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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (26 page)

Debimos de quedarnos así durante un rato. Barnes paladeaba su bebida, y yo paladeaba mi vida. Noté que me sudaba la espalda por la comezón entre los omóplatos.

—Vale. Quizá no intente matarlo ahora mismo y espere a una mejor oportunidad.

—Me alegra saberlo —manifestó Barnes después de una larga pausa, pero el Colt no se movió.

—Abrir un boquete en mi cuerpo no le ayudará mucho.

—Tampoco me hará ningún daño.

—Necesito hablar con ella, Barnes. Es por ella por lo que estoy aquí. Si no hablo con ella, nada de esto tiene ningún sentido.

Pasaron otro par de centenares de años, y entonces comencé a pensar que Barnes sonreía. Pero no sabía por qué ni cuando había comenzado. Era como estar en la butaca de un cine antes de que empezara la proyección, e intentases saber si era verdad que comenzaban a apagar las luces.

Entonces me golpeó, o mejor dicho, me acarició. Fleur de Fleurs de Nina Ricci, una parte por millón.

Fuimos hasta la orilla del río. Los dos solos. Los Carl estaban en alguna parte, pero Barnes les había ordenado que mantuviesen la distancia y lo hicieron. Había luna y su luz atravesaba el agua hacia donde nos habíamos sentado, e iluminaba su rostro con un resplandor lechoso.

Sarah tenía un aspecto terrible y hermoso a la vez. Había perdido algo de peso, y había llorado más de lo que era conveniente para ella. Le habían comunicado la muerte de su padre doce horas antes, y en aquel momento había deseado abrazarla más de lo que hubiese querido hacer cualquier otra cosa. Pero no me había parecido correcto. No sé por qué.

Continuamos en silencio durante un rato, con la mirada perdida. En los veleros habían apagado las luces, y los patos llevaban horas durmiendo. A cada lado de la mancha lunar, el río se veía oscuro y tranquilo.

—¿Qué? —dijo ella.

—¿Qué? —dije yo.

Siguió otro largo silencio, como si pensásemos en lo que se debía decir. Era como una enorme bola de cemento que sabes que debes levantar. Puedes caminar a su alrededor todo lo que quieras en busca de un punto donde sujetarla, pero no lo hay.

Sarah hizo el primer intento.

—Dime la verdad. No nos creíste, ¿verdad?

Casi se rió, así que yo casi le respondí que ella no se había creído que no quería matar a su padre. Me detuve a tiempo.

—No.

—Creíste que era una broma. Un par de norteamericanos locos que ven fantasmas en la oscuridad.

—Algo así.

Comenzó a llorar de nuevo, así que esperé a que cesara el chubasco. Cuando cesó, encendí dos cigarrillos y le pasé uno. Daba unas caladas muy fuertes y cada pocos segundos dejaba caer al río una ceniza inexistente. Fingí no mirarla.

—Sarah, lo siento mucho. Por todo. Por lo que sucedió. Por ti. Quiero... —Ni aunque me hubiese ido la vida en ello no habría logrado encontrar las palabras correctas. Sólo sentía que debía decir algo—. No sé cómo, pero quiero poner las cosas en orden. Sé que tu padre...

Me miró y sonrió para decirme que no me preocupara.

—Pero siempre hay una opción entre hacer lo correcto y lo erróneo —continué—, no importa lo que haya sucedido. Y quiero hacer lo correcto. ¿Me comprendes?

Asintió. Algo que era muy amable de su parte, porque yo no tenía la menor idea de lo que había dicho. Tenía muchísimas cosas que decir, y demasiado poco cerebro como para clasificarlas. Mi cabeza era como correos tres días antes de Navidad.

Exhaló un suspiro.

—Era un hombre bueno, Thomas.

¿Qué respondes a eso?

—Estoy seguro de que lo era. Me gustaba. —Era verdad.

