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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (41 page)

Le quito el Steyr y le pongo el seguro, en el momento en que Latifa grita por el hueco de la escalera:

—¿Sí?

Oigo cómo baja la escalera. No deprisa, pero tampoco despacio.

Miro a Benjamín.

Esto es la democracia, Benja. Un hombre contra muchos. Latifa llega al primer rellano, con la Uzi colgada del hombro.

—Dios mío —exclama cuando ve la sangre—. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé. —No la miro. Estoy inclinado sobre Benjamín, convertido en la viva imagen de la preocupación—. Supongo que resbaló.

Latifa pasa por mi lado y se pone en cuclillas junto a Benjamín, y mientras lo hace, consulto mi reloj.

Treinta y nueve minutos.

Latifa se vuelve y me mira.

—Yo me encargo de esto. Ve al vestíbulo, Rick.

Así que voy.

Voy al vestíbulo, salgo por la puerta principal, bajo la escalinata y recorro los ciento sesenta metros desde la escalinata hasta donde están los polis.

Me arde la cabeza cuando llego, porque tengo las manos apoyadas en lo alto.

Me cachearon como si estuviesen haciendo el examen de cacheo de ingreso al Real Colegio de Cacheo. Cinco veces, de la cabeza a los pies, la boca, las orejas, la entrepierna, las suelas de los zapatos. Me rasgaron casi todas las prendas, y me dejaron con una pinta que parecía el rey de los mendigos.

Tardaron dieciséis minutos.

Me tuvieron otros cinco apoyado contra una furgoneta, con los brazos y las piernas separadas, mientras gritaban y se empujaban los unos a los otros. Miré al suelo. Sarah me esperaba.

«Dios, más le vale.»

Pasó otro minuto, más gritos, más empujones, y comencé a mirar en derredor, mientras pensaba que si no ocurría algo pronto, tendría que hacer que ocurriera. Maldito Benjamín. Me dolían los hombros de estar apoyado con todo el peso.

—Buen trabajo, Thomas —dijo una voz.

Miré a la izquierda, por debajo del brazo, y vi un par de viejas botas Red Wing; una apoyada en el suelo, la otra en ángulo recto, con la punta enterrada en el polvo. Moví la cabeza lentamente hacia arriba para ver al resto de Russell Barnes.

Estaba apoyado en la puerta de la furgoneta, sonrió, y me ofreció su paquete de Marlboro. Llevaba una cazadora de piloto, con el nombre Connor bordado en el lado izquierdo del pecho. ¿Quién coño sería Connor?

Los cacheadores se habían apartado un poco, pero sólo un poco, en una aparente muestra de respeto a Barnes. Muchos de ellos seguían mirándome, preocupados de que quizá se les hubiera escapado algo.

Rechacé los cigarrillos negando con la cabeza.

—Déjeme verla —dije.

Porque ella me esperaba.

Barnes me miró por un instante y sonrió de nuevo. Se sentía bien, relajado, feliz. Para él, el juego había terminado.

Miró a su izquierda.

—Claro.

Se retiró tranquilamente de la furgoneta y el metal abombado de la puerta hizo un ruido como cuando se descorcha una botella, y me invitó con un gesto a que lo siguiera. El mar de camisas ajustadas y gafas de sol envolventes se separó mientras caminábamos sin prisas hacia el Toyota azul.

A nuestra derecha, detrás de una barrera de acero, estaban los equipos de la televisión, con los cables enrollados alrededor de sus pies, y los focos disipaban los restos de la noche. Algunas de las cámaras me seguían mientras caminaba, pero la mayoría continuaban enfocando el edificio.

La CNN parecía tener la mejor ubicación.

Murdah fue el primero en bajar del coche, mientras Sarah continuaba mirando a través del parabrisas, con las manos entrelazadas entre los muslos. Tuvimos que llegar a un par de metros del Toyota antes de que se volviese para mirarme, e intentase sonreír.

Te estoy esperando, Thomas.

—Señor Lang —dijo Murdah, que rodeó el coche por la parte de atrás para interponerse entre Sarah y yo. Vestía un abrigo gris oscuro, y una camisa blanca sin corbata. La pátina en la frente brillaba menos de lo que recordaba, y había una sombra de barba alrededor de la barbilla, pero, por lo demás, se lo veía en buena forma.

¿Por qué no iba a estarlo?

Me miró a la cara durante un par de segundos, luego asintió, complacido, como si no hubiese hecho más que cortar el césped de su casa a un nivel aceptable.

—Bien —dijo finalmente.

Le devolví la mirada. Una mirada neutra, porque la verdad es que no quería darle ninguna pista.

—¿Qué está bien? —repliqué.

Pero Murdah miraba por encima de mi hombro, como si señalase algo, y noté un movimiento a mi espalda.

—Nos vemos, Tom —dijo Barnes.

Me giré y vi que se alejaba, caminando lentamente hacia atrás, muy relajado, con un aire de te-echaré-de-menos. Cuando se cruzaron nuestras miradas, me dedicó un breve e irónico saludo. Después se volvió para ir hacia un jeep del ejército, aparcado al fondo del montón de vehículos. Un hombre rubio vestido de paisano puso en marcha el motor al ver que se acercaba Barnes, luego hizo sonar la bocina para apartar a la multitud de delante del jeep. Me volví hacia Murdah.

