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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (40 page)

—Claro, Tom. Cuando...

—Va en serio —declaró Ricky, y Barnes continuó sonriendo—. No sé quién es, pero nada de lo que intente le funcionará.

Barnes sacudió la cabeza; disfrutaba con mi actuación.

—Puede que sea un tipo inteligente —añadí, y lo vi asentir—. Puede que sea un hombre educado. Quizá incluso es un graduado.

La risa desapareció un poco del rostro de Barnes. Eso estuvo bien.

—Pero nada de lo que intente le funcionará. —Bajó los prismáticos y miró a ojo desnudo. No porque quisiese verme, sino porque quería que yo lo viese. Su rostro era una roca—. Créaselo, señor Graduado.

No se movió mientras sus ojos actuaban como barrenas a través de los doscientos metros que nos separaban.

—Escúcheme, imbécil. No me importa si sale de ahí o no, y si sale, tampoco me importa que sea caminando, en una bolsa de plástico o en un montón de bolsitas de plástico. Pero debo advertirle, Lang... —Apretó el teléfono contra los labios y oí la saliva en su voz—. Más le vale no entorpecer el progreso, ¿me entiende? El progreso es algo que simplemente debe dejar que ocurra.

—Claro —asintió Ricky.

—Claro —repitió Barnes.

Lo vi mirar a un lado y hacer un gesto con la cabeza.

—Mire a la derecha, Lang. El Toyota azul.

Lo hice, y un parabrisas apareció en los prismáticos: Naimh Murdah y Sara Woolf en el asiento delantero del Toyota, que bebían algo caliente en vasos de plástico. Esperaban el comienzo de la final de la Copa de Europa. Sarah miraba algo o nada, y Murdah se miraba a sí mismo en el espejo retrovisor. No parecía importarle lo que veía.

—El progreso, Lang. El progreso es bueno para todos —insistió Barnes.

Hizo una pausa y yo moví los prismáticos de nuevo hacia la izquierda, a tiempo para verlo sonreír.

—Escuche —dije, y puse algo de preocupación en mi voz—, sólo déjeme hablar con ella, ¿vale?

Por el rabillo del ojo, vi cómo Francisco se erguía en la silla. Tenía que tratar con él, mantenerlo contento, así que aparté el teléfono y le dirigí una sonrisa un tanto avergonzada.

—Es mi madre. Está preocupada por mí.

Ambos nos reímos.

Volví a mirar a través de los binoculares, y vi a Barnes junto al Toyota. En el interior del coche, Sarah tenía el teléfono, y Murdah se había vuelto de lado para mirarla.

—Thomas. —Su voz sonó baja y dolida.

—Hola.

Hubo una pausa, mientras intercambiábamos un par de pensamientos interesantes entre las interferencias, y luego ella dijo:

—Te estoy esperando.

Eso era lo que quería escuchar.

Murdah dijo algo que no capté, y luego Barnes metió la mano por la ventanilla y le quitó el teléfono a Sarah.

—No hay tiempo para estas cosas, Tom. Podrá hablar todo lo que quiera en cuanto salga de ahí. —Sonrió—. ¿Algún pensamiento que quiera compartir en este momento, Thomas? ¿Una palabra, quizá? ¿Algo sencillo, como sí o no?

Miré a Barnes, que me miraba, y esperé todo lo que me atreví. Quería que sintiese el peso de mi decisión. Sarah me esperaba.

«Por favor, Dios mío, más vale que esto funcione.»

—Sí —dije.

VEINTICINCO

Tenga mucho cuidado con esto, porque es extremadamente pegajoso.

Valerie Singleton

Convencí a Francisco para que demorase la declaración a los medios.

Él quería hacerla pública sin más, pero le respondí que unas pocas horas más de incertidumbre no nos harían ningún daño. En cuanto supiesen quiénes éramos y nos pudiesen dar un nombre, la historia se enfriaría un poco. Incluso si después se montaba el gran cirio, el misterio habría desaparecido.

Sólo unas pocas horas más, dije.

Así que esperamos toda la noche y nos turnamos en las diferentes posiciones.

La azotea era la menos popular, porque era un lugar frío y solitario, y nadie aguantaba allí más de una hora. Por lo demás, comíamos, hablábamos, no hablábamos y pensábamos en nuestras vidas y en cómo habíamos llegado a esto. Si éramos captores o cautivos.

Aquella noche no nos mandaron más comida, pero Hugo encontró unos cuantos bollos de hamburguesas congelados en la cantina, y los dejamos en la mesa de Beamon para que se descongelasen, y los pinchábamos con el dedo cada vez que no se nos ocurría nada más que hacer.

Los rehenes dormitaban y se cogían de la mano la mayor parte del tiempo. Francisco había pensado en separarlos y repartirlos por distintas partes del edificio, pero al final decidió que de esa manera necesitaría de más guardias, y probablemente estaba en lo cierto. Francisco estaba en lo cierto en muchas cosas. Además, aceptaba consejos, cosa que era de agradecer. Supongo que no hay muchos terroristas en el mundo que sean tan expertos en situaciones con rehenes como para poder permitirse ser dogmáticos y decir no, esto se hace de esta manera. Francisco navegaba por aguas desconocidas lo mismo que el resto de nosotros, y eso lo convertía hasta cierto punto en un tipo más agradable.

