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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (38 page)

Solomon continuó mirando sus notas.

—Supongo —añadí para animarlo— que habrá una brigada de la policía marroquí y hombres de la CIA ocultos en los conductos de ventilación. Presumiblemente, cuando entremos, aparecerán y dirán: «Están todos arrestados.» Presumiblemente, La Espada de la Justicia y cualquiera que haya tenido tratos con ella no tardará en aparecer en el juzgado a sólo doscientos metros de este cine. Presumiblemente, todo esto ocurrirá sin que a nadie se le estropee el peinado.

Solomon respiró hondo, y luego soltó el aire poco a poco. Después comenzó a frotarse el estómago de una manera que no se lo había visto hacer en los últimos diez años. La úlcera duodenal de Solomon era la única cosa que conseguía que no pensase en el trabajo.

Se volvió para mirarme.

—Me mandan de regreso a casa.

Nos miramos el uno al otro durante un rato, y a continuación me eché a reír. La situación no era exactamente graciosa; reír sólo fue lo que me salió de la boca.

—Por supuesto —dije finalmente—, por supuesto que te envían de regreso a casa. Es lo más lógico.

—Escucha, Thomas —comenzó, y adiviné por su expresión lo mucho que detestaba esto.

—«Muchas gracias por un excelente trabajo, señor Solomon» —declaré con mi mejor imitación de la voz de Russell Barnes—. «Desde luego que le agradecemos mucho su profesionalidad, y su compromiso, pero a partir de ahora nosotros nos haremos cargo de lo que queda, si no le importa.» Oh, me parece sencillamente perfecto.

—Thomas, escúchame. —Me había llamado Thomas dos veces en treinta segundos—. Déjalo. Haz el favor de largarte.

Le sonreí, cosa que le hizo hablar más de prisa.

—Te llevaré hasta Tánger. Tú mismo te las arreglarás para ir a Ceuta y tomar el transbordador a España. Llamaré a la policía local, les pediré que aparquen una furgoneta delante del consulado, todo el asunto se va al garete. Eso no ha ocurrido jamás.

Miré a Solomon a los ojos y vi todos los problemas que había allí. Vi su culpa, y su vergüenza; vi la úlcera de duodeno en sus ojos.

Arrojé la colilla por la ventana.

—Es curioso. Eso fue lo que me pidió Sarah Woolf que hiciese. Lárgate, me dijo. Vete a las playas de arena blanca y sol abrasador, lejos de los coñazos de la CIA.

No me preguntó cuándo la había visto, o por qué no había escuchado lo que ella me había dicho. Estaba excesivamente ocupado con su propio problema. Que era yo.

—Bueno —dijo—. Por el amor de Dios, Thomas, hazlo. —Tendió la mano para sujetarme el brazo—. Todo este asunto es una locura. Si entras en ese edificio, no saldrás vivo. Tú lo sabes. —Sencillamente seguí sentado, cosa que le enfureció—. Tú mismo eres quien viene diciéndolo desde el principio. Tú eres quien lo ha sabido.

—Venga, David. Tú también lo sabías.

Observé su rostro mientras hablaba. Dispuso de algo así como una centésima de segundo para fruncir el ceño, abrir la boca en una expresión de asombro, o preguntar «De qué demonios hablas», y lo desperdició. Tan pronto como transcurrió la centésima de segundo, lo supe, y él supo que lo sabía.

—La foto de Sarah y Barnes juntos —dije, y el rostro de Solomon permaneció inexpresivo—. Tú sabías lo que significaba. Tú sabías que sólo había una explicación posible.

Llegó la hora de bajar la mirada y soltarme el brazo.

—¿Cómo esos dos podían comportarse como tortolitos, después de lo sucedido? Una única explicación: no fue después, sino antes. Aquella foto la hicieron antes de que mataran a Alexander Woolf. Tú sabías lo que hacía Barnes, y sabías, o probablemente habías adivinado, lo que hacía Sarah. Sólo que no me lo dijiste.

Cerró los ojos. Si estaba pidiendo perdón, no lo hacía en voz alta, ni se dirigía a mí.

—¿Dónde está El Graduado? —pregunté, al cabo de un rato.

Solomon negó suavemente con la cabeza.

—No sé nada de ningún artilugio con ese nombre —respondió, todavía con los ojos cerrados.

—David... —comencé, pero Solomon me interrumpió.

—Por favor.

Así que lo dejé pensar lo que fuese que tenía pensar, y decidir lo que fuese que tenía que decidir.

—Todo lo que sé, amo —acabó por decir Solomon, y de pronto todo volvió a ser como en los viejos tiempos—, es que un avión de transporte militar norteamericano aterrizó hoy al mediodía en la base de la RAF en Gibraltar, y que descargó piezas de recambio.

Asentí. Solomon había abierto los ojos.

—¿Qué cantidad?

Solomon tomó aliento de nuevo, deseoso por acabar con todo aquello cuanto antes.

