Un asesinato musical (58 page)

Estuvo repitiendo los acordes iniciales un buen rato, pues el gran barítono lo interrumpía continuamente para darle explicaciones. Theo también intervenía, pero desde fuera no se alcanzaban a oír los comentarios, tan sólo un eco de las voces y el sonido del piano; al fin, le dejaron interpretar los acordes sin interrupciones.

Johann Schenk empezó a cantar.

Michael se concentró en escucharle. «Llegué como un extraño,/ y como un extraño partiré», aquellas palabras reverberaron en su interior. «No me es dado planear mi viaje,/ ni el momento escoger,/ yo y sólo yo puedo mostrarme/ el camino en la oscuridad de la noche». Estaban a plena luz del día. El amarillo sol abrasaba la hierba, pero el salón quedaba envuelto en una espesa penumbra. Theo pasó rápidamente una página.

«Franqueo la puerta.../ "Buenas noches", escribo en una nota y la cuelgo de ella,/ para que sepas que he pensado en ti», cantó el gran barítono junto al piano, observando al joven pianista. Luego hizo una pausa.

Michael tuvo la sensación de que interpretaba aquella canción sólo para él. Sintió que una mano fría le asía y estrujaba el corazón. Entró en el salón atraído por la oscuridad. Johann Schenk estaba de espaldas y no reparó en su presencia mientras entonaba la estrofa sobre las gélidas lágrimas. Una vez que hubo concluido el lamento de las lágrimas que fluyen del corazón ardiente, y de cantar la frase «todo el hielo del invierno», hizo al fin una pausa, se sacó del bolsillo un pañuelo bien planchado, se enjugó el rostro y dio media vuelta.

Empezó entonces a dar voces y el muchacho, asustado, dejó de tocar. Theo extendió los brazos.

—¡Ni hablar! —gritaba el gran hombre en su inglés con acento alemán—. ¡Ni hablar! —le espetó a Theo. Luego se volvió hacia Nita—. A ellos no les he invitado y no cantaré si están aquí. ¡Es una sesión privada! —exclamó, y descargó un puñetazo en el costado del piano—. Esto no es un concierto, y es inadmisible que gente de fuera, y encima
polizei
—aquel término alemán chirrió en medio del peculiar inglés—, estén presentes.

Sofocado, sumido en la consternación, Michael se retiró al rincón del césped donde seguían apostados Eli Bahar y el sargento Ya'ir. Relajó el gesto y serenó su ajetreada respiración. En aquel momento se sentía como si lo persiguiera una maldición. Como si su persona, por el mero hecho de estar allí en el césped, representara la fuerza bruta y la opresión y mancillara la música. Nadie, excepción hecha de Nita, sabía cuánto le gustaba
Winterreise.
Y para aquel consumado artista, la presencia de un policía a la puerta de la sala era una profanación.

Transcurrió un rato antes de que volviera a oírse la voz del barítono, y más de media hora hasta que Johann Schenk terminase la última canción del ciclo. Entonces se hizo el silencio.

Al aproximarse de nuevo a la puerta, Michael le oyó explicar a Nita, que seguía en el mismo sitio, que no iba a cantar la última canción,
Der Leiermann,
porque si la cantaba no podría repetirla en el concierto de la noche. Aquella canción, dijo Johann Schenk, dirigiéndose al pianista, jamás debía cantarse más de una vez por semana. Tras ella no podía haber sino silencio.

Y era precisamente esa canción, la más triste de todas, la canción del hombre muerto en vida, la que Michael anhelaba escuchar en aquel momento, en la oscuridad de la sala. Había algo en ella que sintonizaba a la perfección con el estado de ánimo en que se encontraba. Algo relacionado con la fría desesperación y la resignación de la voz triste, casi ahogada, con que el protagonista le pedía al organillero que lo acompañara. Qué gran vacío sentía Michael en los brazos. Otra persona, pensaba, estaría acariciando la dulce piel de su nena. Pero luego, vencido, reflexionó: «¿Su nena? ¿Por qué suya? ¿Cómo que suya?».