Eran poco más de las cuatro, y yo lo había organizado todo de manera que estaba en el vestíbulo con Latifa cuando Francisco bajó la escalera con la declaración para la prensa.

—Lat —dijo, con una encantadora sonrisa—, ve a decirle al mundo quiénes somos.

Latifa le devolvió la sonrisa, emocionada a más no poder porque el sabio hermano mayor le hubiese conferido este honor, pero sin querer demostrarlo demasiado. Cogió el sobre y después lo miró, cariñosamente, mientras él subía la escalera a la pata coja.

—Te están esperando —añadió sin volverse—. Dáselo, diles que deben llevarlo inmediatamente a la CNN, no a nadie más, y que si no lo leen, palabra por palabra, tendremos a unos cuantos norteamericanos muertos en la casa. —Se detuvo al llegar al primer rellano y se volvió hacia nosotros—. Encárgate de cubrirla, Ricky.

Asentí y lo miramos subir, y entonces Latifa exhaló un suspiro. «Qué tío —pensaba—. Mi héroe, y me ha escogido a mí.»

La verdadera razón por la que Francisco había escogido a Latifa, por supuesto, era que quizá sería un pelín menos probable que los galantes marroquíes intentasen asaltar el edificio si sabían que había mujeres en el equipo. Pero no quería estropearle su momento de gloria.

Latifa se volvió para mirar a través de los cristales de la puerta principal, con el sobre en una mano y los ojos entrecerrados para protegerse de la luz de los focos de la televisión. Se llevó una mano a los cabellos.

—Por fin, la fama —dije, y ella me replicó con una mueca.

Fue hasta la mesa de la recepción y comenzó a arreglarse la camisa en el reflejo del cristal. La seguí.

—Deja que te ayude —añadí al tiempo que le quitaba el sobre y la ayudaba con el cuello de la camisa para que le quedase chupi guay. Le esponjé el pelo detrás de las orejas y le limpié una mancha de algo que tenía en la mejilla. Ella me dejó hacer. No como algo íntimo, sino como un boxeador en su rincón, que se prepara para el siguiente asalto mientras sus segundos lo masajean, lo limpian y lo acicalan.

Metí la mano en el bolsillo, saqué el sobre, y se lo di, mientras ella respiraba hondo unas cuantas veces.

Le apreté el hombro.

—Lo harás muy bien —afirmé.

—Nunca he salido antes por la tele —confesó.

El amanecer. La salida del sol. Apunta el día. Lo que sea.

Todavía hay oscuridad en el horizonte, pero con una mancha naranja. La noche vuelve a hundirse en el suelo, mientras el sol se esfuerza por sujetarse al borde terráqueo.

Los rehenes duermen. Se han apiñado en busca de calor, porque la noche ha sido más fresca de lo que cualquiera hubiese esperado, y las piernas ya no asoman más allá del borde de la alfombra.

Francisco parece cansado mientras me acerca el teléfono. Tiene los pies apoyados en el borde de la mesa del cónsul, y mira la CNN sin sonido, como una gentileza para con Beamon, que duerme como un angelito.

Yo también estoy cansado, pero quizá tengo ahora mismo un poco más de adrenalina en las venas. Cojo el teléfono.

—¿Sí?

Unos cuantos chasquidos electrónicos. Después, Barnes.

—Buenos días. Son las cinco y media —dice, en un tono alegre.

—¿Qué quiere? —En el acto me doy cuenta de que lo he dicho con un acento inglés. Miro a Francisco, pero no parece haberse dado cuenta. Así que me vuelvo hacia la ventana y escucho a Barnes durante un rato, y cuando termina respiro hondo, con una ilusión tremenda al mismo tiempo, sin que me importe en lo más mínimo—. ¿Cuándo?

Barnes se ríe. Yo también, sin ningún acento especial.

—Cincuenta minutos —responde, y cuelga.

Cuando me aparto de la ventana, Francisco me observa. Sus pestañas parecen más largas que nunca.

Sarah me espera.

—Nos traerán el desayuno —le explico, esta vez con mis más sonoras vocales de Minnesota.

Francisco asiente.

El sol no tardará mucho más en levantarse por encima del alféizar. Dejo a los rehenes, a Beamon y a Francisco, que dormiten delante de la CNN. Salgo del despacho y subo en el ascensor hasta la azotea.

Tres minutos más tarde, quedan cuarenta y siete por delante, y las cosas están todo lo preparadas que pueden estar. Bajo la escalera hasta el vestíbulo.

El pasillo vacío, la escalera vacía, el estómago vacío. El latir de la sangre en mis oídos es más fuerte, mucho más fuerte que el ruido de mis pisadas en la moqueta. Me detengo en el rellano del segundo piso y miro al exterior.

No está nada mal el público, para ser esta hora de la mañana.

