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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (25 page)

Los marxistas revolucionarios eran la gran desilusión de Smith, porque la mayoría de ellos habían liado los bártulos, se habían hipotecado y habían contratado seguros de vida a principios de los ochenta, aunque aún quedaba el consuelo de los Brigadas Rojas, que de vez en cuando volvían a reunirse para cantar algunos de los viejos himnos. A Smith no le iba para nada el rollo de Sendero Luminoso y sus homólogos en Centro y Sudamérica. Eran como el jazz para un fan de la Motown, y apenas si valía la pena mencionarlos. Dejé caer un par de preguntas clave sobre el IRA Provisional, pero Smith sonrió enigmáticamente y cambió de tema.

Goldman fue el siguiente, alto y delgado y muy contento de detestar su trabajo. La preocupación de Goldman parecía ser la etiqueta. Tenía una manera correcta y otra incorrecta de hacerlo todo, desde colgar el teléfono a lamer un sello de correos, y no toleraba ninguna desviación. Después de pasar un día con él me sentía como Eliza Doolittle.

Goldman me dijo que, de ahora en adelante, debía responder al nombre de Durrell. Le pregunté si podía escoger mi propio nombre, y me contestó que no. Durrell era el nombre que figuraba en el expediente de Operación Carcoma. Le pregunté si había oído hablar de Tippex, y afirmó que era un nombre ridículo, y que más me valía acostumbrarme a Durrell.

Travis se ocupaba del combate sin armas, y cuando le dijeron que sólo disponía de una hora, exhaló un suspiro, dijo «ojos y genitales» y se marchó.

El último día aparecieron los planificadores; dos hombres y dos mujeres vestidos como banqueros y con grandes maletines. Intenté ligar con las mujeres, pero no estaban por la labor. En cambio, el más bajo de los dos hombres pareció interesado.

El alto, Louis, era el más amistoso de los cuatro, y cargó con el peso de la conversación. Parecía conocer bien su trabajo, sin llegar nunca a decir cuál era, cosa que demuestra lo bien que lo conocía. Me llamó Tom.

Una cosa, y sólo una, resultaba obvia en todo esto. Carcoma no era algo improvisado, y esas personas no se habían sentado el día antes a leer el manual del terrorismo internacional. Ese tren llevaba circulando mucho tiempo antes de que me subieran a mí a bordo.

—¿Kintex significa algo para ti, Tom? —Louis cruzó las piernas y se inclinó hacia mí como un presentador en la tele.

—Nada, Louis. Soy como una tela en blanco. —Encendí otro cigarrillo sólo para cabrearlos.

—Eso está muy bien. Lo primero que debes saber, y supongo que ya lo sabes, es que no quedan idealistas en este mundo.

—Excepto tú y yo, Louis.

Una de las mujeres consultó su reloj.

—Así es, Tom. Tú y yo. Pero los luchadores por la libertad, los libertadores, los arquitectos del nuevo amanecer, ésos se fueron junto con los pantalones pitillo. En la actualidad, los terroristas son empresarios. —Sonó un carraspeo femenino en algún lugar del fondo de la sala—. También empresarias. El terror es una carrera muy prometedora para los chicos y las chicas de hoy. De verdad: grandes perspectivas, cuentas de gastos, retiro a los cincuenta... Si tuviese un hijo, le diría que escogiese entre la abogacía y el terrorismo, y seamos sinceros, quizá el terrorismo sea menos dañino.

Era un chiste.

—Quizá te preguntes de dónde viene el dinero. —Me miró con las cejas enarcadas y me apresuré a asentir—. Tenemos a los malos, los sirios, los libios, los cubanos, que aún siguen considerando el terror como una industria estatal. Firman grandes cheques, y si el resultado es que un ladrillo rompe una ventana en una embajada norteamericana, se ponen contentos. Pero en los últimos diez años, han pasado a un segundo plano. En la actualidad, lo importante es el beneficio, y cuando se trata de beneficio, todos los caminos llevan a Bulgaria.

