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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (32 page)

—¿Por qué me lo preguntas, David?

—Por favor, amo. Sólo... —Tenía claro que hoy no era el mejor día de Solomon. Respiró hondo—. Sólo responda. Por favor.

Lo miré durante un rato, furioso y compadeciéndolo a partes iguales.

—¿Ibas a decir por los viejos tiempos?

—Por lo que sea que le haga responder a la pregunta, amo. Los viejos tiempos, los nuevos, sólo dígamelo.

Encendí otro cigarrillo y me miré las manos, como había hecho infinidad de veces antes, con la voluntad de responderme la pregunta, antes de responderle a él.

Sarah Woolf. Ojos grises, con unas motas verdes. Bonitos tendones. Sí, la recordaba.

¿Qué sentía de verdad? ¿Amor? No podía responder eso, ¿no? No conocía lo suficiente ese estado como para atribuírmelo así por las buenas. Amor es una palabra, un sonido. Su asociación con un sentimiento particular es arbitraria, imposible de medir, y del todo carente de sentido. No, si no os importa, tendré que volver atrás en este último punto.

¿Qué tal compasión? Me compadecía de Sarah por... ¿por qué? Había perdido a su hermano, después a su padre, y ahora estaba encerrada en la torre negra mientras Childe Ronland
[4]
iba por ahí con una escalera plegable. Podía compadecerme de ella por eso, por tenerme a mí como su presunto salvador.

¿Amistad? Vamos, tío, si apenas conozco a esa mujer.

Entonces, ¿qué era?

—Estoy enamorado de ella —oí que decía alguien, y después comprendí que había sido yo.

Solomon cerró los ojos por un segundo, como si de nuevo le hubiese dado la respuesta errónea, y después se dirigió lenta, penosamente, hacia la mesa junto a la pared, donde cogió una pequeña caja de plástico. La sopesó en la mano durante un momento, como si titubease entre dármela o arrojarla a través de la puerta para que se perdiese en la nieve; luego comenzó a rebuscar en los bolsillos. Lo que fuera que estuviese buscando estaba en el último bolsillo, y pensaba en lo agradable que resultaba ver que eso le pasaba a algún otro para variar, cuando sacó una linterna. Me dio la linterna y la caja, me volvió la espalda y se alejó, para que yo hiciese mi parte.

Abrí la caja. Por supuesto que la abrí. Eso es lo que haces con las cajas cerradas que te da la gente: las abres. Así que quité la tapa de plástico amarillo, real y metafóricamente, y de inmediato mi corazón se hundió un poco más.

La caja contenía diapositivas, y sabía, lo sabía con una claridad meridiana, que no me gustaría lo que fuese que había en ellas.

Saqué la primera y la sostuve delante de la linterna.

Sarah Woolf. Imposible confundirse.

Un día de sol, vestido negro, en el momento de bajarse de un taxi londinense. Bien, muy correcto. Nada que objetar. Sonreía, una gran sonrisa de muchacha feliz, pero eso era admisible. Todo en orden. No podía esperar que se pasara el día llorando sobre su almohada. Siguiente.

Pagaba la carrera. De nuevo, nada que objetar. Tomas un taxi, te bajas, le pagas la carrera al taxista. Así es la vida. La foto había sido hecha con un teleobjetivo, al menos un 135, probablemente más, y la proximidad de la secuencia indicaba un motor de arrastre. ¿Por qué alguien se tomaría la molestia...?

Ahora se aleja del taxi. Ríe. El taxista le mira el trasero, cosa que yo también hubiese hecho de haber sido taxista. Ella le había mirado la nuca, él le miraba el trasero. Un intercambio justo. Bueno, quizá no tanto, pero nunca nadie ha dicho que éste sea un mundo perfecto.

Miré la espalda de Solomon. Agachaba la cabeza.

La siguiente, por favor.

El brazo de un hombre; más exactamente, el brazo y un hombro, con traje gris oscuro. Busca su cintura, mientras ella echa la cabeza hacia atrás, preparada para el beso. La sonrisa es más grande. Vale, ¿a quién le importa? No somos unos puritanos. Una mujer puede ir a comer con alguien, ser amable, alegrarse de verlo, cono, tampoco es para llamar a la policía.

Ahora se abrazan. La cabeza de ella está del lado de la cámara, así que el rostro del caballero está en sombras, pero obviamente se abrazan. Un abrazo en toda regla. Así que probablemente no es el director de su banco. ¿Qué pasa?

Ésta es casi la misma, pero comienzan a volverse. La cabeza del caballero se aparta de su cuello.

Ahora vienen hacia nosotros, todavía abrazados. No se le ve el rostro, porque un transeúnte transita cerca de la cámara, desenfocado. Pero el rostro de ella. ¿Qué hay en su rostro? ¿Embeleso? ¿Adoración? ¿Alegría? ¿Sólo cortesía? Siguiente y última diapositiva.

Vaya, pensé. Ya la tenemos liada.

—Vaya —dije en voz alta—. Ya la tenemos liada.

Solomon no se volvió.

