. Un rascado lento y concienzudo.

—¿Norteamericano?

Asentí, siempre con los ojos cerrados, y experimenté un curioso momento de paz. Resultaba muchísimo más fácil ser otra persona.

Retuvieron a Camiseta durante cuatro días, y a mí, diez. No se me permitía afeitarme o fumar, y el comer era algo frenéticamente desalentado por el maestro cocinero. Me interrogaron un par de veces por la amenaza de bomba en el vuelo desde Londres, y me pidieron que mirase unas fotos —empezamos con dos o tres, y después, cuando comenzaron a perder interés, álbumes enteros de malhechores—, pero me lucí no mirándolas, e intenté bostezar cada vez que me abofeteaban.

La décima noche me llevaron a una habitación blanca, me fotografiaron desde cien ángulos diferentes, y después me devolvieron el cinturón, los cordones y el reloj. Incluso me ofrecieron una maquinilla de afeitar. Pero como el mango parecía más afilado que la hoja y la barba parecía ayudarme en la metamorfosis, la rechacé.

En el exterior era de noche, una noche fría y oscura, y para colmo llovía, pero sin muchos ánimos, digamos que sólo para tocar las narices. Caminé lentamente, como si no me importase la lluvia, o nada de lo que pudiese ofrecer la vida en este mundo, y recé para no tener que esperar mucho.

No tuve que esperar en absoluto.

Era un Porsche 911, verde oscuro, y no era necesario ser muy listo para verlo, porque los Porsche eran tan raros como yo en las calles de Praga. Se arrastró a mi vera durante unos cien metros, después se decidió, aceleró hasta el final de la calle y se detuvo. Cuando me faltaban unos diez metros para alcanzarlo, abrieron la puerta del pasajero. Acorté el paso, miré adelante y atrás y me agaché para mirar al conductor.

Tenía unos cuarenta y tantos, la mandíbula cuadrada y el pelo canoso. Los vendedores de Porsche lo habrían presentado alegremente como el «típico dueño de un Porsche», si es que realmente era el propietario, algo muy poco probable si teníamos en cuenta su ocupación.

Por supuesto, en el momento, se suponía que no sabía cuál era su ocupación.

—¿Te llevo? —Podía ser de cualquier parte, y probablemente lo era. Me vio pensar en la oferta, o pensar en él, así que añadió una sonrisa para cerrar el trato. Bonitos dientes.

Miré detrás, donde estaba sentado Camiseta, mejor dicho, plegado en el diminuto asiento trasero. Ahora no llevaba la camiseta, por supuesto, sino una espeluznante cosa púrpura que no tenía pliegues. Disfrutó con mi expresión de sorpresa durante unos momentos, luego me dedicó un gesto —en parte, «Hola»; el resto, «Sube»— y cuando subí, el conductor pisó el acelerador y soltó el embrague, todo en una arrancada muy juguetona que me obligó a hacer filigranas para cerrar la puerta. A los dos les pareció tremendamente divertido. Camiseta, cuyo nombre verdadero claramente no era ni nunca había sido Hugo, me metió un paquete de Dunhill debajo de la nariz, así que cogí uno y apreté hasta el fondo el mechero del coche.

—¿Adónde vas? —preguntó el conductor.

Me encogí de hombros y respondí que quizá al centro, pero que tampoco tenía mucha importancia. Él asintió y continuó canturreando. Creo que era Puccini, o quizá Take That. Me concentré en fumar y no dije nada, como si estuviese aburrido de que me sucediesen estas cosas.

—Por cierto —añadió el conductor al cabo de un rato—, soy Greg.

Sonrió, y pensé para mis adentros: «Por supuesto que lo eres.»

Apartó una mano del volante y me la tendió. Nos dimos la mano, un apretón corto pero amistoso, y luego hice una pausa, sólo para demostrar que a mí no me mandaba nadie y que hablaba cuando quería, no antes.

Al cabo de un rato, me miró. Una mirada firme. No tan amistosa. Así que le respondí:

—Me llamo Ricky.

Segunda parte
DIECISIETE

No puede decirlo en serio.

