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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (21 page)

—Hay dos cosas que hay que señalar en su bonito discurso, Lang —replicó Barnes después de una larga pausa—. Una, ninguno de los dos vive en una democracia. Votar cada cuatro años no es lo mismo que la democracia. En absoluto. Y dos, ¿quién ha dicho nada de llenarse los bolsillos?

—Vaya, por supuesto. —Me di una palmada en la frente—. No me había dado cuenta. Va a entregar todo el dinero de la venta de esas armas a Unicef. Es un extraordinario acto de filantropía, y yo sin enterarme. Alexander Woolf estará encantado. —Comenzaba a apartarme un poco de la aproximación tranquila—. Oh, pero espere un minuto, si están despegando sus intestinos de una pared de la City... Puede que no se muestre tan efusivo en su agradecimiento como le gustaría. Usted, señor Barnes —declaré, y llegué al extremo de señalarlo con el dedo—, necesita que le quiten la mierda de la cabeza.

Me aparté para dirigirme al río. Los dos Carl con auriculares se prepararon para cortarme el paso.

—¿Adonde cree que va la pasta, Lang? —Barnes no se había movido, sencillamente habló un poco más alto. Me detuve—. Cuando un playboy árabe se deja caer por el valle de San Martín y compra cincuenta carros de combate M1 Abrams y media docena de F-16, extiende un talón por medio billón de dólares... ¿Adonde cree que va ese dinero? ¿Cree que se lo lleva Bill Clinton? ¿David Gilipollas Letterman? ¿Adonde va?

—Por favor, dígamelo usted.

—Se lo diré. Aunque ya lo sabe. Va al pueblo norteamericano. Doscientos cincuenta millones de personas se quedan con ese dinero.

Hice algunos cálculos mentales no muy rápidos. Divido por diez, me llevo dos...

—Reciben dos mil dólares cada uno, ¿no? ¿Cada hombre, cada mujer y cada niño? —Me chupé el labio—. ¿Por qué será que no me suena a verdad?

—Ciento cincuenta mil personas tienen empleo gracias a ese dinero —replicó Barnes—. Con esos empleos mantienen a otras trescientas mil personas. Con el medio billón de dólares, esas personas pueden comprar gasolina, hamburguesas y montones de Nissan Micra. Otro medio millón de personas les venderán los Nissan Miera, y otro medio millón más les repararán los Nissan Miera, lavarán los parabrisas y medirán la presión de los neumáticos. Medio millón más construirán las carreteras para que los putos Nissan Miera circulen, y muy pronto tendrá a doscientos cincuenta millones de buenos demócratas necesitados de que Estados Unidos siga haciendo la única cosa que hace bien: fabricar armas.

Contemplé el río porque la charla de aquel hombre hacía que me flotara la cabeza. Quiero decir, ¿por dónde comienzas?

—Así que, por el bien de todos esos buenos demócratas, un cadáver aquí y otro allá no es algo como para mesarse los cabellos. ¿Es ése su rollo?

—Sí, y ni a uno solo de esos buenos demócratas se le ocurriría decir otra cosa.

—Creo que Alexander Woolf no estaría de acuerdo.

—Vaya, uno.

Continué mirando el río; se veía espeso y cálido.

—Lo digo de verdad, Lang. Es un hombre contra muchos, derrotado por amplia mayoría. Eso es democracia. ¿Quiere saber algo más? —Me volví para mirar a Barnes, que ahora me miraba, con el rostro iluminado por el resplandor de los neones del teatro—. Hay otros dos millones de ciudadanos norteamericanos que todavía no he mencionado. ¿Sabe lo que harán este año?

Caminaba hacia mí lentamente, seguro de sí mismo.

—¿Se convertirán en abogados?

—Morirán. —La idea no pareció perturbarlo en lo más mínimo—. La edad, accidentes de tráfico, leucemia, infartos, peleas, caídas desde las ventanas, o mil cosas más. Dos millones de norteamericanos morirán este año. Dígame, ¿derramará una lagrimita por cada uno de ellos?

—No.

—¿Por qué coño no? ¿Cuál es la diferencia? La muerte es la muerte, Lang.

—La diferencia es que no tendré nada que ver con sus muertes.

—¡Por el amor de Dios, usted fue soldado! —Ahora estábamos cara a cara, y él gritaba todo lo que se podía sin sacar a la gente de la cama—. Lo entrenaron para matar a personas por el bien de sus compatriotas. ¿No es ésa la verdad? —Comencé a responderle, pero no me lo permitió—. ¿Es o no es ésa la verdad? —El aliento le olía extrañamente a dulce.

—Eso no es más que filosofía barata, Rusty. De verdad que sí. Le aconsejo que lea un libro.

—Los demócratas no leen libros, Lang. La gente no lee libros. A la gente le importa una mierda la filosofía. A la gente lo único que le importa, lo único que quiere de su gobierno, es un salario que no deje de crecer todos los años. Si un año no aumenta, se busca otro gobierno. Eso es lo que la gente quiere. Es lo único que quiere. Eso, amigo mío, es la democracia.