Valerosamente, entró de nuevo en el salón. Vio con asombro que el cantante se apresuraba a descender de la tarima para acercarse a él y pedirle disculpas.

—Un ensayo es algo muy íntimo —explicó Johann Schenk con cierto bochorno—. Y para mí, esta lección al joven pianista es una especie de ensayo. Luego habrá una clase magistral, grabada para la televisión, eso no es problema. ¡Pero esto era distinto! —a continuación, comentó una vez más que nadie le había advertido que habría policías presentes mientras cantaba, aunque tendría que haberlo imaginado, añadió con un suspiro, dado lo que le había ocurrido a Gabriel van Gelden. Hasta esa misma mañana no se había enterado del asunto en detalle—. ¡Qué espantosa tragedia! —estaba más que dispuesto a dedicar unos minutos del descanso a la policía, si es que podía ayudarles en algo. El difunto señor Van Gelden era un hombre de gran talento; se habían visto hacía no mucho en Amsterdam.

Alejándose apenas del Beit-Lillian, en un rincón desde el que se divisaba el tejado de una casita, Michael le preguntó a Johann Schenk si Gabi le había pedido que participara en la interpretación de una obra barroca. El barítono lo miró pasmado, y también asustado, con ese característico miedo al contacto con las autoridades que sienten quienes se han criado en un régimen totalitario. Volvió a enjugarse el ancho rostro con su pañuelo, carraspeó y dijo que, en efecto, la última vez que se vieron, hacía algo más de un mes, Gabriel van Gelden le había enseñado dos páginas de la copia moderna de una partitura para él desconocida. Gabriel no había querido revelarle qué era ni de quién, pero le aseguró que se trataba de una obra maestra barroca de inestimable valor. En realidad, se había compuesto para un bajo, pero como en la actualidad no había bajos de peso, se la había ofrecido a él, pese a que era barítono. Schenk quería saber cómo es que Michael estaba al tanto de la existencia de tal obra, un asunto tan confidencial que hasta le habían pedido que firmara un documento comprometiéndose a guardar el secreto.

En lugar de responderle, Michael le preguntó si conservaba aquellas dos páginas. Alarmado, el cantante repuso tajantemente que no. Gabriel van Gelden se había negado a dejárselas.

Michael preguntó entonces si alguien más sabía de aquella entrevista suya con Gabriel.

Schenk negó con la cabeza. Pero él confiaba en Gabriel. Todo el mundo sabía que era un músico muy serio. Y él había trabajado con Theo varias veces en obras de Wagner, y en óperas de Mozart. También a él le tenía un gran respeto. Y a Nita. Se lo tenía a toda la familia, una familia maravillosa. Los veía siempre que actuaban en Europa, incluso antes de que cayera el Muro de Berlín, porque, gracias a su reputación internacional, le concedían libertad de movimientos para asistir a conciertos en el extranjero. Ellos le habían perdonado que fuera alemán, dijo con una media sonrisa, y él se había mostrado dispuesto a comprometerse con el proyecto de Gabriel sin necesidad de que le explicara de qué se trataba. Sólo sabía que se había hecho un descubrimiento que iba a causar un revuelo sin precedentes. Gabriel van Gelden así se lo había asegurado, y Gabriel no era el tipo de persona que hablaba a tontas y a locas. Era un hombre reservado, totalmente de fiar.

Michael regresó junto a Eli Bahar y el sargento Ya'ir, que continuaban paseándose por el césped.

—Un murciélago debió de escupir la semilla aquí —le decía el sargento Ya'ir a Eli, señalando un níspero cercano—. Se ve que no lo han plantado. En nuestro
moshav
también tenemos nísperos.

—¿Y cómo se llama ése de ahí, el que es como un árbol de Navidad? —preguntó Eli, que aún no había visto a Michael.

—Es un abeto —dijo el sargento Ya'ir.

