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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (9 page)

—Por supuesto. Tengo tres suyos.

Algunas veces tienes que echarle cara al asunto, ¿no?

—¿Tres qué?

Claro que no siempre funciona.

—Pinturas.

—Santo Dios, no sabía que pintara. Sarah —llamó—, ¿sabías que Terence pintaba?

De la otra mitad, llegó la respuesta de una fresca voz norteamericana:

—Terry no ha pintado en toda su vida. Apenas si es capaz de escribir su nombre.

Me volví en el preciso instante en que Sarah Woolf cruzaba el umbral, inmaculada con su traje chaqueta, y precedida por la suave ola de Fleur de Fleurs. Pero no me miraba a mí. Miraba hacia el frente de la galería.

Me giré para seguir su mirada y vi a McCluskey en la puerta.

—Pues este caballero afirma que tiene tres... —dijo la rubia, incapaz de contener la risa.

McCluskey se acercaba rápidamente a Sarah, con la mano derecha deslizándose sobre el pecho hacia el interior de la chaqueta. Aparté a la rubia con el brazo derecho, la oí decir algo cortés, y al mismo tiempo McCluskey volvió la cabeza hacia mí.

En el momento en que giraba el cuerpo, lancé un puntapié contra su barriga, y él tuvo que bajar la mano derecha para pararlo. El puntapié alcanzó el objetivo, y por un segundo, los pies de McCluskey perdieron el contacto con el suelo. Él adelantó la cabeza en un intento de llevar aire a los pulmones, y me deslicé por detrás para rodearle el cuello con el brazo izquierdo. La rubia gritaba «Oh, Dios mío» con un acento muy distinguido, y procuraba llegar al teléfono, pero Sarah permaneció inmóvil, los brazos rígidos a los lados. Le grité que corriese, pero no me oyó, o no quiso escucharme. Mientras aumentaba la presión alrededor del cuello de McCluskey, él intentó meter los dedos entre el pliegue de mi codo y su garganta. Pues iba listo.

Apoyé el codo derecho en el hombro de McCluskey y la mano derecha en la nuca. Mi mano izquierda encajó en el pliegue de mi codo derecho y lo conseguí: el modelo en la ilustración (c) del capítulo titulado «Rotura de cuellos: los pasos básicos».

Mientras McCluskey pataleaba y se retorcía, moví el antebrazo izquierdo hacia atrás y mi mano derecha hacia adelante, y él dejó de patalear casi en el acto. Dejó de patalear porque de pronto supo lo que yo sabía y quería que supiese: que con un poco más de presión, podía acabar con su vida.

No tengo la plena certeza, pero creo que fue entonces cuando se disparó un arma.

No recuerdo la sensación de haber recibido un balazo. Sólo el ruido de la detonación en la galería, y el olor a quemado de lo que fuese que ponían actualmente en los cartuchos.

En un primer momento creí que Sarah le había disparado a McCluskey, y comencé a maldecirla porque ahora lo tenía todo controlado, y además, le había dicho que se largase. Entonces pensé: «Caray, debo de estar sudando cantidad, porque noto cómo el sudor me corre por las costillas y se amontona en el cinturón.» La miré y comprendí que se disponía a disparar de nuevo, o quizá ya lo había hecho. McCluskey se había soltado y yo parecía estar cayendo de espaldas contra una de las pinturas.

—Maldita idiota —creo que dije—. Estoy de su lado. Éste es el tipo... el... él es... quien quiere matar a su padre. Joder.

El «joder» fue porque las cosas parecían deformarse. La luz, el sonido, la acción.

Sarah se encontraba a mi lado, y supongo, quizá, que si las circunstancias hubiesen sido diferentes, estaría disfrutando con la visión de sus piernas. Pero no eran diferentes. Eran las mismas, y lo único que veía ahora era el arma.

—Eso sería muy extraño, señor Lang. Podría haberlo hecho en casa. —De pronto me sentí más perdido que un pulpo en un garaje. Las cosas no iban bien, qué va, nada bien, y el entumecimiento en mi lado izquierdo no era moco de pavo. Sarah se arrodilló a mi lado y apoyó el cañón de la pistola debajo de mi barbilla—. Éste —dijo, y señaló con el pulgar a McCluskey— es mi padre.

Como no recuerdo nada más, asumo que perdí el conocimiento.

—¿Cómo se encuentra?

Es una de las preguntas de rigor cuando estás tendido en una cama de hospital, pero habría preferido que me la hubiese evitado. Mis sesos estaban revueltos hasta el punto en que sueles llamar al camarero y pides que te devuelvan el dinero, y habría sido mucho más sensato que yo le hubiese preguntado a ella cómo me encontraba. Pero era una enfermera, y por tanto era poco probable que intentase matarme, así que decidí que por el momento me caía bien.

Con un tremendo esfuerzo, despegué los labios y gemí:

—Bien.

—Eso es bueno. El doctor vendrá a verlo dentro de un rato. —Me palmeó el dorso de la mano y desapareció.