Respiré hondo. En realidad respiré hondo varias veces, porque lo que quería hacerle ahora a Russell Barnes podría significar que dejase de respirar por un tiempo considerable.

Él no paraba de mirarme, atento a alguna reacción mía, a alguna debilidad, así que le volví la espalda y me alejé. Los Carl salieron a mi encuentro por ambos lados, pero seguí andando porque tenía claro que no harían nada hasta recibir la señal de Barnes. Después de un par de pasos, quedó claro que la había dado.

El Carl de la izquierda me sujetó por el brazo, pero me solté sin problemas. Le giré la muñeca y tiré hacia abajo con fuerza, y él no pudo hacer más que seguir el movimiento. El otro Carl consiguió rodearme el cuello con un brazo durante un segundo, hasta que le descargué un tremendo taconazo en el empeine y le asesté un puñetazo en todas sus partes. Me soltó, y entonces me encontré entre los dos, que se movían en círculos. Yo me moría de ganas de hacerles daño, tanto daño que nunca, nunca más me olvidarían.

Entonces, repentinamente, como si no hubiese sucedido nada, se apartaron, se arreglaron las chaquetas, y comprendí que Barnes les había dicho algo que yo nunca llegué a oír. Caminó entre los Carl hasta acercárseme mucho.

—Ya nos hemos hecho a la idea, Lang. Está muy cabreado con nosotros. Yo no le caigo nada bien, y eso me parte el corazón. Pero todo esto no viene al caso.

Sacó del paquete otro cigarrillo para él, sin invitarme.

—Si quiere buscarnos las cosquillas, Lang —añadió, mientras soltaba el humo suavemente por la nariz —, lo mejor será que sepa lo que va a costarle.

Miró por encima de mi hombro y le hizo un gesto a alguien.

—Murder —dijo.

Después me sonrió.

«Vaya —pensé—. Esto promete.»

Circulamos por la M4 durante una hora, y salimos, creo, en algún lugar cercano a Reading. Me encantaría poder decir exactamente en qué salida, y los números de las carreteras secundarias que tomamos, pero dado que pasé la mayor parte del viaje tumbado en el suelo del Diplomat con la cara aplastada contra la moqueta, la recogida de información sensorial era un tanto limitada. Si os sirve de ayuda, os diré que la moqueta era azul oscuro y olía a limón.

El coche aminoró la marcha durante los últimos quince minutos del viaje, pero por lo que sé pudo ser por el tráfico, la niebla o la presencia de jirafas en la carretera.

Entonces entramos en un camino de grava, y me dije a mí mismo: «Ya no puede faltar mucho. Podrías recoger la gravilla de la mayoría de los caminos particulares de Inglaterra y a duras penas llenarías un gorro de ducha. Dentro de unos segundos estaré al aire libre y a un grito de una carretera pública.»

Pero ése no era un camino de gravilla normal.

Ése seguía y seguía, y después seguía y seguía. Luego, cuando pensé que girábamos para detenernos y aparcar, seguía y seguía.

Finalmente, nos detuvimos.

Qué va, arrancamos de nuevo y seguimos y seguimos.

Había comenzado a pensar que quizá ése no era en absoluto un camino particular; sencillamente habían diseñado el Lincoln Diplomat, para después fabricarlo con una extraordinaria calidad artesanal, de una manera que se desintegrase en trozos muy pequeños en cuanto sobrepasase el límite de la garantía; quizá todos esos ruidos que atribuía al pedregal no eran más que trozos de carrocería que caían sobre el pavimento.

Luego, por fin, nos detuvimos. Esta vez supe que iba en serio, porque el zapato del cuarenta y cinco que había descansado en mi nuca se sintió con el vigor suficiente para apartarse y bajar del coche. Levanté la cabeza y espié por la puerta abierta.

Era una casa grande; una casa muy grande. Obviamente, al final de un camino como ése, nunca habría una casita de planta y piso; pero, incluso así, ésta era grande. De finales del siglo XIX, pero con cosas anteriores, y mucho francés salpicado. Bueno, no salpicado de cualquier manera, por supuesto, sino amorosamente trabado y apuntado, ingleteado y rebordeado, biselado y acanalado, muy probablemente por los mismos tipos que habían hecho la verja de la Cámara de los Comunes.

Mi dentista tiene infinidad de números atrasados de
Country Life
en su sala de espera, así que tenía una idea aproximada de lo que podía valer la choza. Cuarenta dormitorios, a una hora de Londres. Una cantidad más allá de lo imaginable. En realidad, más allá de poder imaginar lo imaginable.

Sólo por el estímulo mental que representaba, comencé a calcular la cantidad de bombillas que necesitabas para iluminar algo así, cuando un Carl me cogió del cuello de la chaqueta y me sacó del coche, con tanta facilidad como si hubiese sido una bolsa de golf con muy pocos palos dentro.

TRECE

Todo hombre mayor de cuarenta es un bribón.