John McEnroe

Ahora formo parte de un equipo. Un elenco y un actor. Nos han escogido de seis naciones, tres continentes, cuatro religiones, y de ambos sexos. Somos un feliz grupo de hermanos, con una hermana, que también es feliz y tiene su propio cuarto de baño.

Trabajamos duro, jugamos duro, bebemos duro, incluso dormimos duro. En resumen, somos duros. Manejamos las armas de una manera que dice que sabemos manejar armas, y hablamos de política de una manera que dice que hemos adoptado la visión más amplia.

Somos La Espada de la Justicia.

El campamento cambia cada dos semanas, y hasta ahora hemos bebido de los ríos de Libia, Bulgaria, Carolina del Sur y Surinam. No el agua potable, por supuesto, que viene en botellas de plástico y traen en avión dos veces por semana junto con las chocolatinas y los cigarrillos. En este momento, La Espada de la Justicia parece haberse decantado en favor de Badoit, por su «mineralización débil», y por tanto, se acomoda, más o menos, a las facciones de con y sin gas.

No puedo negar que los últimos meses han producido un cambio sustancial en todos nosotros. Las exigencias del entrenamiento físico, el combate sin armas, los ejercicios de comunicaciones, las prácticas de tiro, la planificación táctica y estratégica, todas fueron abordadas al principio con el espíritu de la sospecha y la competitividad. Todo aquello ha desaparecido, me alegra decirlo, y en su lugar florece un auténtico y formidable
esprit de corps.
Hay chistes que finalmente todos comprendemos, después de repetirlos mil veces; hemos tenido relaciones amorosas que han finalizado amigablemente, y hemos compartido el cocinar, felicitándonos los unos a los otros con un coro de asentimientos y abundantes relamidas de labios por nuestras diversas especialidades. La mía, que creo que es una de las más populares, es la hamburguesa con ensalada de patatas. El secreto es el huevo crudo.

Ahora estamos a mediados de diciembre y nos disponemos a viajar a Suiza con la intención de esquiar un poco, relajarnos un poco y matar a un político holandés un poco.

Nos divertimos, vivimos bien, y nos sentimos importantes. ¿Qué más se puede pedir de la vida?

Nuestro líder, hasta donde aceptamos el concepto de liderazgo, es Francisco; Francis para algunos, Cisco para otros, y El Cuidador para mí, en mis mensajes secretos a Solomon. Francisco dice que nació en Venezuela, el quinto de ocho hijos, y que tuvo la polio de pequeño. No veo ninguna razón para dudarlo. Se supone que la polio justifica la raquítica pierna derecha y la teatral cojera, que parece ir y venir de acuerdo con su humor y cuanto piensa pedirte que des o hagas. Latifa dice que es guapo, y supongo que quizá lleva razón, si te van las pestañas de noventa centímetros y la piel aceitunada. Es bajo y musculoso, y si tuviese que buscar a alguien para el papel de Byron, probablemente le daría un toque, porque es un actor absolutamente fantástico.

Para Latifa, Francisco es el heroico hermano mayor: sabio, sensible y comprensivo. Para Bernhard, es el más completo de los profesionales. Para Cyrus y Hugo, es el feroz idealista, para el que nada es suficiente. Para Benjamín, es el insaciable erudito, porque Benjamín cree en Dios y quiere estar seguro de cada paso. Para Ricky, el anarquista de Minnesota con la barba y el acento, Francisco es el aventurero cojonudo, un tío de sexo, amor y rock'n'roll, que se sabe muchas de las canciones de Bruce Springsteen. La verdad es que sabe interpretar todos los papeles.

Si existe un verdadero Francisco, entonces, creo que lo vi un día en un vuelo de Marsella a París. El sistema es que viajamos en parejas pero nos sentamos separados, y que yo estaba seis filas más atrás de Francisco en el asiento de pasillo cuando un niño de cinco años, sentado en los primeros asientos de la cabina, comenzó a llorar. Su madre le quitó el cinturón de seguridad y lo llevaba por el pasillo hacia el lavabo cuando el avión se ladeó ligeramente, y el niño chocó contra el hombro de Francisco.

Francisco le pegó.