Pensaba en el futuro, y por eso me olvido del presente. El presente no ha ocurrido, no está ocurriendo, sólo hay futuro. Vida y muerte. Vida o muerte. Éstas, veréis, son cosas importantes. Mucho más importantes que las pisadas. Las pisadas son algo baladí en comparación con el olvido.

He bajado hasta el entresuelo cuando las he oído y me he dado cuenta de que no podía ser, de que algo no iba bien, porque sonaban como si alguien corriese, y nadie debería estar corriendo en el edificio. Ahora no. Cuando sólo faltaban cuarenta y seis minutos.

Benjamín asomó por la esquina y se detuvo.

—¿Qué hay, Benja? —pregunté, con la mayor tranquilidad de que fui capaz.

Me miró por un momento. Resollaba.

—¿Dónde coño has estado? —replicó.

Fruncí el entrecejo.

—En la azotea. Estaba...

—Latifa está en la azotea —me interrumpió.

Nos miramos el uno al otro. Echaba los bofes, en parte por el esfuerzo, y el resto por el cabreo.

—Verás, Benja, le dije que bajase al vestíbulo. Van a traernos el desayuno...

Entonces, en un arrebato, Benjamín levantó su Steyr, apoyó la mejilla en la culata y abrió y cerró las manos en las empuñaduras.

El cañón del arma había desaparecido.

«Demonios, ¿cómo puede ser? —me pregunté—. ¿Cómo el cañón de un Steyr, que mide cuatrocientos veintidós milímetros de longitud, con seis estrías, con rosca a la derecha, puede desaparecer así, sin más?»

Por supuesto que no podía, y no había ocurrido.

Sólo era desde mi punto de vista.

—Eres un puto cabrón de mierda —proclamó Benjamín.

Me quedé allí, con la mirada puesta en el agujero negro.

Faltaban cuarenta y cinco minutos, y éste, seamos sinceros, era el peor momento posible para que Benjamín sacase a relucir un tema tan amplio, tan multifacético, como la traición. Le propuse, espero que cortésmente, que podríamos tratar el asunto más tarde; pero Benja insistió en que tocaba ahora.

«Eres un puto cabrón de mierda», ésta fue su manera de expresarlo.

Parte del problema es que Benjamín nunca ha confiado en mí. De aquí surge todo lo demás. Benjamín ha sospechado desde el primer momento, y quiere que yo lo sepa, ante la posibilidad de que no esté de acuerdo.

Todo comenzó, me dice, con mi entrenamiento militar.

¿Sí, Benja?

Sí.

Benjamín se ha pasado las noches en blanco, con la mirada fija en el techo de su tienda, intrigado por saber dónde y cómo un retardado de Minnesota como yo aprendió a desmontar y montar un MI6 con los ojos cerrados, en la mitad de tiempo que todos los demás. A partir de ahí, aparentemente, pasó a preguntarse por mi acento y mis preferencias en cuanto a ropas y música. Luego, la pregunta del millón: ¿cómo es que le hacía tantos kilómetros al Land Rover cuando salía a comprar unas cervezas?

Todas estas cosas son tonterías, por supuesto, y, hasta ahora, Ricky podría haberlas replicado sin la menor dificultad.

Pero la otra parte del problema —francamente, la más importante en este preciso momento— es que Benjamín había estado oído atento en la centralita durante mi conversación con Barnes.

Cuarenta y un minutos.

—¿Ahora qué toca, Benja?

Aprieta la mejilla todavía más contra la culata, y me parece ver que ahora el dedo que tiene sobre el gatillo está un poco más blanco.

—¿Vas a dispararme? ¿Ahora? ¿Apretarás el gatillo?

Se pasa la lengua por los labios. Sabe en lo que estoy pensando.

Se estremece, aparta la cabeza de la culata, sin dejar de mirarme con sus ojazos.

—Latifa —llama por encima del hombro. Fuerte, pero no lo bastante fuerte. Parece tener algún problema con la voz.

—Si oyen disparos, Benja, creerán que has matado a un rehén. Asaltarán el edificio. Nos matarán a todos.

La palabra «matarán» hace su efecto, y por un instante creo que apretará el gatillo.

—Latifa —repite. Más fuerte, y es lo que hay. No puedo dejar que llame una tercera vez. Comienzo a moverme, muy lentamente, hacia él. Tengo la mano izquierda todo lo relajada que puede estar una mano.

—Los tíos que están en la calle, Benja —le comento, sin dejar de moverme—, un disparo es lo que esperan oír como agua de mayo. ¿Vas a darles el gusto?

Se lame de nuevo los labios. Una, dos veces. Gira la cabeza hacia la escalera.

Sujeto el cañón con la mano izquierda y lo empujo contra su hombro. No hay otra alternativa. Si tiro del arma hacia mí, el gatillo se hunde, y yo con él. Así que empujo hacia él y a un lado, y cuando su rostro se aparta de la culata, le golpeo con la parte baja de mi mano derecha debajo de la nariz.

Se desploma como una piedra —más rápido que una piedra, como si alguna enorme fuerza lo empujase contra el suelo—, y por un momento creo que lo he matado. Pero entonces comienza a mover la cabeza de aquí para allá, y veo la sangre que mana de entre los labios.

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