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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (24 page)

—Lo harás, ¿no? ¿Harás lo que te digan? La miré y me encogí de hombros.

—Sí, Ronnie, eso es lo que haré. No quiero hacerlo, pero creo que las alternativas son peores.

—¿Llamas a eso una razón?

—Sí. Es la razón por la que la mayoría de las personas hacen las cosas. Si no les sigo el juego, probablemente matarán a Sarah. Ya han matado a su padre, así que ya nos han demostrado de qué son capaces.

—Pero morirán personas. —Había lágrimas en sus ojos, y de no haber sido porque en ese momento apareció el somelier con la intención de encajarnos otra botella de vino, probablemente la hubiese abrazado. En cambio, me limité a sujetarle la mano por encima de la mesa.

—Morirán de todas formas —señalé, y me detesté a mí mismo por repetir palabras del nauseabundo discurso de Barnes—. Si no lo hago, encontrarán a otro, o buscarán otra manera de hacerlo. El resultado será el mismo, pero Sarah estará muerta. Esos tipos son así.

Miró de nuevo el mantel y comprendí que ella sabía que yo estaba en lo cierto. Pero de todas maneras lo comprobaba todo, como alguien que se marcha de su casa por una larga temporada: el gas cerrado, el televisor desconectado, la nevera descongelada...

—¿Qué pasará contigo? —preguntó al cabo de un rato—. Si son así, ¿qué pasará contigo? Te matarán, ¿no? Los ayudes o no, al final te matarán.

—Es probable que lo intenten, Ronnie. No te puedo mentir al respecto.

—¿Respecto a qué puedes mentir? —replicó en el acto, pero no creo que lo hiciese como sonó.

—Ya han intentado matarme antes, Ronnie, y no lo han conseguido. Sé que me tienes por un bobo incapaz de hacer sus propias compras, pero en otras cosas sé cuidar de mí mismo. —Hice una pausa para ver si sonreía—. En el peor de los casos, siempre puedo encontrar a un pija con un coche deportivo para que me cuide.

Me miró, y casi sonrió.

—Ya tienes una de ésas —dijo, y sacó el billetero.

Había comenzado a llover mientras comíamos, y Ronnie había dejado la capota bajada del TVR, así que tuvimos que correr a través de Mayfair para salvar sus asientos de piel.

Lidiaba con los cierres de la capota, e intentaba descubrir cómo llenaría el hueco de quince centímetros entre la lona y el parabrisas, cuando sentí una mano en mi hombro. Intenté mantenerme lo más relajado posible.

—¿Quién cono eres tú? —preguntó una voz.

Me erguí lentamente y me giré. Tenía más o menos mi estatura, y no estaba muy lejos de mi edad, pero era considerablemente más rico. La camisa era de Jermyn Street, el traje de Saville Row, y su voz, de uno de nuestros colegios más caros. Ronnie sacó la cabeza del maletero donde había estado desplegando la capota.

—Philip —dijo, que era precisamente lo que esperaba oírle decir.

—¿Quién coño es éste? —insistió Philip sin dejar de mirarme.

—¿Cómo estás, Philip?

Intenté ser amable. Lo juro.

—¡Que te follen! —replicó Philip. Se volvió hacia Ronnie—. ¿Es éste el mierda que se ha estado bebiendo mi vodka?

Un grupo de turistas con brillantes anoraks se detuvo para sonreímos a los tres, con la ilusión de que, en realidad, fuésemos buenos amigos. Yo también lo deseaba, pero a veces la ilusión no basta.

—Philip, por favor, no seas plasta. —Ronnie cerró el maletero y se acercó. La dinámica cambió un poco, y yo intenté apartarme del grupo y largarme. Lo último que quería era verme involucrado en una riña premarital de otro, pero Philip no me dejó.

—¿Dónde coño te crees que vas? —dijo, y sacó la barbilla un poco más.

—Lejos.

—Philip, ya basta.