Ahora me miraba con un poco más de atención, con una mirada un poco más profesional. Como un cirujano plástico.

—¿Qué está bien? —repetí, y esperé mientras mi pregunta viajaba a través de la inmensa distancia entre nuestros dos mundos.

—Ha hecho lo que quería —acabó por responder Murdah—. Tal como yo había dicho.

Asintió de nuevo. Quitamos un poco de aquí, levantamos un poco de allá; sí, creo que podemos hacer algo con esta cara.

—Algunas personas, señor Lang —añadió—, algunos de mis amigos insistieron en que usted sería un problema. Usted era un hombre que quizá intentaría darme por culo. —Respiró hondo—. Pero yo tenía razón, y eso está bien.

Luego, sin dejar de mirarme a la cara, se hizo a un lado y abrió la puerta del pasajero del Toyota.

Observé cómo Sarah se giraba lentamente en el asiento y salía del coche. Se irguió, con los brazos cruzados sobre el pecho como si quisiese protegerse del frío de la madrugada, y me miró.

Estábamos tan cerca.

—Thomas —dijo, y por un segundo me permití sumergirme en aquellos ojos, muy profundamente, y tocar lo que fuese que me había traído hasta aquí. Nunca olvidaría aquel beso.

—Sarah.

La rodeé con mis brazos —la escudé, la envolví, la oculté de todo y de todos— y ella se mantuvo inmóvil, con las manos delante del cuerpo.

Así que bajé la mano derecha y la deslicé entre nuestros cuerpos, sobre nuestros estómagos, a la búsqueda del contacto.

Lo toqué. Lo sujeté.

—Adiós —susurré.

Ella me miró.

—Adiós.

El metal retenía el calor de su cuerpo.

La solté y me volví, lentamente, para mirar a Murdah.

Hablaba en voz baja en su móvil mientras me miraba, sonriente, con la cabeza un tanto inclinada sobre el hombro. Cuando vio mi expresión comprendió que algo no iba bien. Miró mi mano, y la sonrisa se borró como si le hubiesen pasado una esponja por la cara.

—Dios mío —dijo una voz a mi espalda, y supongo que eso significaba que alguien más había visto el arma. No podía estar seguro, porque no miraba fijamente los ojos de Murdah.

—Se equivocó —declaré.

Murdah me miró boquiabierto y apartó el móvil de la boca.

—Se equivocó —repetí.

—¿De qué habla?

Murdah siguió mirando el arma, y lo que ésta representaba se extendió como una onda por el mar de camisas ajustadas.

—La expresión es "dar por el culo".

VEINTISÉIS

El sol se ha puesto su sombrero. Hip, hip, hip, hurra.

L. Arthur Rose y Douglas Furber

Ahora estamos de nuevo en la azotea del consulado. Para que lo sepáis.

El sol ya mueve su cabeza a lo largo del horizonte, evapora el perfil de tejas oscuras y las convierte en una neblinosa faja de blanco, y me digo a mí mismo que si fuese cosa mía, ya tendría al helicóptero en el aire. El sol es tan fuerte, tan brillante, tan desesperanzadoramente cegador, que el helicóptero bien podría estar allí, podría haber cincuenta helicópteros a veinte metros de mí, dedicados a observar cómo desenvuelvo mis dos paquetes de papel parafinado.

De no ser, por supuesto, porque los oiría.

Eso espero.

—¿Qué quiere? —pregunta Murdah.

Está detrás de mí, quizá a unos siete metros. Lo he esposado a la escalera de incendios mientras yo sigo con mis tareas, y no parece gustarle mucho. Parece nervioso.

—¿Qué quiere? —grita.

No le respondo, así que continúa gritando. No son exactamente palabras, o, al menos, ninguna que yo conozca. Silbo una tonadilla para no oír el ruido, y me aseguro de enganchar el pasador A en el perno B, al tiempo que evito que el cable C no se enrede con la pestaña D.

—Lo que quiero —acabo por contestarle—, es que lo vea venir. Nada más.

Ahora me vuelvo para ver lo mal que se siente. Se siente fatal, y encuentro que no me importa en absoluto.

—Está loco —grita, y tira de las esposas—. Estoy aquí. ¿No lo ve? —Se ríe, o casi se ríe, porque le cuesta creer lo estúpido que soy—. Estoy aquí. El Graduado no vendrá, porque estoy aquí.

Contemplo el muro de luz.

—Eso espero, Naimh, se lo juro. Espero que usted todavía tenga más de un voto.

Hay una pausa, y cuando lo miro de nuevo, la pátina se ha convertido en un ceño fruncido.

—Voto —dice finalmente, en voz baja.

—Voto —repito.

Murdah me observa atentamente.

—No le entiendo.

Así que respiro hondo e intento explicárselo lo mejor posible.