Un hombre y una mujer vienen hacia nosotros, y los conozco a ambos. Acabo de admitir que estoy enamorado de la mujer, aunque no estoy del todo seguro de que eso sea verdad, y estoy menos seguro por momentos, mientras que el hombre... sí, de acuerdo.

Es alto. Guapo, de esos guapos curtidos. Viste un traje caro, y también sonríe. Ambos sonríen. Sonríen a lo grande. Sonríen tanto que si siguen sonriendo al final no se les verá la frente.

Por supuesto que me gustaría saber por qué coño se ríen tanto. Si es por un chiste, me gustaría escucharlo, para juzgar si vale la pena romperte el páncreas, si es uno de esos chistes que, al oírlos, te dan ganas de coger a la persona que tienes a tu lado y estrujarla.

Obviamente no conocía el chiste, pero estoy seguro de que no me habría hecho gracia. Absolutamente seguro.

El hombre de la foto con el brazo alrededor de mi damisela de la torre oscura, que la hace reír, que la llena de risa, la llena de placer, que, hasta donde sé, la llena con trozos de su cuerpo, es Russell P. Barnes.

Aquí haremos una pausa. Reuníos con nosotros después de que tire la caja de diapositivas al otro lado de la habitación.

VEINTE

La vida está hecha de llantos, sorbidas de mocos, y sonrisas,

con predominio de las sorbidas.

O. Henry

Se lo conté a Solomon. Todo. Tenía que hacerlo.

Porque, veréis, él es un hombre inteligente, uno de los más inteligentes que he conocido, y hubiese sido ridículo pretender seguir adelante sin hacer uso de su intelecto. Hasta que vi esas fotos, había ido bastante por libre, abriendo un solitario surco, pero había llegado el momento de admitir que el surco se había desviado en ángulo recto para acabar chocando contra el granero.

Eran las cuatro de la mañana cuando acabé, y mucho antes de esa hora Solomon había abierto la mochila y había sacado las cosas que los Solomon de este mundo nunca olvidan en casa. Teníamos un termo de té, con dos tazas de plástico; una naranja cada uno, y un cuchillo para mondarlas; y una pastilla gigante de chocolate con leche Cadbury's.

Así que, mientras comíamos, bebíamos, fumábamos y criticábamos el pernicioso hábito del tabaco, le relaté la historia de Estudios para Graduados desde el principio hasta la mitad: que no estaba donde estaba y hacía lo que hacía por el bien de la democracia; no hacía que nadie estuviese más seguro en su cama por las noches, ni hacía que el mundo fuese un lugar más libre y feliz; todo lo que hacía —lo único que había estado haciendo desde que había comenzado todo esto— era vender armas.

Cosa que significaba que Solomon también las vendía. Yo era el vendedor de armas, el representante de ventas, y Solomon era algo en el departamento comercial. Sé que eso no le haría mucha gracia.

Solomon escuchó, asintió y formuló las preguntas correctas, en el orden correcto, en el momento oportuno. No puedo decir si me creyó o no; pero nunca he podido hacer eso con Solomon, y probablemente nunca podré.

Cuando acabé, me recliné en la silla y jugué con un par de cuadraditos de chocolate. Me pregunté si traer Cadbury's a Suiza era lo mismo que llevar carbón a Newcastle, y me respondí que no lo era. El chocolate suizo va cuesta abajo desde que yo era un chiquillo, y hoy sólo sirve para regalárselo a las tías. Mientras tanto, el chocolate Cadbury's ha seguido adelante, cada vez mejor y más barato que cualquier otro chocolate en el mundo. Ésa, al menos, es mi opinión.

—Es una historia deprimente, amo, si me permite que se lo diga.

Solomon estaba de pie, mirando la pared. De haber habido una ventana, probablemente hubiese mirado a través de ella, pero no la había.

—Del todo —afirmé.

Así que volvimos a las fotos, y pensamos en lo que podían significar. Supusimos, postulamos, elucubramos y conjeturamos; hasta que finalmente, cuando la nieve comenzaba a recibir luz de alguna parte y la reenviaba a través de los postigos y por debajo de la puerta, decidimos que habíamos cubierto todos los ángulos.

Había tres posibilidades.

También un montón de subposibilidades, obviamente, pero en ese momento consideramos que queríamos concentrarnos en las grandes líneas, así que barrimos las subposibilidades en tres montones principales, que consistían en lo siguiente: él le estaba vacilando a ella; ella le estaba vacilando a él; ninguno de los dos vacilaba al otro y, sencillamente, se habían enamorado; dos norteamericanos que pasan juntos las largas tardes en una ciudad extranjera.

—Si ella le está vacilando —comencé por enésima vez—, ¿cuál es su propósito? ¿Qué es lo que espera conseguir?

Solomon asintió, después se frotó rápidamente el rostro y cerró los ojos.

—¿Una confesión poscoital? —Hizo una mueca al oír el sonido de sus propias palabras—. ¿Ella lo graba, lo filma, o lo que sea, y envía la grabación al
Washington Post
?

No me pareció gran cosa, y a él tampoco.

