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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (23 page)

Así que, si no tenemos intención de ponernos de rodillas y dar gracias cada vez que nos libramos de un desastre, no tiene sentido lamentarse cuando nos pilla. A nosotros, o a cualquiera. Porque no lo comparamos con nada.

En cualquier caso, todos estamos muertos, o no hemos nacido, y todo esto no es más que un sueño.

Vale, ya está. Ése es el lado divertido.

CATORCE

Así, ahora la libertad rara vez despierta, el único latido que da

es cuando se rompe algún corazón indignado, para demostrar que todavía vive.

Tomás Moro

Había dos cosas aparcadas en mi calle que no había esperado ver a mi regreso. Una era mi Kawasaki, abollada y ensangrentada, pero por lo demás en un estado razonable. La otra era un TVR rojo brillante.

Ronnie dormía al volante, tapada con un abrigo hasta la nariz. Abrí la puerta del pasajero y me senté a su lado. Levantó la cabeza y me miró de reojo.

—Buenas —dije.

—Hola. —Parpadeó varias veces y miró la calle—. Dios, ¿qué hora es? Estoy helada.

—La una menos cuarto. ¿Quieres entrar?

Lo pensó.

—Eso es ser muy directo, Thomas.

—¿Muy directo? Bueno, eso depende, ¿no? —Abrí la puerta de nuevo.

—¿De qué?

—De si has conducido hasta aquí, o yo he reconstruido mi calle alrededor de tu coche.

Lo pensó un poco más.

—Mataría por una taza de té.

Nos sentamos en la cocina sin decir gran cosa, ocupados en tomar el té y fumar. La mente de Ronnie estaba en otras cosas, y a ojo de buen cubero diría que había estado llorando. Eso, o había intentado maquillarse con un rodillo. Le ofrecí un whisky pero no le interesó, así que me serví las últimas cuatro gotas e intenté hacerlas durar. Quería concentrarme en ella, y sacar a Lucas, Barnes y Murdah de mi mente, porque se la veía alterada y se encontraba en la habitación. Los demás, no.

—Thomas, ¿puedo preguntarte algo?

—Por supuesto.

—¿Eres gay?

Vale. Se supone que comienzas hablando de películas, obras de teatro, esa clase de cosas. No, la primera en el hígado.

—No, Ronnie, no soy gay. ¿Lo eres tú?

—No.

Miró el fondo de la taza. Pero yo uso bolsitas, así que allí no encontraría ninguna respuesta.

—¿Qué ha pasado con aquel...? ¿cómo se llamaba? —pregunté, y encendí un cigarrillo.

—Philip. Duerme, ó está en alguna parte. No lo sé. Tampoco me importa mucho.

—Venga, Ronnie. Creo que sólo lo dices por decir.

—No, de verdad. Philip me importa un carajo.

Siempre hay algo extrañamente grato en escuchar a una mujer bien hablada decir palabrotas.

—Habéis reñido.

—Hemos acabado.

—Habéis reñido, Ronnie.

—¿Puedo dormir contigo esta noche?

Parpadeé. Después, para asegurarme de que no lo había imaginado, parpadeé de nuevo.

—¿Quieres dormir conmigo?

—Sí.

—¿No te refieres a simplemente dormir al mismo tiempo que yo, sino a dormir en la misma cama?

—Por favor.

—Ronnie...

—No me desnudaré si no quieres. Thomas, no hagas que vuelva a pedírtelo, por favor. Es muy malo para el ego de una mujer.

—Y muy bueno para el de un hombre.

—Oh, cállate. —Ocultó el rostro en la taza—. Ahora mismo ya no quiero.

—¡Ja!—exclamé.

Al final, nos levantamos y fuimos al dormitorio.

Sucedió que ella no se desnudó, y yo tampoco. Yacimos el uno al lado del otro en la cama y miramos el techo durante un rato, y cuando decidí que el rato ya había durado bastante, le cogí una mano. Era tibia, seca y muy agradable de tocar.

«¿En qué piensas?»

Para ser sincero, no recuerdo quién lo dijo primero. Ambos lo dijimos unas cincuenta veces antes del amanecer.

«En nada.»

Eso también lo dijimos mucho.

Ronnie no era feliz, eso estaba claro. No puedo decir que me contó la historia de su vida. Fueron trozos, con grandes huecos entre medio, como cuando eres socio de algún club del libro, pero para la hora en que la alondra apareció para relevar al ruiseñor, ya sabía mucho.

Era la hija mediana, algo que probablemente hará afirmar a muchas personas: «Bueno, eso lo explica todo», pero yo también lo soy, y nunca me ha preocupado mucho. Su padre trabajaba en la City, aprovechándose de los pobres, y sus dos hermanos por arriba y por abajo parecían ir encaminados en la misma dirección. Su madre se había convertido en una fanática de la pesca de altura cuando Ronnie era una adolescente, y desde entonces pasaba seis meses de cada año entregada a su pasión en océanos distantes mientras su padre coleccionaba amantes. Ronnie no dijo dónde.

—¿En qué piensas? —Esta vez, ella.