Cerré los ojos por unos momentos, y cuando los abrí de nuevo era de noche. A mi lado había una chaqueta blanca, y a pesar de que su propietario se veía lo bastante joven como para ser el director de mi sucursal bancaria, sólo pude deducir que era un médico. Me devolvió la muñeca, aunque no había sido consciente de que hubiese estado sujetándola, y anotó algo en una carpeta.

—¿Cómo se encuentra?

—Bien.

Continuó escribiendo.

—Pues no tiene motivos para estarlo. Le han disparado. Ha perdido una gran cantidad de sangre, pero eso no es un problema. Tuvo suerte. Pasó por la axila. —Hizo que sonase como si todo hubiese sido una estupidez de mi parte, y no le faltaba razón.

—¿Dónde estoy?

—En un hospital.

Se marchó.

Más tarde, entró una mujer muy gorda con una mesa con ruedas, y dejó un plato con algo marrón y maloliente en una mesa a mi lado. No pude recordar qué le había hecho a aquella mujer, pero seguramente debía de ser algo muy malo.

Sin duda acabó por comprender que se había excedido, porque media hora más tarde reapareció y se llevó el plato. Antes de marcharse me dijo dónde estaba: en el pabellón William Hoyle del hospital Middlesex.

Mi primer visitante oficial fue Solomon. Entró, con el aspecto de un ser sólido y eterno, se sentó en el borde de la cama y arrojó una bolsa con uvas sobre la mesa.

—¿Cómo se encuentra?

No había duda de que todos estaban siguiendo el mismo guión.

—Me encuentro exactamente como si me hubiesen disparado, estuviese en un hospital donde pretenden salvarme, y con un policía judío sentado sobre mi pie. Movió su peso un poco más allá.

—Me han dicho que ha tenido suerte, amo.

Me comí una uva.

—¿Cuánta suerte concretamente?

—Como a unos cinco centímetros de su corazón.

—O a unos cinco centímetros de que no me hubiesen dado. Depende del punto de vista.

Asintió mientras lo consideraba.

—¿Cuál es el suyo? —preguntó, al cabo de un rato.

—¿Cuál es mi qué?

—Punto de vista.

Nos miramos el uno al otro.

—Que Inglaterra debería jugar un cuatro-dos-cuatro contra Holanda.

Solomon se levantó de la cama y comenzó a quitarse la gabardina, y no podía reprochárselo. La temperatura debía de rondar los treinta grados centígrados, y parecía haber mucho aire, una exageración de aire en el cuarto. Se te metía en los ojos, la boca, la nariz, y te hacía pensar que la habitación era un vagón del metro en hora punta, y que un montón de aire había conseguido colarse cuando se cerraban las puertas.

Le pregunté a una enfermera si podía bajar un poco la temperatura, pero me dijo que la calefacción la controlaba un ordenador en Reading. Si yo hubiese sido de las personas que escriben cartas al
Daily Telegraph,
hubiese escrito una carta al
Daily Telegraph.

Solomon colgó la gabardina en un gancho detrás de la puerta.

—Bien, señor, lo crea usted o no, las damas y los caballeros que pagan mi salario me han pedido que consiga de usted una explicación de cómo llegó a estar tendido en el suelo de una prestigiosa galería de arte del West End, con un agujero de bala en el pecho.

—Axila.

—Ah, si lo prefiere, axila. ¿Me lo dirá, amo, o tendré que taparle el rostro con una almohada hasta que coopere?

—De acuerdo —respondí, con la convicción de que bien podríamos entrar en materia—. Supongo que ya sabes que McCluskey es Woolf. —No había supuesto nada por el estilo, evidentemente; sólo quería parecer eficaz. Resultó obvio por la cara que puso Solomon que no lo sabía, así que continué—: Seguí a McCluskey a la galería, convencido de que podría intentar hacerle algo desagradable a Sarah. Forcejeé con él, Sarah me disparó, y después me dijo que el tipo era, en realidad, su padre, Alexander Woolf.

Solomon asintió sin alterarse, como hace siempre que escucha algo fantástico.

—Mientras que usted lo tenía calado como el hombre que le había ofrecido dinero para matar a Alexander Woolf.

—Correcto.

—Presumo, amo, que usted, como otros muchos en su posición, dedujo que, cuando un hombre le pide que mate a alguien, el alguien no resulta ser el mismo hombre.

—Desde luego, no es así como hacemos las cosas en el planeta Tierra.

—Hum. —Solomon se había acercado a la ventana, donde parecía haber sido cautivado por la torre del edificio de Correos.

—¿Ya está? ¿Hum? ¿El informe del Ministerio de Defensa sobre este asunto consistiría en un «Hum» encuadernado en cuero, con un sello dorado y firmado por el gabinete?

Solomon no respondió, sino que siguió mirando la torre.

—En ese caso, contéstame a esto: ¿qué se ha hecho de los Woolf mayor y menor? ¿Cómo llegué aquí? ¿Quién llamó a la ambulancia? ¿Se quedaron conmigo hasta que llegó?

—¿Alguna vez ha comido en aquel restaurante, el que da vueltas y vueltas en lo alto...?

—David, por lo que más quieras...