Michael alzó la vista hacia la copa del árbol, vio las banderas que ondeaban sobre los cables de la electricidad, tosió. Ambos se volvieron a la vez hacia él.

—¿Vamos a tener que quedarnos mucho tiempo más? —preguntó Eli—. ¿Cuánto va a durar esto?

—Se supone que durará hasta las seis —repuso Michael calmoso—, pero yo no me voy a quedar con vosotros. Voy a volver ahora. Lo he acordado con Balilty. Tengo asuntos que resolver en la oficina, vosotros dos os encargaréis de volver con ellos.

Eli se quitó las gafas de sol, a punto de replicar. Pero se lo pensó mejor y volvió a ponerse las gafas sin haber dicho nada.

—Voy a dejarte anotadas unas cuantas preguntas para Nita —le dijo Michael a Eli—. Quiero que se las hagas luego, sin que las oiga su hermano.

—¿Por qué no se las preguntas tú ahora? —dijo Eli a la vez que esbozaba un ademán generoso.

—Porque... es complicado. Te las voy a dejar a ti y quiero que grabes las respuestas.

—Puedes preguntárselo tú —insistió Eli—, y grabar las respuestas ahora mismo —miró al sargento Ya'ir, que bajó la vista—. Dile que salga un momento —le dijo Eli al sargento.

Al salir del edificio, Nita entornó los ojos, heridos por el sol. Parada en el vano de la puerta, a Michael le pareció delgada y frágil. Se precipitó hacia ella. Oyó a sus espaldas los pasos de Ya'ir, pero el sargento no se atrevió a acercarse a ellos.

—No puedo hablar contigo ahora —dijo Michael con voz ahogada—, pero necesito preguntarte algo.

—¿Por qué no puedes hablar conmigo? —preguntó ella, inexpresiva, sombreándose los ojos con la gran mano. Sus facciones se endurecieron.

—Eso tampoco puedo decírtelo. Dime, por favor, si Gabi te habló alguna vez de una misa de réquiem de Vivaldi.

Nita se retiró la mano de la frente y lo miró totalmente defraudada.

—¿Cómo dices? —preguntó anonadada.

—Gabi, un réquiem de Vivaldi. ¿Te habló alguna vez de eso? —insistió Michael, la voz estrangulada, mirando las pupilas muy dilatadas de Nita.

—Vivaldi no ha compuesto ningún réquiem —replicó Nita, y desvió la vista, al parecer demasiado avergonzada de él como para mirarlo a la cara—. ¿No sabes que no existe ningún réquiem de Vivaldi?

—Te lo preguntaré de otra forma, ¿Gabi nunca te comentó nada de esa obra?

—¿Cómo me iba a comentar algo de una obra que no existe? —dijo Nita con voz apagada. Volvió a levantar la mano para protegerse del sol—. ¿Es todo lo que querías?

Michael agachó la cabeza.

—Se han llevado a la niña, se la llevaron de casa.

Michael asintió con un gesto.

Nita lo miró a los ojos, a la busca de una señal.

—¿Eso es todo? —preguntó Nita, y se quedó observándolo mientras él callaba—. Así que no queda nada —masculló, y echó a andar lentamente hacia el edificio. Michael la siguió con la mirada. Unos pasos más atrás, el sargento Ya'ir y, no muy lejos de él, Eli Bahar también la contemplaron mientras se alejaba.

—Es una teoría estupenda. Claro que yo no le veo ni pies ni cabeza, pero aun así es estupenda. ¿Por qué iba a entenderla yo? Basta con que la entiendas tú, que eres el que sabe de estas cosas. A estas alturas, Aryeh Levy ya habría comentado algo sobre tu formación universitaria —dijo Balilty, refiriéndose al antiguo comandante del distrito, ya jubilado—, yo no, a mí no me preocupa tu gran educación. Es todo estupendo. Pero, con el debido respeto —prosiguió, y, con ademán efectista, trazó un floreo en el aire—, entretanto, todo sigue en el aire, es un espejismo.

