Read Una noche de perros Online

Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (14 page)

—Sí.

Hubo una pausa e intuí que mi respuesta lo había complacido, porque la sonrisa cambió el sonido de la respiración. Si lo hubiese negado, número equivocado, no hablo inglés, él habría sabido que era un jugador. Si hablaba, quizá me tomaría por idiota. Después de todo, las pruebas apuntaban en ese sentido.

—Bien. ¿Le importaría decirme de qué hablaron?

—Bueno —dije, y fruncí el entrecejo como muestra de mi voluntad por concentrarme—, me preguntó por mi hoja de servicios en el ejército. Estuve en el ejército, por si no lo sabía.

—Caray. ¿Él lo sabía, o se lo dijo usted?

Otro gran pensamiento por parte del idiota.

—No estoy seguro. Ahora que lo menciona, creo que él ya lo sabía.

—¿La chica también lo sabía?

—No puedo responderle con seguridad; no le presté mucha atención. —Fue una suerte que no me tuviesen conectado a una máquina. La aguja habría saltado hasta la otra habitación—. Me preguntó por mis planes, la clase de trabajo que hacía. Que no es gran cosa, si he de decir la verdad.

—¿Usted estaba en inteligencia?

—¿Qué?

Por mi manera de decirlo, se suponía que bastaba para responder a la pregunta, pero él insistió:

—En el ejército. Combatió contra los terroristas en Irlanda. ¿Usted estaba en inteligencia?

—Dios mío, no. —Sonreí, como si me sintiese halagado por la idea.

—¿Qué es tan divertido?

Dejé de sonreír.

—Nada, sólo... ya sabe.

—No, no lo sé. Tiene mucho que ver con mis preguntas. ¿Estuvo en inteligencia militar?

Respiré dolorosamente antes de contestar.

—El Ulster era un sistema, nada más. Todo lo que ocurría allí ya había ocurrido un centenar de veces antes. El sistema lo era todo. Las personas como yo sencillamente hacíamos bulto. Rondaba por ahí. Jugaba algún partido de squash. Tomábamos unas copas. Era bastante divertido. —Creí que había exagerado, pero a él no pareció importarle—. Escuche, mi cuello... no lo sé, pero algo no está bien. Necesito que me vea un médico.

—Es un mal tipo, Tom.

—¿Quién?

—Woolf. Malo de verdad. No sé qué le habrá contado de sí mismo. Me huele que no le habló de las treinta y seis toneladas de cocaína que ha introducido en Europa en los últimos cuatro meses. ¿Se lo dijo? —Intenté negar con la cabeza—. No, supongo que se le olvidó mencionarlo. Pero eso es malo con M mayúscula. Yo diría que sí. El tipo es el diablo en persona, y vende crack.

Sí. Cocaína. Suena como una canción. ¿Qué rima con cocaína?

—Cochina —dije.

—Sí —aprobó Acicalado; le gustó. Los zapatos de cuero dieron un paseo—. ¿Alguna vez se ha fijado en que los tipos malos se mezclan con los tipos malos, Tom? —Lo había notado. Es lo habitual. No lo sé, les gusta sentirse como en casa, compartir intereses, el mismo signo del zodíaco, lo que sea. Se ve mil veces. Mil veces. Los zapatos se detuvieron—. Así que, cuando un tipo como usted comienza a hacer manitas con un tipo como Woolf, debo decir que entonces usted no me agrada.

—Oiga, se acabó —proclamé con petulancia—. No le diré ni una sola palabra más hasta que vea a un médico. No tengo ni la menor idea de lo que me habla. Sé de Woolf lo mismo que sé de usted, que es nada, y creo que con toda probabilidad tengo el cuello roto. —Ninguna respuesta—. Exijo ver a un médico —repetí, e intenté parecerme en todo lo posible a un turista inglés en una garita de la aduana francesa.