—Un amigo de un amigo de un amigo que estaba allí dijo que eran dos cajones, cada uno de unos siete metros por tres por tres, que iban acompañados por dieciséis pasajeros varones, nueve de ellos de uniforme, y que estos hombres se hicieron cargo inmediatamente de las cajas y las llevaron a un hangar junto a la verja del aeródromo, reservado para su uso exclusivo.

—¿Barnes?

Solomon pensó por un momento.

—No lo puede decir, amo. Pero al amigo le pareció reconocer a un diplomático norteamericano en el grupo.

Diplomático, mi culo. Mejor dicho, diplomático, su culo.

—Según el amigo —continuó Solomon—, también había un hombre con unas prendas civiles muy particulares.

Me erguí en el asiento y sentí cómo el sudor brotaba en las palmas de mis manos.

—¿Cómo de particulares?

Solomon ladeó la cabeza en un intento por recordar los detalles exactos. Como si le hiciese falta.

—Chaqueta negra, pantalones negros de rayas. El amigo dijo que parecía un camarero de hotel.

Con una pátina en la piel. La pátina del dinero. La pátina de Murdah.

Sí, pensé. Toda la pandilla.

 

Mientras regresábamos al centro de la ciudad, le describí a Solomon lo que haría y lo que necesitaba que él hiciese.

Asintió de vez en cuando, sin le que gustase ni una sola de las partes, aunque seguramente debió de advertir que tampoco estaba para muchas fiestas.

Cuando llegamos al edificio del consulado, Solomon aminoró la marcha y después dio la vuelta a la manzana, hasta que nos detuvimos delante del plátano. Contemplamos sus grandes ramas durante un rato, después asentí. Solomon se apeó del coche y abrió el maletero.

En el interior había dos paquetes. Uno rectangular, del tamaño de una caja de zapatos, el otro tubular, de casi un metro cincuenta de largo. Ambos estaban envueltos en papel parafinado. No había marcas, ni números de serie, ni fecha de caducidad.

Me di cuenta de que Solomon no quería tocarlos, así que saqué yo mismo los paquetes.

Solomon cerró la puerta del coche y puso en marcha el motor mientras yo caminaba hacia la pared del consulado.

VEINTICUATRO

Pero ¡atención! Mi pulso, como un suave tambor,

marca mi aproximación, te dice que vengo.

Obispo Henry King

El consulado norteamericano en Casablanca se encuentra a medio camino del arbolado bulevar Moulay Yousses, un minúsculo enclave de la grandeza de la Francia del siglo XIX, construido para ayudar a que los agotados colonialistas descansasen después de una dura jornada de diseñar infraestructuras.

Los franceses vinieron a Marruecos para construir carreteras, ferrocarriles, hospitales, escuelas, enseñar lo que es la moda —todas esas cosas que el francés medio sabe que son imprescindibles para tener una civilización moderna—, y cuando fueron las cinco de la tarde, y los franceses contemplaron sus obras y vieron que eran buenas, admitieron que se habían ganado el derecho a vivir como marajás. Algo que hicieron durante un tiempo.

Pero cuando la vecina Argelia les explotó en la cara, los franceses comprendieron que, algunas veces, era mejor dejarlos con las ganas de tener más; así que abrieron sus Louis Vuitton y guardaron sus frascos de masaje, y sus otros frascos de masaje, y aquel otro frasco de masaje que se había caído detrás de la cisterna del inodoro, y resultó ser que también contenía masaje, y desaparecieron en la oscuridad de la noche.

Los herederos de los vastos y estucados palacios que los franceses dejaron atrás no fueron príncipes, sultanes o empresarios multimillonarios. No fueron cantantes de cabaret, futbolistas, narcos o estrellas de la tele. Fueron, por una de esas sorprendentes coincidencias, los diplomáticos.

Digo que es una sorprendente coincidencia porque eso lo abarca todo. En todas las ciudades, en todos los países del mundo, los diplomáticos viven y trabajan en las más valiosas y deseables fincas que se puedan encontrar. Mansiones, castillos, palacios, fincas con sus correspondientes parques con ciervos, lo que sea y donde sea que los diplomáticos puedan entrar, mirar en derredor, y decir «Sí, creo que puedo soportarlo».

Bernhard y yo nos arreglamos las corbatas, comprobamos la sincronización de nuestros relojes y subimos la escalinata hasta la entrada principal.

—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?

Llámame-Roger Buchanan era un cincuentón que había ascendido todo lo que podía en el servicio diplomático norteamericano. Casablanca era su destino final, llevaba allí tres años, y sin duda, le parecía perfecto. Unas personas estupendas, un gran país, la comida quizá un tanto aceitosa, pero lo demás fenomenal.

El aceite en la comida no parecía haberle molestado mucho a Llámame-Roger, porque debía de pesar unos ciento diez kilos, lo que, para un tipo de metro sesenta, no estaba nada mal.

Bernhard y yo nos miramos el uno al otro con las cejas enarcadas, como si no tuviera mucha importancia cuál de los dos hablase primero.

—Señor Buchanan —dije, con un tono grave—, tal como mi colega y yo le contamos en nuestra carta, fabricamos lo que creemos que son las mejores manoplas de cocina de todo el norte de África.