—En nada. —Yo.

—Venga.

—No lo sé. Sólo... pensaba.

Le sobé un poco la mano.

—¿En Sarah?

Más o menos había sabido que me lo preguntaría. A pesar de haber mantenido deliberadamente mis segundos servicios bien al fondo de la pista y no mencionar a Philip en absoluto, para impedir que subiese a la red.

—Entre otras cosas. Me refiero a personas. —Le apreté la mano suavemente—. Seamos sinceros, apenas la conozco.

—A ella le gustas.

No pude evitar reírme.

—Eso parece astronómicamente improbable. La primera vez que nos vimos creyó que intentaba matar a su padre, y la última vez, dedicó la mayor parte de la velada a querer distinguirme con el premio al más cobarde ante el enemigo.

Me pareció prudente omitir la parte del beso, sólo por el momento.

—¿Qué enemigo?

—Es una historia muy larga.

—Tienes una voz muy bonita.

Volví la cabeza en la almohada y la miré.

—Ronnie, en este país, cuando alguien dice que es una historia muy larga, es una manera cortés de decir que no te la contarán.

Me desperté. Esto sugería la posibilidad de que me había dormido, pero no tenía idea de cuándo había sucedido. En lo único que pensaba era en que el edificio se incendiaba.

Salté de la cama y corrí a la cocina, donde me encontré a Ronnie muy atareada en quemar beicon en una sartén. Las columnas de humo retozaban en los rayos de sol que entraban por la ventana, y BBC 4 farfullaba en algún lugar cercano. Se había puesto mi única camisa limpia, algo que me enfadó un poco, porque la reservaba para alguna ocasión especial, como la mayoría de edad de mi nieto, pero le quedaba de maravilla, así que lo dejé correr.

—¿Cómo te gusta el beicon?

—Crujiente —mentí, mientras miraba por encima de su hombro. No podía decir otra cosa.

—Puedes preparar café si te apetece —añadió, y siguió quemando el beicon.

—Café, vale.

Comencé a abrir un bote de café instantáneo, pero Ronnie murmuró una reprobación y señaló el aparador donde el hada de la compra había venido durante la noche para dejar toda clase de cosas buenas.

Abrí la nevera y vi la vida de otra persona: huevos, leche, yogur, filetes, leche, mantequilla, dos botellas de vino blanco... Cosas que nunca había visto en ninguna de mis neveras a lo largo de treinta y seis años. Llené la tetera y la puse en marcha.

—Tendrás que dejarme pagar por todo esto —dije.

—Sí, y qué más. —Intentó cascar un huevo con una sola mano contra el borde de la sartén con el consecuente estropicio.

—¿No tendrías que estar en la galería? —pregunté mientras echaba cucharadas de Melford's Dark Roasted Breakfast Blend en la cafetera. Todo eso era muy extraño.

—He llamado. Le he dicho a Terry que se me ha averiado el coche; me he quedado sin frenos y no sé cuánto tardaré en llegar.

Consideré la verosimilitud de la información.

—De haberte quedado sin frenos, entonces tendrías que haber llegado más temprano, ¿no?

Se echó a reír y me sirvió un plato de algo negro, blanco y amarillo. Tenía un aspecto repugnante y un sabor delicioso.

—Gracias, Thomas.

Caminábamos por Hyde Park, sin ir a ninguna parte en particular, a ratos cogidos de la mano, y otros no, como si cogerse de las manos tampoco fuese para tanto. El sol había venido a pasar el día a la ciudad y Londres tenía un aspecto maravilloso.

—¿Gracias, por qué?

Ronnie miró al suelo y pateó algo que probablemente no estaba allí.

—Por no intentar hacerme el amor anoche.

—No se merecen.

En realidad, no sé qué esperaba que le dijese, o incluso si ése era el principio o el final de una conversación.

—Gracias por las gracias —añadí, cosa que lo hizo sonar más como un final.

—Oh, cállate.

—No, en serio. Te lo agradezco mucho. Ni siquiera lo intento y cada día hago el amor con millares de mujeres, y prácticamente nunca he oído un gemido de ellas. Es un cambio agradable.

Paseamos un poco más. Una paloma voló hacia nosotros y luego se apartó en el último momento, como si de pronto hubiese descubierto que no éramos quienes creía que éramos. Un par de caballos pasaron al trote por Rotten Row, cargados con unos hombres con chaquetas de
tweed;
probablemente de la Household Calvary. Los caballos parecían muy inteligentes.

—¿Tienes a alguien, Thomas? —preguntó Ronnie—. ¿Ahora?

—Supongo que hablas de mujeres.

—Precisamente. ¿Duermes con alguna?

—¿Por dormir con, te refieres...?

—Responde a la pregunta inmediatamente o llamaré a un policía. —Sonreía. Por mí. La hacía sonreír, y eso me producía una sensación agradable.

—No, Ronnie, ahora mismo no duermo con ninguna mujer.

—¿Hombres?

—Tampoco. Ni con animales, o cualquier árbol conífero.

—¿Por qué no, si no te importa que te lo pregunte? Si te importa, me da lo mismo.