No fuerte. No con el puño. Si yo hubiese sido el abogado del caso, quizá podría haber demostrado que no había sido más que un firme empujón para evitar que el niño se cayera. Pero no soy abogado, y no hay duda de que Francisco le pegó. No creo que nadie más lo viese, y el propio niño se sorprendió tanto que dejó de llorar; pero aquella reacción instintiva ante un niño de cinco años me dijo muchas cosas de Francisco.

Aparte de eso, y Dios sabe que todos tenemos un mal día, los siete nos llevamos bastante bien los unos con los otros. Lo juro. Silbamos mientras trabajamos.

La única cosa que creía que acabaría con la armonía, como ha acabado con casi todas las grandes aventuras cooperativas en la historia de la humanidad, sencillamente no se ha materializado. Porque nosotros, La Espada de la Justicia, arquitectos de un nuevo orden mundial y portaestandartes de la causa de la libertad, compartimos sinceramente el hecho de hacer la colada.

Que yo sepa, eso es algo sin precedentes.

El pueblo de Mürren —no hay coches, no hay basura, no hay retrasos en el pago de las facturas— yace a la sombra de tres grandes y famosas montañas: Jungfrau, Mónch y Eiger. Si os interesan las cosas de una naturaleza legendaria, se dice que el Monje (Mónch) dedicó su tiempo a defender la virtud de la Joven (Jungfrau) de los avances del Ogro (Eiger), una faena que realiza exitosamente y al parecer con muy poco esfuerzo desde el período oligoceno, cuando estos tres trozos de roca nacieron gracias a la implacable insistencia geológica.

Mürren es un pueblo pequeño, con muy pocas perspectivas de ser más grande. Dado que sólo es accesible vía helicóptero y el funicular, hay un límite a la cantidad de salchichas y cerveza que se pueden subir para nutrir a los residentes y los visitantes y, a todas luces, los locales prefieren que siga siendo así. Hay tres grandes hoteles, alrededor de una docena de fondas y un centenar de chalets y casas rurales, todos construidos con aquellos techos exageradamente puntiagudos que hacen que todos los edificios suizos den la impresión de que la mayor parte está bajo tierra. Dada la pasión suiza por los refugios atómicos, probablemente sea así.

Aunque el pueblo fue concebido y construido por un inglés, en la actualidad no es un lugar que frecuenten los ingleses. Los alemanes y los austríacos vienen a practicar el senderismo y el ciclismo en verano, y los italianos, los franceses, los japoneses, los norteamericanos, y básicamente cualquiera que hable el lenguaje internacional de las prendas de colorines vienen a esquiar en invierno.

Los suizos vienen todo el año a ganar dinero. Las condiciones para ganar dinero son excelentes de noviembre a abril, con varias tiendas junto a las pistas y
bureaux de change
por todas partes, y hay grandes expectativas —y ya va siendo hora— de que ganar dinero se convierta en un deporte olímpico. Los suizos ya se ven en lo más alto del podio.

Pero hay un detalle en particular para que Mürren le resulte especialmente atractivo a Francisco, porque ésa es nuestra primera salida y todos estamos un poco nerviosillos. Incluso Cyrus, que es el más duro de todos nosotros. Debido a que es un lugar pequeño, suizo, respetuoso con la ley y de difícil acceso, en el pueblo de Mürren no hay policía.

Ni siquiera a tiempo parcial.

Bernhard y yo llegamos por la mañana, y nos alojamos en nuestros respectivos hoteles: él, en el Jungfrau; yo, en el Eiger.

La joven de la recepción examinó mi pasaporte como si nunca hubiese visto uno antes, y tardó veinte minutos en preguntarme la fenomenal lista de cosas que los hoteleros suizos desean saber de ti antes de permitirte dormir en una de sus camas. Creo que me quedé en blanco por un instante con el segundo nombre de pila de mi maestra de geografía, y titubeé claramente con el código postal de la matrona que asistió el nacimiento de mi bisabuela, pero por lo demás, fue coser y cantar.

Deshice las maletas, y me vestí con un chándal naranja, amarillo y lila, que es la prenda que debes llevar en una estación de esquí si no quieres llamar la atención, y después salí del hotel para ir colina arriba hacia el pueblo.

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