George Bernard Shaw

Me hicieron pasar a una habitación. Una habitación roja: empapelado rojo, cortinas rojas, alfombra roja. Dijeron que era una sala de estar, pero no sé por qué habían decidido confinar su uso sólo para estar. Obviamente, estar era una de las cosas que se podían hacer en una habitación de ese tamaño; pero también podías montar óperas, hacer carreras de bicicletas, y disfrutar de un emocionante partido de voleibol, todo al mismo tiempo, y sin tener que apartar ni un solo mueble.

Hasta podía llover en una habitación de ese tamaño.

Me mantuve cerca de la puerta durante un rato, miré los cuadros, debajo de los ceniceros, toda esa clase de cosas. Después me aburrí y caminé hacia la chimenea en el otro extremo. A medio camino tuve que hacer un alto y sentarme, porque los años no pasan en vano, y mientras lo hacía, se abrió otra puerta y oí los murmullos de un Carl y un mayordomo vestido con pantalón gris de rayas y una chaqueta negra.

Ambos miraron en mi dirección de vez en cuando, y luego el Carl asintió y salió de la habitación.

El mayordomo comenzó a caminar hacia mí, yo diría que con un cierto desparpajo, y me gritó desde la marca de los doscientos metros:

—¿Le apetece una copa, señor Lang?

No tuve que pensar mucho la respuesta.

—Whisky, por favor.

Eso le enseñaría cuál era su lugar.

En los cien metros, se detuvo delante de una mesa y abrió una cigarrera de plata. Sacó un cigarrillo sin siquiera mirar si había. Lo encendió, y reanudó la marcha.

A medida que se acercaba, vi que tenía unos cincuenta y tantos, apuesto como un hombre que frecuenta los despachos, y que su rostro mostraba una extraña pátina. Los reflejos de las lámparas y los candelabros bailaban en su frente, de tal forma que parecía destellar cuando se movía. Así y todo, sabía que no era el sudor ni ningún aceite; sólo era una pátina.

A falta de diez metros, me sonrió y me tendió la mano, y la mantuvo extendida mientras caminaba, así que antes de darme cuenta, ya me había levantado para recibirlo como a un viejo amigo.

Su apretón era fuerte pero seco. Me sujetó por el codo y me guió de nuevo hasta el sofá, para sentarse a mi lado de una manera que nuestras rodillas casi se tocaban. Si siempre se sentaba así de cerca con los visitantes, entonces debo decir que le sacaba muy poco rendimiento al dinero invertido en esa habitación.

—Morder
[2]
—dijo.

Siguió una pausa. Estoy seguro de que comprenderán la razón.

—¿Perdón?

—Naimh Murdah ——manifestó, y luego me miró pacientemente mientras yo reordenaba la ortografía en mi cabeza—. Un gran placer. Un auténtico placer.

La voz era suave, el acento educado. Tuve la sensación de que podía hacer lo mismo de manera sobresaliente en otra docena de idiomas. Lanzó la ceniza del cigarrillo más o menos en la dirección de un bol, y después se inclinó hacia mí.

—Russell me ha hablado mucho de usted. Debo decir que me he convertido en uno de sus admiradores.

A esa distancia, me encontré capacitado para decir dos cosas del señor Murdah: no era el mayordomo, y la pátina de su rostro era dinero.

No lo causaba el dinero, ni se compraba con dinero. Sencillamente, era dinero. El dinero que había comido, vestido, conducido, respirado, en tales cantidades y durante tanto tiempo, que había comenzado a salirle por los poros de la piel. Quizá no creáis que sea posible, pero el dinero lo había hecho hermoso.

Se rió.

—Sí, mucho. Russell es una persona muy extraordinaria. Muy extraordinaria, desde luego. Pero algunas veces creo que le hace bien sentirse frustrado. Yo diría que tiene una cierta tendencia a la arrogancia. Tengo la sensación de que usted, señor Lang, es bueno para un hombre así.

Ojos oscuros. Increíblemente oscuros. Con bordes oscuros hasta los párpados, que podía haber sido maquillaje pero que no lo era.

—Creo que usted —añadió Murdah, sin dejar de sonreír— frustra a muchas personas. Creo que quizá es por eso por lo que Dios lo ha puesto entre nosotros, señor Lang. ¿Usted qué opina?

Yo me eché a reír. Vete a saber por qué, porque él no había dicho nada gracioso. Pero ahí estaba yo, riéndome como un borracho tontorrón.

Una puerta se abrió en alguna parte y de pronto apareció una bandeja con el whisky entre nosotros, servida por una doncella vestida de negro. Cogimos una copa cada uno, y la doncella esperó mientras Murdah ahogaba el suyo con sifón y yo apenas humedecía el mío. La mujer se marchó sin una sonrisa, o un gesto. Sin emitir sonido alguno.

Bebí un buen trago y me sentí borracho casi antes de haberlo tragado.

—Usted es un traficante de armas —dije.

No sé muy bien qué reacción había esperado, pero había esperado alguna. Creí que se encogería, se ruborizaría, se pondría furioso u ordenaría que me matasen, marque cualquiera de las opciones, pero no hubo nada. Ni siquiera una pausa. Continuó como si hubiese sabido desde siempre lo que iba a decir.

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