—Gilipollas. ¿Quién demonios te crees que eres? —Levantó la mano derecha y me cogió de la solapa. La sujetó con fuerza, pero no tanto como para comprometerse a pelear conmigo, lo que fue un alivio. Miré su mano y después a Ronnie. Quería darle la oportunidad de acabar con eso.

—Philip, por favor, no seas estúpido.

Algo que, obviamente, era lo peor que se le podía ocurrir. Cuando un hombre va lanzado, la única cosa que no conseguirá detenerlo es una mujer diciéndole que es un estúpido. De haber sido yo, le habría dicho que lo sentía, o acariciado la frente, o sonreído, o cualquier cosa que se me hubiese ocurrido para contener el flujo de hormonas.

—Te he hecho una pregunta. ¿Quién te crees que eres? Bebes en mi bar, te acuestas en mi cama.

—Por favor, suéltame. Me estás estropeando la chaqueta. —Razonable. Nada de retos, provocaciones, ni nada que pudiese malinterpretarse. Sólo una clara preocupación por mi chaqueta. De hombre a hombre.

—Me importa una mierda tu chaqueta, gilipollas.

Bueno, ya la teníamos liada. Se habían probado todos los canales diplomáticos y el resultado había sido nulo. Opté por la violencia.

Lo empujé, y él se resistió, que es lo que siempre hace la gente. Luego me eché atrás con su réplica, para hacerle estirar el brazo, y me giré para que tuviese que torcer la muñeca si no quería soltarme la solapa. Apoyé una mano sobre la suya para que no se soltase, y con el otro antebrazo me apoyé suavemente en su codo. Por si os interesa, éste es un movimiento de aikido llamado
Nikkyo,
y provoca una estupenda cantidad de dolor con un mínimo de esfuerzo.

Se le doblaron las rodillas y el rostro se le puso blanco mientras caía hacia la acera e intentaba desesperadamente aliviar la presión en la muñeca. Lo solté antes de que las rodillas tocasen el suelo, porque cuanto más le permitiese salvar la cara, menos razones tendría para intentar algo más. También lo hice porque no quería ver a Ronnie inclinada sobre él, diciéndole «Vamos, vamos, ¿quién es mi valiente caballero?» el resto de la tarde.

—Lo siento —dije con una sonrisa titubeante, como si yo tampoco acabase de comprender qué había pasado—. ¿Estás bien?

Philip se masajeó la muñeca y me dedicó una mirada de odio, pero ambos sabíamos que no haría nada al respecto. Ni siquiera sabía a ciencia cierta que le había hecho daño deliberadamente.

Ronnie se interpuso entre nosotros y apoyó una mano suavemente en el pecho de Philip.

—Philip, lo has entendido todo mal.

—¿Eso he hecho?

—Sí, de verdad. Esto no es más que trabajo.

—Y una mierda. Te acuestas con este tipo. No soy idiota.

Este último comentario tendría que haber hecho que cualquier fiscal que conociese su trabajo se levantase de un salto, pero Ronnie sólo se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.

—Éste es Arthur Collin —dijo, y esperó a que Philip frunciese el entrecejo. Cosa que acabó por hacer—. Pintó aquel tríptico que vimos en Bath, ¿lo recuerdas? Dijiste que te gustaba.

Philip miró a Ronnie, me miró a mí, y después de nuevo a Ronnie. El mundo giró un poco más mientras esperábamos a que él lo rumiase. Una parte de él se sentía avergonzada ante la posibilidad de haber cometido un error, pero una parte mucho mayor agradecía tener ahora la oportunidad de hacerse con una razón legítima para no pretender golpearme: yo estaba allí, preparado para darle una buena al muy cabrón, hacer que me suplicase piedad, y resultó que me había equivocado. Un pobre tipo que no tenía nada que ver. Risas generales. Philip, eres cojonudo.