—No, Tom, no creo que debamos malgastar el tiempo de un médico. —Su voz era la misma, pero se le notaba nervioso. Crujió el cuero y se abrió la puerta—. Quédate con él. No lo dejes solo ni un segundo. Si tienes que ir al lavabo, me llamas.

—Espere un momento. ¿Qué es eso de malgastar el tiempo? Estoy herido. Me duele, por el amor de Dios.

Los zapatos se volvieron hacia mí.

—Puede ser, Tom. Claro que puede ser. Pero ¿quién demonios friega los platos de papel?

No había muchas cosas buenas que decir de mi situación. Digamos que muy pocas. Pero la regla es que, después de cualquier enfrentamiento, ganado o perdido, piensas a ver cuánto puedes aprender. Así que eso hice, mientras Richie descansaba apoyado en la pared junto a la puerta.

Primero, Acicalado sabía mucho y lo había aprendido deprisa. Así que contaba con gente, o buenas comunicaciones, o ambas cosas. Segundo, no dijo «llama a Igor o a alguno de los otros muchachos». Dijo «me llamas». Eso probablemente significaba que Acicalado y Richie eran los únicos en el transbordador espacial.

Tercero, y en ese momento lo más importante, yo era el único que sabía a ciencia cierta que no tenía el cuello roto.

OCHO

Me hice soldado para ganar fama, y me dispararon por seis peniques al día.

Charles Dibdin

Pasó algún tiempo. Quizá fue mucho tiempo, y probablemente lo fue, pero después de estrellarme con la moto había comenzado a sospechar un poco del tiempo y de su comportamiento. Me registraba los bolsillos después de cada encuentro, esa clase de cosas.

No había manera de medir nada en aquella habitación. La luz era artificial y estaba permanentemente encendida. El nivel sonoro tampoco ayudaba en nada. Oír el tintineo de las botellas de leche en el cesto, o a alguien que gritaba
«Evening Standard,
acaba de llegar la edición de las cinco de la tarde» hubiese ayudado un poco. Pero no puedes tenerlo todo.

El único artilugio cronométrico que tenía en mi persona era la vejiga, que me dijo que habían pasado aproximadamente unas cuatro horas desde la salida del restaurante, lo que no concordaba con el pestazo del masaje de Acicalado. Claro que tampoco te puedes fiar mucho de estas baratas vejigas modernas.

Richie había salido de la habitación sólo una vez, para traer una silla. Durante su ausencia había intentado desatarme, hacer una cuerda con las sábanas, y descolgarme hasta la calle, pero sólo conseguí rascarme el muslo antes de que reapareciera. En cuanto se puso cómodo, no volvió a hacer ruido, lo que me hizo pensar que también había traído algo para leer. Pero no se lo oía pasar las páginas, así que era un lector muy lento o sencillamente tenía bastante con mirar la pared, o a mí.

—Tengo que ir al lavabo —anuncié con voz ronca.

Ninguna respuesta.

—Digo que tengo...

—Cierre el pico.

Eso estaba bien. Me hacía sentir mucho mejor respecto a lo que le haría a Richie.

—Escuche, tiene que...

—¿No me ha oído? Cierre el pico. Si tiene que mear, mee donde está.

—Richie...

—¿Quién coño le ha dicho que puede llamarme Richie?

—¿Cómo quiere que lo llame? —Cerré los ojos.

—No me llame nada. No me llame. Quédese ahí y mee. ¿Está claro?

—No quiero mear.

Casi oí el ruido de su cerebro.

—¿Qué?

—Tengo que cagar, Richie. Es una vieja tradición británica. Si quiere quedarse sentado en la misma habitación que yo mientras cago, es cosa suya. Sólo me pareció justo avisarle.

Richie lo pensó durante un rato, y yo estaba seguro de oír cómo arrugaba la nariz. La silla crujió, y los zapatos de goma se acercaron.

—No puede ir al lavabo, y no puede cagarse encima. —La cara apareció a la vista, tensa como siempre—. ¿Me escucha? Quédese donde está, cierre el maldito...

—Usted no tiene hijos, ¿verdad, Richie?