Se sentó en su silla, que fue la señal para que se adelantase una de las mujeres y leyera de una carpeta, aunque obviamente se sabía el discurso de corrido y sólo empleaba la carpeta como un apoyo.

—Kintex es, en apariencia, una empresa estatal de importación y exportación radicada en las afueras de Sofía; en ella trabajan quinientas veintinueve personas. Encubiertamente, Kintex controla casi el ochenta por ciento del narcotráfico entre Oriente Medio, Europa Occidental y Estados Unidos, con frecuencia a cambio del envío de armas legales e ilegales que se revenden a los grupos insurgentes de Oriente Medio. La heroína se revende a redes de traficantes escogidas de Europa Central y Occidental. El personal involucrado en estas operaciones es, en su mayoría, no búlgaro, pero disponen de almacenes y alojamiento en Varna y Burgas en el mar Negro. Kintex, con el nombre de Globus, también participa en el blanqueo de dinero del narcotráfico de toda Europa. Cambian el dinero por oro y piedras preciosas, y redistribuyen los fondos a sus clientes a través de una serie de operaciones comerciales en Turquía y Europa Oriental.

Miró a Louis para saber si él quería escuchar algo más, pero Louis me miró a mí, vio que comenzaba a alucinar y sacudió la cabeza con mucha discreción.

—Unos tipos encantadores, ¿verdad? —comentó—. También son quienes le dieron una pistola a Mehmet Alí Agca. —Eso tampoco significaba nada para mí—. Disparó contra el papa Juan Pablo II en 1981. Unos cuantos periódicos hablaron de él.

Dije «Ah, sí», y sacudí la cabeza para demostrar cuan impresionado me sentía.

—Kintex es un lugar muy visitado, Tom. Si quieres montar un cirio en algún lugar del mundo, destruir unos cuantos países, acabar con unos cuantos millones de vidas, no tienes más que coger la tarjeta de crédito y presentarte en Kintex. Ofrecen los mejores precios del mercado.

Louis sonreía, pero adiviné que por dentro ardía por la indignación. Así que miré en derredor, y comprobé que los otros tres estaban imbuidos del mismo celo.

—Supongo que Kintex —dije, con el desesperado deseo de oírlos responder que no— es la empresa con la que trataba Alexander Woolf.

—Sí —contestó Louis.

Y fue entonces cuando comprendí, en un horrible momento, que ninguna de esas personas, ni siquiera Louis, tenía la más mínima idea de lo que era en realidad Estudios para Graduados, o el verdadero objetivo de la Operación Carcoma. Esas personas creían sinceramente que luchaban a cara descubierta contra el narcoterrorismo, o el terronarcotráfico, o como demonios lo llamasen, en nombre de un agradecido Tío Sam y Tía Resto del Mundo. Ésta era una legítima operación de la CÍA donde no había ningún as en la manga. Me meterían en un grupo terrorista de segunda división con la clara y pura ilusión de que podría acercarme a algún teléfono público en cualquiera de mis noches libres y dictarles una larga lista de nombres y direcciones.

Unos instructores ciegos me estaban enseñando a conducir, y ese descubrimiento hizo que me estremeciera ligeramente.

Me explicaron el plan de infiltración y me hicieron repetir cada etapa un millón de veces. Creo que, por el hecho de ser yo inglés, les preocupaba que fuese incapaz de retener más de un pensamiento en mi cabeza a la vez, y cuando vieron que lo captaba todo con mucha facilidad, se palmearon mutuamente la espalda y dijeron: «Buen trabajo.»

Después de una repugnante cena de albóndigas y lambrusco servida por un atribulado Sam, Louis y sus cofrades recogieron sus maletines, me estrecharon la mano y sacudieron sus cabezas significativamente antes de subir a sus coches y marcharse por el camino de adoquines amarillos. No agité la mano.