—En realidad, no lo supe hasta hace un año. Nunca piensas en que tus padres puedan ser algo. Bueno o malo. Sencillamente, están ahí. —Hizo una pausa—. Hasta que dejan de estar.

Miramos el río otro rato.

—¿Tus padres viven?

—No —respondí—. Mi padre murió cuando yo tenía trece años. Un infarto. Mi madre, cuatro años después.

—Lo siento. —No me lo podía creer. Se mostraba cortés, en medio de todo aquello.

—No pasa nada. Tenía sesenta y ocho años.

Sarah se inclinó hacia mí y me di cuenta de que le hablaba en voz muy baja. No sé por qué. Quizá era por respeto a su dolor, o quizá porque no quería que mi voz acabase con el poco de compostura que mostraba.

—¿Cuál es el recuerdo favorito que tienes de tu madre?

No era una pregunta triste. Realmente daba la impresión de querer saberlo, como si se preparara para disfrutar de alguna historia de mi juventud.

—Mi recuerdo favorito... —Pensé por un momento—. Todos los días, entre las siete y las ocho de la tarde.

—¿Por qué?

—Era la hora del gin-tonic. A las siete en punto. Sólo uno. Durante esa hora se convertía en la mujer más feliz y divertida que he conocido.

—¿Cómo era después?

—Triste. No hay otra palabra para describirlo. Mi madre era una mujer muy triste. Sentía una profunda pena por mi padre, y por sí misma. De haber sido su médico, le hubiese recetado un gin-tonic seis veces al día. —Por un momento, creía que iba a echarme a llorar, pero pasó—. ¿Cuál es el tuyo?

No tuvo que pensar mucho, pero esperó de todas formas. Lo retuvo en su mente hasta que sonrió.

—No tengo ningún recuerdo feliz de mi madre. Comenzó a follarse a su profesor de tenis cuando yo tenía doce años y desapareció al verano siguiente. Fue lo mejor que pudo pasarnos. Mi padre —cerró los ojos ante la ternura del recuerdo—, nos enseñó a jugar al ajedrez a mi hermano y a mí cuando teníamos ocho o nueve años. Michael era bueno, aprendió rápido. Yo también era bastante buena, pero Michael era mejor. Mientras aprendíamos, papá jugaba con nosotros sin la reina. Siempre jugaba con las negras y siempre jugaba sin la reina. Michael y yo jugábamos cada vez mejor, pero él nunca la puso en el tablero. Siguió jugando sin la reina, incluso cuando Michael ya lo ganaba en diez jugadas. Llegó un momento en que Michael también podría haber jugado sin su reina y haberle ganado. Pero mi papá siguió con lo suyo, y continuó perdiendo una partida tras otra, y ni una sola vez jugó con todas las piezas.

Se echó a reír, y las sacudidas la hicieron estirarse hasta que se quedó apoyada con los codos en el suelo.

—Cuando papá cumplió los cincuenta, Michael le regaló una reina negra en una pequeña caja de madera. Se echó a llorar. Da cosa ver llorar a tu padre. Pero creo que disfrutaba tanto viéndonos aprender y mejorar, que nunca le perdió el gusto. Quería que ganáramos.

Entonces, repentinamente, llegaron las lágrimas en una enorme ola que rompió sobre ella y golpeó su cuerpo delgado hasta casi dejarla sin respiración. Me tumbé a su lado y la abracé, la apreté muy fuerte para escudarla de todo.

—Tranquila. No pasa nada. Todo va bien.

Pero, por supuesto, no iba bien. Ni de lejos.

DIECISÉIS

Con habilidad, ella hace vibrar su lengua eterna,

como siempre, divinamente, para mal.

Edward Young

Tuvimos una alarma de bomba en el vuelo a Praga. Ni rastro de la bomba, pero sí mucha alarma.