Exhalé un suspiro. En realidad, yo tampoco sabía la respuesta, pero decirle eso no me salvaría. Comencé a hablar sin tener una idea clara de lo que saldría.

—Porque el sexo causa más infelicidad que placer. Porque los hombres y las mujeres quieren cosas diferentes, y uno de ellos siempre acaba desilusionado. Porque no me piden mucho, y detesto pedirlo yo. Porque no soy muy bueno en la materia. Porque estoy acostumbrado a estar solo. Porque no se me ocurre ninguna otra razón. —Hice una pausa para respirar.

—De acuerdo —dijo Ronnie. Se volvió y caminó hacia atrás para poder verme bien el rostro—. ¿Cuál de todas es la verdadera?

—La B —respondí, después de pensarlo un poco—. Queremos cosas diferentes. Los hombres quieren disfrutar del sexo con una mujer. Después con otra, y otra. Luego quieren comer cereales y dormir un rato, y a continuación quieren acostarse con otra mujer y otra, hasta que mueren. Las mujeres —y pensé que valía la pena escoger bien las palabras al describir un género al que no pertenecía— quieren una relación. Quizá no la consiguen, o quizá tienen que acostarse con muchos hombres antes de conseguirla, pero en última instancia es lo que quieren. Ésa es la meta. Los hombres no tienen metas. Me refiero a las naturales. Así que se las inventan y las colocan al final de una pista de atletismo, y después inventan el atletismo, o se meten en peleas, intentan hacerse ricos, comienzan guerras, o se inventan un montón de cosas rematadamente idiotas para compensar el hecho de que no tienen metas de verdad.

—Y un cojón —afirmó.

—Ésa, por supuesto, es otra diferencia fundamental.

—¿Sinceramente crees que yo querría tener una relación contigo?

Difícil. Directa al grano, voy a tener que esmerarme en la respuesta.

—No lo sé, Ronnie. No puedo saber lo que tú quieres de la vida.

—Otro cojón. Tienes que cogerte a algo.

—¿A ti?

Ronnie se detuvo y después sonrió.

—Eso ya está mucho mejor.

Encontramos un teléfono público y Ronnie llamó a la galería. Les dijo que se sentía absolutamente agotada por el estrés provocado por la avería, y que necesitaría descansar durante el resto de la tarde. Luego nos montamos en el coche y nos fuimos a comer a Claridges.

Tenía claro que en algún momento me vería en la obligación de contarle a Ronnie algo de lo que había pasado, y algo de lo que yo creía que iba a pasar. Probablemente tendría que mentir un poco, por mi bien y por el suyo, y también incluiría hablar de Sarah (que era la razón por la que lo demoraba todo lo que podía).

Ronnie me gustaba mucho. Quizá si ella hubiese sido la damisela en apuros, prisionera en el castillo negro en la negra montaña, me habría enamorado de ella. Pero no lo estaba. La tenía al otro lado de la mesa, ocupada en pedir un lenguado y una ensalada de rúcula, mientras un cuarteto de cuerda vestido con el traje nacional austríaco interpretaba algo de Mozart en el vestíbulo detrás de nosotros.

Miré en derredor con mucho disimulo para saber dónde podían estar mis perseguidores, y consciente de que ahora podría haber más de un equipo. No había cerca ningún candidato obvio, a menos que a la CÍA le hubiese dado por reclutar a viudas setentonas con el aspecto de haberse volcado sobre sus rostros un par de paquetes de harina con levadura.

En cualquier caso, me preocupaba menos que me siguieran a que me escuchasen. Habíamos escogido el Claridge al azar, para no darles la oportunidad de colocar micrófonos espías. Daba la espalda al resto del salón, cosa que inutilizaba a los micrófonos direccionales. Serví sendas copas del muy bebible Pouilly-Fuissé que había escogido Ronnie y comencé a hablar.

Empecé por decirle que el padre de Sarah estaba muerto, y que yo lo había visto morir. Quería acabar cuanto antes con la peor parte, hundirla en un pozo y después sacarla lentamente, para darle a su coraje el tiempo que necesitaba para entrar en funcionamiento. Tampoco quería que creyese que yo tenía miedo, porque eso no nos hubiese ayudado a ninguno de los dos.

Se lo tomó bien. Mejor que el lenguado, que se quedó tal cual en el plato con una mirada de «¿He dicho algo malo?» en el ojo, hasta que un camarero se lo llevó.

Para cuando terminé, el cuarteto de cuerda se había librado de Mozart en favor de la banda sonora de
Superman,
y la botella de vino estaba boca abajo en el cubo. Ronnie contempló el mantel y frunció el entrecejo. Sabía que ella deseaba salir y llamar a alguien, golpear algo, o gritar a voz en cuello que el mundo era un lugar horrible y cómo podían todos seguir comiendo, comprando y riendo como si no lo fuese. Lo sabía porque era exactamente lo que deseaba hacer desde el momento en que había visto volar a Alexander Woolf a través de una habitación por obra de un idiota con una arma. Cuando finalmente habló, la rabia le hacía temblar la voz.

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