Frunció el entrecejo en lo que pareció ser un esfuerzo enorme para su cara. Las cejas, los músculos, los tendones, todo en acción para esta única y un tanto estúpida expresión.

—¿Qué?

—La verdad es que no tengo ninguno propio, pero sí tengo ahijados, y sencillamente no puedes decirle que no lo hagan. No funciona.

Se acentuó la expresión ceñuda.

—¿De qué coño habla?

—Me refiero a que lo intenté. Llevas a los niños en el coche, y uno de ellos quiere hacer caca, y le dices que se aguante, que se ponga un corcho, que espere a que lleguemos a alguna parte, pero no funciona. Cuando el cuerpo quiere cagar, caga.

El fruncimiento se aflojó un poco, cosa de agradecer, porque comenzaba a cansarme con sólo mirarlo. Se inclinó hacia mí y colocó su nariz en línea con la mía.

—Escúcheme, gilipollas...

Hasta ahí llegó, porque cuando acabó de decir «gilipollas» levanté la rodilla derecha con toda la fuerza que pude y lo golpeé en la mejilla. Se quedó inmóvil por un segundo, en parte por la sorpresa, y el resto por el golpe, y yo levanté la pierna izquierda y le enganché la nuca. Mientras lo arrastraba hacia abajo, él consiguió adelantar la mano izquierda en un intento por mantenerse levantado. Pero el pobre no tenía ni idea de lo fuertes que son las piernas. Las piernas son muy fuertes.

Mucho más que las gargantas.

Debo admitir que duró bastante. Intentó lo habitual en estos casos: golpearme en los testículos, lanzarme puntapiés, pero para hacer estas cosas de manera efectiva necesitas aire, y yo no estaba de humor para suministrarle ninguna cantidad útil. Su resistencia fue subiendo. Siguió todos los pasos: furiosa, salvaje, aterrorizada, llegó a la cima y después bajó rápidamente a inconsciencia. Seguí estrangulándolo sus buenos cinco minutos después de su último puntapié, porque de haber estado en su lugar me habría hecho el muerto al ver que se había acabado el juego.

Pero era obvio que Richie no se hacía el muerto.

Me habían atado con correas, por lo que tardé algún tiempo. Las únicas herramientas disponibles eran mis dientes, y para cuando acabé tenía la sensación de haberme comido un par de maletas. También obtuve pruebas fehacientes de la herida en la barbilla, porque la primera vez que rozó contra una hebilla, creí que saldría por el techo. En cambio, miré hacia abajo y vi el montón de sangre en la correa, alguna oscura y vieja, otra roja y muy fresca.

Me tumbé en la cama, agotado por la proeza, e intenté a fuerza de masajes devolver un poco de vida a mis muñecas. Luego me senté de nuevo, moví las piernas suavemente por encima del borde del lecho y las apoyé en el suelo.

Fue la gran variedad de dolores lo que me impidió gritar. Venían de tantas partes, hablaban en tantos idiomas, vestían tal cantidad de trajes regionales, que durante quince segundos sólo pude conseguir tener la boca abierta como muestra de mi asombro. Me aferré al borde de la cama y cerré los ojos hasta que el clamor se redujo a un parloteo, y luego hice un segundo inventario. Fuera lo que fuese contra lo que había chocado, había sido con el lado derecho. La rodilla, el muslo y la cadera me gritaban, y sus gritos eran mucho más fuertes después del reciente encontronazo con la cabeza de Richie. Tenía la sensación de que me habían quitado las costillas y las habían vuelto a colocar desordenadas, y mi cuello, aunque claramente no estaba roto, apenas se movía. Caso aparte eran los testículos.

Habían cambiado. Me negaba a creer que fuesen los mismos testículos que no sólo había cargado toda mi vida, sino que los había tratado como íntimos amigos. Eran grandes, mucho más grandes, y de una forma absolutamente errónea.

Sólo se podía hacer una cosa.