—¿El tríptico de las ovejas? —Se ajustó el nudo de la corbata y se arregló los puños de la camisa con un movimiento muy fluido. Miré a Ronnie, pero no pareció dispuesta a echarme una mano con la respuesta.

—En realidad, son ángeles, aunque muchas personas los ven como ovejas.

Pareció conformarse, y en su rostro apareció una sonrisa.

—Dios, lo siento mucho. ¿Qué pensará de mí? Creí... bueno, no tiene mayor importancia, ¿verdad? Hay un tipo... oh, para qué seguir.

Dijo más cosas por el estilo, y yo me limité a separar las manos para demostrarle que lo comprendía perfectamente y que cometía el mismo error tres o cuatro veces al día.

—¿Nos perdona un momento, señor Collins? —preguntó Philip, y sujetó a Ronnie por el codo.

—Por supuesto. —Philip y yo éramos ahora amigos de toda la vida.

Se apartaron unos pocos pasos y me di cuenta de que llevaba por lo menos cinco minutos sin fumar un cigarrillo, así que decidí ponerle remedio en el acto. Los brillantes anoraks continuaban rondando un poco más allá, y les dediqué un gesto para decirles que sí, que Londres es una ciudad de locos, pero que, de todas formas, fuesen a lo suyo y disfrutasen del día.

Philip procuraba hacer las paces con Ronnie, cosa que era obvia, pero parecía estar jugando la carta de «Te perdono», en lugar de la mucho más fuerte de «Por favor, perdóname», que al final siempre da mejor resultado. La boca de Ronnie mostraba una mueca mitad tolerante, mitad aburrida, y de vez en cuando me miraba para dejar constancia de lo agotador que era todo esto.

Le sonreí, en el mismo momento en que Philip metía la mano en el bolsillo y sacaba una hoja de papel. Larga y delgada. Un billete de avión. Un ven conmigo a pasar el fin de semana y a disfrutar de sexo desenfrenado y cubiteras de champán. Se lo dio a Ronnie y la besó en la frente, otro error como una catedral. Se despidió con un gesto de Arthur Collins el distinguido pintor de West Country, y se marchó.

Ronnie lo observó marcharse antes de acercarse.

—Ángeles —dijo.

—Arthur Collins —repliqué.

Miró el billete y exhaló un suspiro.

—Cree que debemos hacer otro intento. Nuestra relación es demasiado preciosa, blablablá.

Dije «Ah», y nos dedicamos a contemplar la acera durante un rato.

—Así que te lleva a París, ¿no? A la parte canalla, diría yo, si es asunto mío.

—Praga —dijo Ronnie, y una campana sonó en alguna parte de mi cabeza. Abrió el billete—. Según Philip, Praga es la nueva Venecia.

—Praga —repetí—. Me dicen que en esta época del año está en Checoslovaquia.

—La República Checa, para ser exactos. Philip fue muy preciso al respecto. Eslovaquia es un desastre y no es ni la mitad de bonita. Reservó una habitación cerca de la plaza Mayor.

Miró de nuevo el billete y oí cómo se le atravesaba la respiración en la garganta. Seguí la dirección de su mirada, pero no parecía haber ninguna tarántula que le subiese por la manga.

—¿Pasa algo?

—CED —respondió, y cerró el billete.

Fruncí el entrecejo.

—¿Qué pasa con él? —No conseguía descubrir qué pretendía, a pesar de que la campana continuaba sonando—. ¿Sabes quién es?

—Es OK, ¿no? Según el diario de Sarah, CED es OK, ¿no?

—Sí.

—Sí. —Me entregó el billete—. Mira cuál es la compañía.

Miré.

Quizá ya tendría que haberlo sabido. Quizá todos lo sabían excepto Ronnie y yo. Pero, de acuerdo con el itinerario impreso por Sunline Travel para la señorita R. Chrichton, a la compañía de bandera de la nueva República Checa le corresponden las siglas CEDOK.