—Yo diría que esa hipótesis no se sostiene.

Solomon asintió de nuevo. Seguía asintiendo más de lo que me merecía; probablemente, porque le tranquilizaba no verme hecho pedazos, por esto y por lo otro, y quería hacerme un masaje para que volviese a estar en plena forma mental.

—Entonces, ¿él le está vacilando a ella? —preguntó, con la cabeza ladeada y las cejas enarcadas, para hacerme entrar al redil como un sagaz perro ovejero.

—Quizá. Un cautivo voluntario causa menos problemas que otro mal dispuesto, o quizá le soltó algún rollo, le dijo que todo estaba controlado, que el presidente come de su mano, algo por el estilo.

Tampoco eso sonaba muy bien.

Así que nos quedaba la posibilidad número tres.

¿Por qué una mujer como Sarah Woolf querría enrollarse con un tipo como Russell P. Barnes? ¿Por qué caminaba con él, reía con él, hacía la bestia de cuatro nalgas con él? Si es que eso era lo que hacía, y no había ninguna duda en mi mente al respecto.

De acuerdo, era guapo. Estaba en forma. Era inteligente, de una manera un tanto estúpida. Tenía poder. Vestía bien. Pero aparte de todo eso, ¿qué? Por todos los demonios, era lo bastante viejo como para ser un representante corrupto de su gobierno.

Reflexioné sobre los encantos sexuales de Russell P. Barnes mientras chapoteaba de regreso al hotel. La madrugada había llegado definitivamente, y la nieve había comenzado a latir con una resplandeciente blancura eléctrica. Subía por el interior de mis pantalones y se aferraba, chirriante, a las suelas de mis botas, y el trocito de delante parecía decir: «No camines sobre mí, por favor, no camines... oh.»

Russell gilipollas Barnes.

Llegué al hotel y me fui a mi habitación lo más silenciosamente que pude. Abrí la puerta, entré, y entonces, me detuve inmediatamente: me quedé congelado, con el jersey a medio quitar. Después del viaje por la nieve, sin nada más que aire alpino en mi sistema, estaba preparado para captar todos los matices de los olores interiores: la cerveza rancia del bar, el champú en la moqueta, el cloro de la piscina en el sótano, el olor de la crema solar de prácticamente todas partes, y ahora ese nuevo olor. Un olor de algo que realmente no podía estar en la habitación.

No podía estar porque pagaba una habitación individual, y los hoteles suizos son notoriamente estrictos cuando se trata de cosas como ésa.

Latifa estaba acostada en mi cama, dormida, con la sábana alrededor de su cuerpo desnudo como un cuadro de Rubens.

—¿Dónde coño has estado?

Ahora se había sentado, con la sábana subida hasta la barbilla, mientras yo, a los pies de la cama, me quitaba las botas.

—Salí a dar un paseo.

—¿Un paseo por dónde? —me increpó Latifa, desmoronada por el sueño, y furiosa conmigo por verla en ese estado—. La nieve te llega hasta las huevos. ¿Quién cojones camina con la nieve rozándole los huevos? ¿Qué has estado haciendo?

Me quité la segunda bota y me volví lentamente para mirarla.

—Hoy he matado a un hombre, Latifa —dije, excepto que como para ella era Ricky, pronuncié Laddifa—. Apreté el gatillo y maté a un hombre. —Miré al suelo, el soldado—poeta, asqueado por la fealdad de la batalla.

Noté que la sábana se relajaba debajo de mis nalgas. Un poco. Ella me miró durante un rato.

—¿Has caminado toda la noche?

Exhalé un suspiro.

—Caminé. Me senté. Pensé. Ya sabes, una vida humana...

Ricky, tal como lo representaba, era un hombre que no se sentía del todo a gusto con el rollo de hablar, así que esta respuesta tardó en salir. Dejamos a la vida humana flotar en el aire un tiempo prudencial.

—Mucha gente muere, Rick —me recordó Latifa—. Hay muertes por todas partes. Asesinatos por todas partes. —La sábana se relajó un poco más, y vi que su mano se movía suavemente hacia el lado de la cama, junto a la mía.

¿Por qué tenía que oír el mismo coñazo allí donde fuese? Todo el mundo lo hace, así que no te comportes como un gilipollas y ayuda a tirar para adelante el negocio. De pronto quise abofetearla, decirle quién era, y lo que pensaba de verdad: que matar a Dirk, que matar a cualquiera no serviría absolutamente para nada más que para inflar el puñetero ego de Francisco, que ya era lo bastante grande como para albergar dos veces a todos los pobres del mundo, más unos cuantos millones de burgueses en la habitación de invitados.

Afortunadamente, soy un consumado profesional, así que sólo asentí, agaché la cabeza, suspiré un poco más y vigilé cómo su mano se acercaba cada vez más a la mía.

—Es bueno que te sientas mal —opinó, después de pensarlo. No mucho, obviamente, pero algo—. Si no sintieses nada, eso significaría que no hay amor, ni pasión. No somos nada sin pasión.

«Tampoco somos gran cosa con ella», pensé, y comencé a quitarme la camisa.

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