En cambio, les dije a los Carl que iba a dar un paseo y crucé el jardín hasta la parte de atrás de la casa, donde había un prado que bajaba hasta el río y se disfrutaba de una hermosa vista del Támesis.

La noche era cálida, y en la ribera opuesta aún se paseaban parejas de jóvenes enamorados y personas mayores con sus perros. Había unos cuantos veleros fondeados y el agua chapoteaba suavemente contra sus cascos, y las luces en sus ventanas resplandecían con un cálido y acogedor color amarillo. Los tripulantes reían, y yo olía el olor de la sopa de bote.

Estaba hundido en la mierda hasta las orejas.

Barnes llegó poco después de la medianoche, y tenía un aspecto muy diferente del de nuestro primer encuentro. Habían desaparecido las prendas de Brooks Brothers, y ahora parecía estar dispuesto a lanzarse a la selva nicaragüense con el estallido de la primera bomba. Pantalón caqui, camisa de sarga verde oscuro, botas Red Wing, y un reloj de aspecto militar con correa de tela había reemplazado al Rolex. Tuve la sensación de que sólo necesitaría la más nimia de las excusas para ponerse delante del espejo y untarse la cara con pintura de camuflaje. Las arrugas se habían convertido en surcos insondables.

Despidió a los Carl y nos acomodamos en la sala, donde sacó del macuto una botella de Jack Daniels, un cartón de Marlboro y un Zippo con pintura de camuflaje.

—¿Cómo está Sarah? —pregunté.

Sonó a pregunta idiota, pero había que formularla. Después de todo, ella era la razón por la que hacía todo aquello, y si resultaba ser que aquella mañana había muerto arrollada por un autobús o de malaria, yo quedaba automáticamente fuera de todo eso. No es que Barnes fuese a decírmelo si la había palmado, pero quizá obtendría alguna pista por la expresión de su rostro cuando respondiese.

—Bien. Está bien. —Sirvió dos copas de bourbon y empujó una en mi dirección por el suelo de parquet.

—Quiero hablar con ella. —Ni parpadeó—. Necesito saber que está bien. Viva y entera.

—Le digo que está bien. —Bebió un sorbo.

—No soy sordo. Pero usted es un psicópata y su palabra no vale una mierda.

—Yo también lo quiero mucho, Thomas.

Estábamos el uno delante del otro, bebíamos y fumábamos, pero la atmósfera distaba mucho de ser la ideal entre el agente y su controlador, y se deterioraba por momentos.

—¿Sabe cuál es su problema? —preguntó Barnes, pasado un tiempo prudencial.

—Conozco mi problema perfectamente. Se viste con prendas que compra por correo, y ahora mismo lo tengo sentado delante de mí.

Fingió no haberme oído. Quizá no lo había hecho.

—Su problema, Thomas, se reduce a que usted es británico. —Comenzó a rotar la cabeza con unos movimientos muy extraños. De vez en cuando se oía el chasquido de un hueso del cuello, lo que parecía producirle placer—. Su problema es el mismo que tiene toda esta mierda de isla dejada de la mano de Dios.

—Espere un momento —protesté—. Pare el carro. Eso no me cuadra. No puede ser que un gilipollas norteamericano me esté diciendo qué no funciona en este país.

—No tienen huevos, Thomas. Usted no los tiene. Este país no los tiene. Quizá los tuvieron una vez y los perdieron. No lo sé, ni me importa.

—Vamos, Rusty, tenga cuidado. Debo advertirle que, por aquí, cuando las personas hablan de tener «huevos», se refieren a coraje. No tiene el significado norteamericano de ser un bocazas y de que se te ponga la picha dura cada vez que dicen «Delta», «ataque» y «patadas en el culo». Aquí hablamos de una importantísima diferencia cultural. Por diferencia cultural —añadí, porque debo admitir que se me había alterado un poco la sangre—, no nos referimos a una divergencia de valores. Nos referimos a que te follen con un cepillo de alambre.