—Usted no es un traficante de armas, Naimh. Ya no. Le he retirado ese privilegio. Por sus pecados. Ya no es rico, ya no es poderoso, ya no está conectado, ya no es socio del Garrick. —Esto último no le causa ningún efecto, así que quizá nunca lo ha sido—. Todo lo que es, en este momento, es un hombre. Como el resto de nosotros. Por tanto, sólo tiene un voto. Algunas veces, ni siquiera eso.

Piensa cuidadosamente antes de responderme. Sabe que estoy loco, y que debe ser amable conmigo.

—No sé de qué me habla.

—Sí que lo sabe. Lo que no sabe es si yo sé lo que digo. —El sol sube un poco más, se pone de puntillas para vernos mejor—. Hablo de las otras veintiséis personas que se beneficiarán directamente del éxito de El Graduado, y de los centenares, quizá miles, de personas que se beneficiarán indirectamente. Personas que han trabajado, promocionado, sobornado, amenazado, e incluso matado para llegar hasta aquí. Todos ellos también votan. Barnes debe de estar hablando con ellos ahora mismo para saber si votan sí o no. ¿Quién puede decir cuál será el resultado?

Murdah se está muy quieto. Tiene los ojos como platos y la boca muy abierta, como si le resultara abominable el sabor de alguna cosa.

—Veintiséis —susurra—. ¿Cómo sabe que son veintiséis? ¿Cómo se ha enterado?

Adopto una expresión de modestia.

—Trabajé de periodista especializado en temas financieros. Durante una hora. Un hombre en Smeets Velde Kerplein siguió el rastro de su dinero para mí. Me contó muchas cosas.

Baja la mirada y se concentra a fondo. Su cerebro lo ha traído hasta aquí, así que su cerebro debe llevárselo.

—Por supuesto —añado, para que no pierda el hilo—, quizá tenga usted razón. Quizá los veintiséis decidan darle su apoyo y suspender todo esto, cancelarlo hasta nuevo aviso, lo que sea. Pero no me jugaría el pellejo.

Hago una pausa porque estoy seguro de que, de una manera u otra, me la he ganado.

—Pero me hace muy feliz jugarme el suyo.

Esto lo sacude, lo saca del estupor.

—Está loco de remate —grita—. ¿Lo sabe? ¿Sabe que está loco?

—Vale. Llámelos. Llame a Barnes y dígale que lo cancele. Está en una azotea con un loco y la fiesta se ha cancelado. Use su único voto.

Sacude la cabeza.

—No vendrán —vocifera, y después, con una voz mucho más calmada—: No vendrán, porque estoy aquí.

Me encojo de hombros porque es lo único que se me ocurre. En este momento me siento muy dispuesto a encogerme de hombros. Así es como me sentía antes de los saltos en paracaídas.

—Dígame lo que quiera —grita Murdah repentinamente, y comienza a golpear el hierro de la escalera de incendios con las esposas. Cuando lo miro de nuevo, veo correr la sangre en sus muñecas.

—Quiero ver la salida del sol —digo.

Francisco, Cyrus, Latifa, Bernhard y un ensangrentado Benjamín se han reunido con nosotros en la azotea, porque éste parece ser el lugar donde ahora mismo están todas las personas interesantes. Están asustados y confusos en mayor o menor grado, incapaces de entender lo que pasa; se han perdido en el libreto, y esperan que alguien no tarde en decirles el número de la página.

Benjamín, no hace falta que lo diga, ha hecho todo lo posible por poner a los demás en mi contra. Pero sus esfuerzos quedaron en nada en cuanto me vieron regresar al consulado con una pistola apuntando al cuello de Murdah. Les pareció extraño. Peculiar. Nada coherente con las descabelladas teorías de traición propuestas por Benjamín.

Así que ahora los tengo delante, y nos miran alternativamente; intentan saber de qué lado sopla el viento, mientras Benjamín tiembla por la tensión de no haberme disparado.

—Ricky, ¿qué coño está pasando aquí? —pregunta Francisco.

Me levanto poco a poco, siento cosas que crujen en mis rodillas, y me aparto para admirar el resultado de mis labores.

Luego me vuelvo y señalo a Murdah. He ensayado este discurso varias veces, y creo que me saldrá de carrerilla.

—Este hombre era un traficante de armas. —Me acerco un poco más a la escalera de incendios, porque quiero que todos me escuchen con la máxima claridad—. Se llama Naimh Murdah, es el presidente ejecutivo de siete compañías, y accionista mayoritario de otras cuarenta y una. Tiene casas en Londres, Nueva York, California, el sur de Francia, el oeste de Escocia, y al norte de cualquier parte con una piscina. Se le atribuye una fortuna de algo más de mil millones de dólares —lo que me hace mirar a Murdah—, y ése tuvo que ser un momento muy excitante, Naimh. Me imagino una tarta estupenda. —Miro de nuevo a mi público—. Lo más importante, desde nuestro punto de vista, es que es el único titular de más de noventa cuentas bancarias, una de las cuales ha estado pagando nuestros sueldos durante los últimos seis meses.

Nadie parece muy dispuesto a abrir la boca, así que sigo para asestar la puntilla.

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