—La persona que llamó a la ambulancia fue el señor Terence Glass, propietario de la galería en que le dispararon y firmante de una reclamación para que se limpie la sangre de su suelo por cuenta del ministerio.

—Qué conmovedor.

—Aunque quienes le salvaron la vida, señor, fueron Green y Baker.

—¿Green y Baker?

—Llevan siguiéndolo un tiempo. Baker fue quien sostuvo un pañuelo contra la herida.

Esto era toda una sorpresa. Había creído, después de las birras con Solomon, que habían retirado a los sabuesos. Había sido muy descuidado. Gracias a Dios.

—Tres hurras por Baker.

Solomon parecía dispuesto a decirme algo más cuando fue interrumpido por la apertura de la puerta. O'Neal no tardó nada en estar entre nosotros. Se acercó directamente a la cama y adiviné por su expresión que, a su juicio, que me dispararan había sido un espléndido progreso.

—¿Cómo se encuentra? —dijo, y casi consiguió no sonreír.

—Muy bien, muchas gracias, señor O'Neal.

Hubo una pausa, y su expresión decayó un poco.

—Por lo que me han contado, es una suerte que esté usted vivo. Excepto que, a partir de ahora, quizá crea que ha tenido la desgracia de estar vivo. —Se quedó a gusto. Me lo imaginé ensayando en el ascensor—. Pues hemos llegado al final de la calle, señor Lang. No veo cómo podemos mantener esto fuera del conocimiento de la policía. En presencia de testigos, hizo usted un claro intento de atentar contra la vida de Woolf...

O'Neal se interrumpió, y él y yo miramos en derredor, a nivel del suelo, porque el sonido que habíamos oído correspondía claramente a un perro vomitando. Entonces lo oímos de nuevo, y ambos comprendimos que era Solomon, que carraspeaba.

—Con el debido respeto, señor O'Neal —dijo Solomon, ahora que había captado nuestra atención—, Lang obró con el convencimiento de que el hombre a quien atacaba era, de hecho, McCluskey.

O'Neal cerró los ojos.

—¿McCluskey? Woolf fue identificado por...

—Sí, absolutamente —afirmó Solomon, en un tono amable—. Pero Lang sostiene que Woolf y McCluskey son una misma y única persona.

Un largo silencio.

—¿Perdón? —dijo O'Neal.

La sonrisa de superioridad había desaparecido de su rostro, y de pronto tuve ganas de saltar de la cama.

O'Neal resopló.

—¿Woolf y McCluskey son una misma y única persona? —repitió con voz de falsete—. ¿Está seguro de no haber perdido la chaveta?

Solomon me miró a la espera de una confirmación.

—La cosa va así —añadí—. Woolf es el hombre que me abordó en Amsterdam y me pidió que matase a un hombre llamado Woolf.

El color había desaparecido del todo del rostro de O'Neal. Tenía todo el aspecto de un hombre que acaba de caer en la cuenta de que ha enviado una carta de amor en el sobre equivocado.

—Eso no es posible —tartamudeó—. No tiene sentido.

—Que no tenga sentido no significa que no sea posible —apunté.

Pero O'Neal había dejado de escucharme. Se encontraba en un estado lamentable, así que continué para el único beneficio de Solomon.

—Sé que sólo soy la doncella y no me corresponde hablar, pero mi teoría es más o menos la siguiente. Woolf sabe que hay algunas personas dispersas por el mundo que preferirían verlo fiambre. Hace las cosas habituales, se compra un perro, contrata a un guardaespaldas, no le dice a nadie adonde va hasta que llega allí, pero —vi que O'Neal se concentraba— sabe que no basta. Las personas que quieren verlo muerto son tíos que van a la suya, muy profesionales, y tarde o temprano envenenarán al perro y sobornarán al guardaespaldas. Así que sólo tiene una opción.

O'Neal me miraba con los ojos desorbitados. Se dio cuenta de que tenía la boca abierta, y la cerró con un sonoro chasquido.

—¿Sí?

—Puede declararles la guerra —manifesté—, cosa que no sabemos si es factible, o dejarse golpear. —Solomon se mordía el labio inferior, y hacía muy bien, porque todo esto sonaba a rollo patatero. Pero era mejor que cualquier cosa que se les hubiese ocurrido a ellos hasta ahora—. Encuentra a alguien que sabe que no aceptará el trabajo, y se lo ofrece. Hace saber que hay un contrato por su vida, y espera a que sus verdaderos enemigos se tomen las cosas con calma durante un tiempo, convencidos de que se lo cargarán sin que ellos tengan que correr ningún riesgo o gastar dinero.

Solomon vigilaba de nuevo la torre de Correos, y O'Neal fruncía el entrecejo.

—¿De verdad se lo cree? —preguntó—. ¿Cree que eso es posible? —Vi que estaba desesperado por encontrar dónde agarrarse, incluso si se soltaba con el primer tirón.

—Sí, creo que es posible. No, no me lo creo. Pero me han disparado, y es lo mejor que se me ocurre.

O'Neal se paseaba por la habitación y se pasaba la mano entre los cabellos. Le afectaba el calor, pero no tenía tiempo para quitarse el abrigo.

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