Bernhard asintió lentamente, como si estuviese dispuesto a afirmar que del mundo entero, pero tampoco venía al caso.

—Tenemos fábricas en Fez, Rabat, y dentro de poco abriremos otra en Marrakech. Nuestro producto es muy bueno. No tenemos ninguna duda al respecto. Quizá haya oído hablar de él, o incluso quizá lo haya utilizado, si es usted lo que llaman el «hombre nuevo».

Me reí como un idiota, y Bernhard y Roger se sumaron. Hombres con manoplas de cocina. Ésa sí que era buena. Bernhard pilló el hilo, se inclinó hacia delante en la silla y habló con la típica sobriedad y precisión germánica.

—Nuestro volumen de producción ha alcanzado un nivel que justifica plenamente que deseemos solicitar una licencia de exportación al mercado estadounidense. Señor, consideramos que usted es el más indicado para ayudarnos en la realización de los muchos trámites que se necesitan.

Llámame-Roger asintió y escribió algo en un bloc. Vi que tenía nuestra carta, y me pareció que había trazado un círculo alrededor de la palabra «goma». Me habría gustado preguntarle el motivo, pero ése no era el mejor momento.

—Roger —dije, al tiempo que me levantaba—, antes de entrar en materia...

Roger me miró.

—Al final del pasillo, la segunda puerta a la derecha.

—Gracias.

El lavabo estaba vacío y olía a pino. Cerré la puerta con el cerrojo, consulté mi reloj, después me subí al inodoro y abrí la ventana.

A la izquierda, un aspersor lanzaba unos preciosos arcos de agua sobre una extensión de césped muy bien cuidado. Había una mujer con un vestido estampado cerca de la pared, dedicada a limpiarse las uñas, mientras, un poco más allá, un pequeño chucho defecaba con entusiasmo. En el extremo más alejado, un jardinero en pantalón corto y camiseta amarilla hacía algo con unos arbustos.

A la derecha, nada.

Más pared. Más césped. Más parterres.

Un plátano.

Me bajé del inodoro, consulté de nuevo el reloj, abrí la puerta y salí al pasillo.

Desierto.

Caminé rápidamente hasta la escalera y la bajé alegremente de dos en dos. Marqué el ritmo con sonoras palmadas en la balaustrada. Adelanté a un hombre en mangas de camisa que llevaba una carpeta, pero lo saludé con un «Buenas», antes de que pudiese abrir la boca.

Llegué al primer piso y giré a la derecha. En el pasillo se apreciaba una mayor actividad: dos mujeres entregadas a una sesuda conversación, y un hombre a mi izquierda que cerraba, o abría, la puerta de un despacho.

Consulté mi reloj y acorté el paso, al tiempo que me palmeaba los bolsillos en busca de algo que, quizá, había guardado en alguno de ellos o, si no estaba allí, en alguna otra parte, aunque también existía la posibilidad de que nunca lo hubiese hecho, pero si hubiese sido así, ¿debía volver y buscarlo? Me detuve y fruncí el ceño, y el hombre a la izquierda que había abierto la puerta del despacho me miraba como si fuese a preguntarme si me había perdido.

Saqué la mano del bolsillo, sostuve el llavero en alto y le sonreí.

—Lo tengo —dije, y él asintió, no muy seguro, cuando pasé por su lado.

Se oyó una campanada al final del pasillo y aceleré un poco el paso, acompañado por el repiqueteo de las llaves. Se abrió la puerta del ascensor y asomó la rueda de una carretilla.

Francisco y Hugo, con sus impecables monos azules, sacaron la carretilla del ascensor con mucho cuidado; Francisco empujaba y Hugo aguantaba los bidones con las dos manos. Me entraron ganas de decirle: «Tranqui, tío —mientras yo me demoraba para dejar que la carretilla se alejase—. Por el amor de Dios, sólo es agua. Ni que fuese tu mujer camino de la sala de partos.»

Francisco caminaba con toda parsimonia y leía los números de los despachos, muy en su papel. Hugo no dejaba de mirar en derredor y de lamerse los labios.

Me detuve delante de un tablón de anuncios. Arranqué tres hojas: dos anunciaban la fecha del próximo ejercicio de control de epidemias e incendios, y uno era una invitación abierta a la barbacoa en casa de Bob y Tina el domingo al mediodía. Los leí como si fuese necesario leerlos, y luego consulté mi reloj.

Llegaban tarde.

Cuarenta y cinco segundos tarde.

No me lo podía creer. Después de todo lo que habíamos acordado, practicado, maldecido, y practicado de nuevo, los muy gilipollas llegaban tarde.

—¿Sí? —dijo una voz.

Cincuenta y cinco segundos.

Miré hacia el final del pasillo. Francisco y Hugo habían llegado a la recepción. Una mujer sentada detrás de una mesa los miraba a través de unas gafas enormes.

Sesenta y cinco puñeteros segundos.


Salem alicoum
—saludó Francisco con voz amable.

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