QUINCE

En la guerra, y da lo mismo el bando que se proclame victorioso,

no hay ganadores, sino sólo perdedores.

N. Chamberlain

Así fue como dos extremos de mi vida se encontraron en Praga.

Praga era el lugar donde había ido Sarah, y Praga era donde me enviaban los norteamericanos en la primera etapa de lo que insistían en llamar Operación Carcoma. Les dije inmediatamente que me parecía un nombre espantoso, pero o bien lo había escogido alguien importante, o ya habían mandado a imprimir los membretes, porque se negaron en redondo a cambiarlo. Se llama Carcoma, y así se quedará, Tom.

La operación en sí, al menos oficialmente, era el típico plan de infiltrarse en un grupo terrorista y, una vez dentro, hacerles la vida imposible a los terroristas, y de paso, y en la medida de lo posible, hacerles la vida imposible a sus abastecedores, a sus financieros, a sus simpatizantes y a sus seres queridos. Nada ni siquiera remotamente original. Es algo que intentan continuamente los servicios de inteligencia de todo el mundo, con un fluctuante nivel de fracasos.

El segundo extremo, la hebra de Sarah, la hebra de Barnes, Murdah y Estudios para Graduados, iba de vender helicópteros a repugnantes gobiernos despóticos, y a ésta le di un nombre de mi elección. La llamé «Ay, madre».

Ambos extremos se cruzaban en Praga.

Mi vuelo salía el viernes por la noche, cosa que representaba seis días de preparación con los norteamericanos y cinco noches de tomar té y hacer manitas con Ronnie.

Philip se había marchado a Praga el mismo día en que casi le había roto la muñeca, para cerrar algunos tratos superimportantes con los revolucionarios de terciopelo, y dejó a Ronnie confusa y bastante deprimida. Quizá su vida no había sido una emocionante montaña rusa antes de mi aparición, pero tampoco era un potro de tortura, y este súbito paso a un mundo terrorista y criminal, unido a una relación que se desintegraba por momentos, no ayudaba a que una mujer se sintiese en plena forma.

La besé una vez.

Las reuniones informativas de Carcoma tenían lugar en una casona de los años treinta en las afueras de Henley. Tenía algo así como cuatro kilómetros cuadrados de parquet, y una de cada tres lamas estaba despegada por la humedad, y sólo funcionaba la cisterna de uno de los lavabos.

Trajeron los muebles consigo, unas cuantas sillas, mesas y catres de campaña, y los desperdigaron por las habitaciones sin orden ni concierto. La mayor parte del tiempo lo pasaba en la sala de visitas, dedicado a ver diapositivas, a escuchar grabaciones, a memorizar procedimientos de contactos, y a leer sobre la vida de un peón agrícola en Minnesota. No puedo decir que fuese como estar de nuevo en la escuela, porque me hicieron trabajar mucho más de lo que había trabajado en la adolescencia, pero de todas formas, se le parecía un poco.

Iba hasta allí todos los días con la Kawasaki, que se habían ocupado de reparar. Querían que me quedase a pasar la noche, pero les dije que necesitaba respirar a fondo mi Londres querido antes de marcharme, y pareció gustarles. Los norteamericanos respetan el patriotismo.

El elenco cambiaba constantemente, y nunca bajaba de seis. Había un chico para todo llamado Sam; Barnes, que iba y venía, y unos cuantos Carl que se sentaban en la cocina, bebían tisanas y hacían flexiones. Después estaban los especialistas.

El primero decía llamarse Smith, algo tan increíble que me lo creí. Era un tipo regordete con gafas y un chaleco muy ajustado que hablaba mucho de los sesenta y los setenta, los grandes días del terrorismo, según él. Su trabajo parecía consistir en seguir las aventuras de los Baader y los Meinhof y un surtido de Brigadas Rojas por todo el mundo como una adolescente que sigue una gira de los Jackson Five: carteles, pegatinas, insignias, fotos autografiadas, y todo lo demás.

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