Nos acomodábamos en nuestros asientos cuando se oyó la voz del piloto por el equipo de megafonía interior, que nos decía que desembarcáramos lo más rápido posible. Nada de «Damas y caballeros, en nombre de British Airways» ni algo por el estilo. Sólo salgan del avión echando leches.

Esperamos en un salón lila, con diez sillas menos que pasajeros y sin música, donde tampoco se podía fumar. Yo, sí. Una mujer de uniforme y un quintal de maquillaje me dijo que lo apagase, pero le expliqué que era asmático y que el supuesto cigarrillo era un dilatador bronquial de hierbas que debía consumir cada vez que me encontraba en una situación estresante. Todos me odiaron, los fumadores incluso más que los no fumadores.

Cuando finalmente volvimos de nuevo al avión, todos miramos debajo de nuestros asientos, preocupados por que el sabueso de la policía pudiese estar resfriado precisamente ese día, y en alguna parte había un pequeño hueco negro que ninguno de los expertos había visto.

Había una vez un hombre que fue a ver a un psiquiatra, paralizado por el miedo a volar. Su fobia se basaba en la creencia de que habría una bomba en cualquier avión que tomase. El psiquiatra intentó curarle la fobia, pero no pudo, así que remitió al paciente a un estadístico. El estadístico sacó la calculadora e informó al hombre de que las probabilidades de que hubiese una bomba en el próximo avión que tomase eran de una entre medio millón. El hombre no se mostró nada feliz, y siguió convencido de que él estaría en aquel único avión entre medio millón. Así que el estadístico cogió de nuevo la calculadora y preguntó: «Vale, ¿se sentiría más seguro si las probabilidades fuesen de una entre diez millones?» El hombre respondió que sí, por supuesto. Así que el estadístico añadió: «La probabilidad en contra de que haya dos bombas no relacionadas a bordo de su próximo vuelo es exactamente de una entre diez millones.» El hombre lo miró intrigado, y dijo: «Todo eso está muy bien, pero ¿cómo me ayuda?» El estadístico replicó: «Es muy sencillo. Usted lleva una bomba a bordo.»

Se lo conté a un empresario de Leicester, sentado en el asiento vecino, y no se rió en absoluto. En cambio, llamó a la azafata y le dijo que seguramente llevaba una bomba en mi equipaje. Tuve que contárselo a la azafata, y una tercera vez al copiloto, que salió de la cabina y se acuclilló a mi lado con el ceño fruncido. Juro que nunca más intentaré mantener una charla amable con un desconocido.

Quizá había juzgado mal la reacción de las personas ante una amenaza de bomba en un avión. Es posible. La explicación más probable es que yo era la única persona en el vuelo que sabía quién había hecho la llamada de la falsa amenaza, y qué significaba.

Era el primero y torpe comienzo de la Operación Carcoma.

El aeropuerto de Praga es un poco más pequeño que el cartel que reza «Aeropuerto de Praga» en la fachada de la terminal. La descomunal escala estalinista del cartel hizo que me preguntase si lo habían instalado antes del invento de la radionavegación, de tal forma que los pilotos pudiesen verlo cuando aún estaban en mitad del Atlántico.

En el interior, bueno, un aeropuerto es un aeropuerto que es un aeropuerto como cualquier otro. No importa en qué parte del mundo estés. Tienes que tener suelos de cemento para los carros de equipajes, tienes que tener carros de equipajes, y tienes que tener vitrinas donde se exhiben cinturones de piel de cocodrilo que nadie comprará en los próximos mil años.

Las noticias de que la República Checa había escapado de las garras soviéticas no habían llegado todavía a los oídos de los funcionarios de inmigración, que seguían sentados en sus cubículos de cristal y libraban de nuevo la guerra fría con cada indignado movimiento de ojos desde la foto del pasaporte al decadente imperialista que tenían delante. Yo era el imperialista, y había cometido el error de llevar una camisa hawaiana, que, supongo, enfatizaba mi decadencia. Me servirá de lección para la próxima vez. Excepto que quizá, la próxima vez, alguien habrá encontrado las llaves de los cubículos de cristal y les habrá dicho a esos pobres diablos que ahora comparten el espacio cultural y económico con Eurodisney. Decidí que aprendería inmediatamente cómo se decía en checo: «Ya te echo de menos.»