Existe una técnica, conocida por los practicantes de las artes marciales, para aliviar los dolores del escroto. Se utiliza con frecuencia en los
dojos
japoneses, cada vez que tu compañero de entrenamiento se pasa de listo y te casca una en el vecindario genital.

Lo que haces es esto: saltas quince centímetros en el aire y aterrizas sobre los talones con las piernas todo lo rígidas que puedas, para aumentar, sólo por un instante, la atracción gravitacional en el escroto. No sé por qué debería funcionar, pero funciona, o no. Así que lo intenté unas cuantas veces. Di saltos por toda la habitación con toda la fuerza que me permitía mi pierna derecha, hasta que gradualmente, infinitesimalmente, comenzó a disminuir el terrible dolor.

Luego me agaché para examinar el cadáver de Richie.

La etiqueta del traje proclamaba la buena hechura de Falkus, Sastrería de Primera, pero nada más; tenía seis libras y veinte peniques en el bolsillo derecho del pantalón, y un cortaplumas con dibujo de camuflaje en el izquierdo. La camisa era de nailon blanco, y los zapatos Baxter de cuero vuelto. Eso era más o menos todo. No había nada más para destacar a Richie de la plebe y hacer que se le acelerara el pulso al hábil investigador. Ningún billete de autobús. Tarjeta de la biblioteca. Ninguna página de los anuncios de contactos de un periódico local con un anuncio marcado con rotulador rojo.

Lo único que encontré que se apartaba remotamente de lo habitual fue una pistolera Bianchi que contenía una flamante Glock 17 de 9 mm.

Quizá habéis leído, en algún momento u otro, algunas de las tonterías que se han escrito sobre la Glock. El hecho de que una gran parte esté fabricada con un polímero hizo que tiempo atrás un par de periodistas se entusiasmasen con la idea de que el arma podía pasar desapercibida en los aparatos de rayos X de los aeropuertos, cosa que es una soberana estupidez. La corredera, el cañón y unas cuantas piezas más son metálicas, y si no bastara con eso, diecisiete balas Parabellum son muy difíciles de pasar como recambios de pintalabios. Lo que sí tiene es un gran cargador, una gran precisión, pesa poco, y es de una fiabilidad incomparable. Todo esto hace que la Glock 17 sea el arma favorita de nueve de cada diez amas de casa.

Moví la corredera para meter una bala en la recámara. La Glock no tiene seguro; apuntas, disparas, y echas a correr como alma que lleva el diablo. Mi tipo de arma.

Abrí la puerta del pasillo, y vi que allí no había transbordador espacial alguno. Era un vulgar pasillo blanco, con siete puertas. Todas cerradas. Al final del pasillo había una ventana que se abría a un perfil urbano que podía ser de cualquiera de cincuenta ciudades. Era de día.

Fuera cual fuese el fin para el que habían construido el edificio, era obvio que llevaba mucho tiempo sin cumplirse. El pasillo estaba sucio y en él había toda clase de basura: cajas de cartón, pilas de papel, bolsas de plástico, y más o menos por la mitad, una bici de montaña sin ruedas.

Declarar seguro un edificio hostil es realmente un juego para tres o más participantes. Seis es un buen número. El jugador a la izquierda del que reparte se ocupa de las habitaciones, con dos más como secundarios, mientras los otros tres vigilan el pasillo. Así es como funciona. Si realmente tienes que hacerlo solo, las reglas son otras. Abres cada puerta muy lentamente, vigilas la retaguardia mientras lo haces, espías entre las bisagras y tardas una hora en recorrer diez metros. Eso es lo que dicen todos los manuales que se han escrito sobre el tema.

Other books

The Secrets of Their Souls by Brooke Sivendra
CRAVE - BAD BOY ROMANCE by Chase, Elodie
Bringing the Boy Home by N. A. Nelson
Capturing Caroline by Anya Bast
Wail of the Banshee by Tommy Donbavand
Wait for Me by Mary Kay McComas
Clemmie by John D. MacDonald


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024