—Por eso te he pedido que me consigas las órdenes de registro y que pongas a mi disposición todos los papeles. Y también por eso te estoy solicitando más hombres para realizar el registro.

—Y lo he hecho todo —replicó Balilty, sacando un montón de papeles del cajón de su escritorio—. Si no te hubieras pasado por tu casa, ni hubieras perdido media hora hablando con la sargento Malka, a estas horas ya habrías terminado de hablar con Izzy Mashiah.

—No he pasado por casa —protestó Michael—. No sé cuánto tiempo llevo sin pisarla...

—Creía que te habías cambiado de ropa —se disculpó Balilty—. Me pareció que esta mañana llevabas otra camisa.

—Ojalá —masculló Michael—. He venido directamente desde Zichron Yaakov, y a la sargento Malka me la encontré esperándome en el pasillo. Tú mismo lo has visto —se quedó en silencio y miró por la ventana, luchando contra el repentino impulso de no satisfacer la curiosidad de Balilty—. La han encontrado —dijo al fin.

—¿A quién?

—A la madre. La han encontrado. Es decir, no necesitaron encontrarla. Una amiga la convenció de que hablara con una asistente social que trabaja con los inmigrantes recién llegados.

—¿Es una recién llegada?

—Una chica de diecinueve años. Rusa, sola en el mundo.

—¿Y van a devolverle a la niña? —exclamó Balilty, atónito, y añadió enseguida—: No, no se la devolverán. La someterán a juicio. Ha cometido un delito al abandonar a una niña de pecho en el sótano de unos desconocidos.

—No sé qué van a hacer —titubeó Michael—. Según parece, están dispuestos a tener en cuenta las circunstancias especiales. En fin, llegó sola a Israel y se aprovecharon de ella... No sé muy bien cómo. Entretanto, la nena está con una familia de acogida, según me dice Malka; aún no se ha tomado ninguna decisión definitiva.

—¿Quiere conservar a la niña? Si la entregara en adopción, considerando la demanda de bebés que hay aquí, puede que saliera bien librada. Pero si crea problemas... no sé. En cualquier caso, lo más seguro es que archiven el caso. Pero vamos a dejarlo por ahora, ¿de acuerdo?

Michael asintió con un gesto.

—Tendrás que testificar si el caso llega a los tribunales —le espetó Balilty—. Tampoco es que tú te hayas atenido a la ley al pie de la letra, ¿eh?

—Ya veremos —repuso Michael ambiguamente. De pronto, se había quedado sin nada por lo que luchar o contra lo que luchar. Lo cierto es que siempre había creído que no darían con la madre.

—No te preocupes —dijo Balilty—. No te vamos a dejar en la estacada, daremos testimonio de tus virtudes —añadió con una risita—. Y ahora, ¿quieres ir al auditorio o hablar antes con Izzy Mashiah? Lleva esperándote desde por la mañana.

—Lo primero, Izzy Mashiah, creo, pero podemos encargar a los nuestros que comiencen a revisar los papeles desde ahora mismo.

—Eso va a ser un poco difícil —dijo Balilty sardónico—, dado que sólo su Majestad sabe qué andamos buscando.

—Andamos buscando una partitura.

—¡Ah, ya! —exclamó Balilty, y se reclinó hacia atrás; sus ojillos inyectados en sangre le daban aspecto de viejo borrachín—. ¿Qué me dices? ¿Una partitura? ¿Sin más? ¿Has visto cuántas partituras hay? ¿Has perdido el poco juicio que te quedaba? —se inclinó hacia delante y dijo casi en un susurro—: Vas a tener que ser un poco más explícito, si no te importa.

—Una vez que haya hablado con Izzy Mashiah —dijo Michael—. De momento sólo puedo decir que no sé qué aspecto tiene. Sólo que es un papel de más de trescientos años de antigüedad, con notas manuscritas.

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