Cambié dinero y salí para buscar un taxi. Era un anochecer fresco, y los grandes charcos estalinistas del aparcamiento, con sus reflejos azules y grises de los nuevos anuncios de neón, hacían que pareciese más fresco. Llegué a la esquina de la terminal y el viento salió a mi encuentro, me lamió el rostro con una lluvia con sabor a gasoil y después jugueteó con mis espinillas, sacudiéndome los pantalones. Permanecí allí durante un momento para empaparme de la rareza del lugar, consciente de que, en todos los sentidos, había pasado de un estado a otro.

Acabé por encontrar un taxi y le dije al taxista en mi mejor inglés que quería ir a la plaza de Wenceslao. Esta solicitud, ahora ya lo sé, es fonéticamente idéntica a la frase checa que significa: «Soy un turista imbécil, por favor, quédese con todo lo que tengo.» El coche era un Tatra, y el taxista un cabrón; conducía rápido y bien, y tarareaba alegremente por lo bajo, como un hombre que acaba de acertar una quiniela.

Era una de las cosas más bonitas que había visto en cualquier ciudad. La plaza de Wenceslao no era una plaza, sino una doble avenida, que bajaba desde lo alto del enorme Museo Nacional que la dominaba. Incluso si no hubiese sabido nada del lugar, habría tenido claro que era muy importante. En ese kilómetro de piedra gris y amarilla habían acontecido importantes episodios de la historia antigua y moderna, y habían dejado su olor.
L'Air du Temps de Praga.
Las primaveras, los veranos, los otoños y los inviernos de Praga habían pasado por aquí, y seguramente volverían a pasar.

Cuando el conductor me dijo cuánto dinero quería, dediqué varios minutos a explicarle que no quería comprarle el taxi; sólo quería pagar los quince minutos que había pasado a bordo. Me dijo que había contratado una limusina, o al menos dijo «limusina» y se encogió de hombros, y finalmente aceptó reducir sus exigencias a una cantidad meramente astronómica. Recogí mi maleta y comencé a caminar.

Los norteamericanos me habían dicho que buscase mi propio alojamiento, y la única manera que tiene un hombre para parecer alguien que ha dedicado mucho tiempo a buscar un lugar donde alojarse es dedicar mucho tiempo a buscar un lugar donde alojarse. Así que a paso tranquilo recorrí Praga Uno, que es la zona centro de la ciudad, en unas dos horas. Veintiséis iglesias, catorce galerías y museos, un teatro de ópera —donde el Mozart niño había estrenado
Don Giovanni
—, ocho teatros y un McDonald's. En la puerta de uno de los antes mencionados había una cola de casi una manzana.

Entré en unos cuantos bares para empaparme del ambiente, que se sirve en vasos altos con «Budweiser» en los lados, y observé cómo camina, habla, viste y se comporta el checo moderno. La mayoría de los camareros me tomaron por alemán, lo que era un error muy natural, dado que inundaban la ciudad. Viajaban en grupos de doce, con mochilas y fuertes muslos, y se desplegaban por la acera cuando caminaban. Claro que, para la mayoría de los alemanes, Praga sólo está a unas pocas horas en un tanque rápido, así que no tiene nada de especial que se comporten aquí como si esto fuese el patio de su casa.

Comí un plato de cerdo hervido con picatostes en un café junto al río y, por recomendación de la pareja galesa de la mesa vecina, crucé el puente Charles. El señor y la señora Gales me habían asegurado que se trataba de una construcción espectacular, pero gracias al millar de pedigüeños en cada metro del parapeto, todos empeñados en cantar canciones de Dylan, no vi nada.

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