Se echó a reír. Una reacción que no esperaba. Una gran parte de mí había esperado que intentase golpearme, de tal forma que yo pudiese destrozarle la nuez con el canto de la mano y arrojarlo al río con la satisfacción del deber cumplido.

—Bueno, Thomas —manifestó—, espero que ahora que hemos distendido un poco el ambiente se sienta mejor.

—Mucho mejor, gracias.

—Yo también.

Se levantó para llenarme la copa y después dejó caer sobre mi regazo los cigarrillos y el mechero.

—Thomas, le seré sincero. Ahora mismo no puede ver a Sarah Woolf ni tampoco hablar con ella. No es posible. Pero, al mismo tiempo, no espero que mueva ni un solo dedo por mí hasta que la haya visto. ¿Qué le parece? ¿Es bastante justo?

Bebí un sorbo y saqué un cigarrillo del paquete.

—No la tienen, ¿verdad?

Se rió de nuevo. Tendría que hacer algo al respecto, porque me tocaba mucho las narices.

—Yo nunca he dicho que la tuviésemos, Thomas. ¿Qué se había creído, que la teníamos atada a la pata de la cama? Venga, un poco de fe. Nos ganamos la vida con esto. —Volvió a sentarse y empezó de nuevo a retorcerse el cuello. Deseé de todo corazón poder ayudarlo—. Sarah está donde podemos buscarla si la necesitamos. Ahora mismo, a la vista de que se comporta como todo un caballerito inglés, no es necesario. ¿Vale?

—No, no vale. —Aplasté la colilla y me levanté. A Barnes no pareció importarle—. Quiero verla, asegurarme de que está bien, o no haré nada de esto. No sólo no lo haré, sino que incluso podría matarlo únicamente para dejar bien claro hasta qué extremo no lo haré. ¿Vale?

Comencé a moverme lentamente hacia él. Supuse que quizá llamaría a los Carl, pero no me preocupó. Si llegábamos a eso, yo sólo necesitaría unos pocos segundos, mientras que los Carl tardarían más o menos una hora en poner en marcha sus ridículos puntapiés voladores. Entonces comprendí por qué se mostraba tan relajado.

Había metido la mano en el maletín a su lado, y al sacarla vi un destello metálico gris. Era una arma grande, y la sostenía retajadamente por encima de la entrepierna en dirección a mi tripa, a una distancia de unos dos metros.

—Vaya, vaya, veo que está a punto de tener una erección, señor Barnes. ¿No es eso que tiene en el regazo un Colt Delta Élite?

Esta vez no respondió. Sólo me miró.

—Diez milímetros. Una arma para personas que tienen un pene pequeño o muy poca fe en su capacidad para hacer diana. —Me preguntaba cómo lo haría para recorrer los dos metros sin que él me dejase tieso. No iba a ser fácil, pero era posible, siempre que uno tuviese huevos. Antes y después del acontecimiento.

Debió de adivinar mis pensamientos, porque amartilló el arma. Muy lentamente. Debo admitir que se oyó un clic muy satisfactorio.

—¿Sabe lo que es una bala Glaser, Thomas? —Lo preguntó muy suavemente, casi en un tono soñador.

—No, Rusty, no sé lo que es una bala Glaser. Me suena a una oportunidad para que me mate de aburrimiento en lugar de dispararme. Usted mismo.

—Una bala Glaser, Thomas, es como una taza hecha de cobre. Llena con plomo en teflón líquido. —Esperó a que lo digiriera, consciente de que sabía el significado—. En el momento del impacto, está garantizado que la Glaser transmitirá el noventa y cinco por ciento de su energía al objetivo. Nada de atravesarlo, nada de rebotes, sólo un terrible puñetazo. —Hizo una pausa para beber un sorbo de bourbon—. Unos agujeros grandes, muy grandes en su cuerpo.

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