Un asesinato musical (59 page)

—Nadie... —Balilty tragó saliva y tosió durante un buen rato—. A nadie se le ocurriría. Sólo tú eres capaz de pedirme que me ponga a buscar una aguja en un pajar. Podrías tener la amabilidad de... En fin, ¿qué más da?

—Certificados de autenticidad —reflexionó Michael en alta voz—. Tal vez convenga que hagas venir a un experto en documentos del laboratorio para tenerlo a mano.

—¡No haré venir a nadie hasta que no hayamos encontrado algo! —gritó Balilty—. ¡No voy a tener a nadie esperando a lo tonto! ¡Podemos tardar toda la noche, o varios días! ¡Eso si llegamos a encontrar algo!

Balilty contempló su taza de café vacía, golpeó con ella la mesa y luego prosiguió más calmado:

—A mí me basta con lo que ha dicho esa chica. Cantó todo al cabo de diez minutos. Que se suponía que iban a estar juntos, ¿lo oyes?
¡Se suponía!
Estuvo esperándolo una hora y luego se marchó. Habían quedado en un café, pero él no apareció. Más tarde se presentó en su casa. Un cuarto de hora antes de que ambos tuvieran que irse. Ella también toca en la orquesta, es violinista. Él le pidió que no le contara a nadie que había llegado tan tarde. Le prometió el oro y el moro a cambio de que mantuviera la boca cerrada. ¿Es idiota o qué? ¿Por qué iba a mentir por él? Dejó de presentar resistencia en cuanto le dije que la iba a arrestar por mentir. No entiendo qué pretendía citándose con una mujer antes de un concierto y presentándose con un cuarto de hora de tiempo. En fin, si quieres mi opinión, con esto tenemos bastante. Se ha quedado sin coartada, ¡podemos detenerlo ahora mismo!

A Michael le apetecía decir: «¡Pues detenlo y acabemos de una vez!». Pero, en cambio, dijo:

—Hazme un favor. Ya sé que eres el jefe del equipo, pero confía en mí, y si me equivoco nunca volveré a discutir lo que digas. Aunque te parezca que se me ha reblandecido la sesera, ya lo sé, no paras de decirlo, confía en mí en esto. Créeme, es mejor hablar con él antes de detenerlo. Todo es aún muy ambiguo, y con los abogados que le defenderán, nos conviene sacarle una confesión de antemano. Y luego...

—¿Vas a sacarle una confesión? —se mofó Balilty—. ¡Antes crecerán pelos aquí! —dijo a voz en grito, y se señaló la palma de la mano. Recobrando la calma, continuó con voz más normal—: Izzy Mashiah está esperando con Tzilla —se levantó torpemente y empujó la silla hacia atrás—. Yo me marcho al auditorio. Las partituras de su casa te las traerán aquí, a tu despacho. Las del auditorio no pienso trasladarlas. Ya he perdido toda la mañana con el otro asunto —dijo, y, volviendo la cara hacia la ventana, se frotó las mejillas.

—¿Qué asunto?

—Ya sabes, la chica esa que... Dalit —explicó con patente vergüenza—. Elroi se está ocupando de eso ahora. Ya ha hablado conmigo. Dalit... Es una enfermedad. ¿Lo sabías? Está enferma —dijo perplejo—. ¿Cómo íbamos a darnos cuenta? —prosiguió tras una pausa, y suspiró—. Parecía de lo más normal. Cualquiera sabe lo que le va a suceder ahora —concluyó mientras se encaminaba a la puerta con las manos hundidas en los bolsillos.

La conversación con Izzy Mashiah duró más de lo previsto, pero apenas proporcionó la información que Michael esperaba escuchar de un hombre a quien suponía deseoso de contar todo lo que sabía para tratar de ganarse simpatía y confianza.

Michael hizo caso omiso de la expresión afligida de Izzy, de la lasitud de sus miembros, del miedo que reflejaban sus ojos. Le preguntó impaciente:

—¿De qué quería hablar conmigo?

—Hay algo que no le he contado —confesó Izzy Mashiah.

—¿De qué se trata?

—Ya sabe que Gabi y yo, durante el último mes, habíamos tenido... dificultades... Ese hombre —señaló el pasillo con un movimiento de la cabeza— me ha dicho que mi poligrafía resultó anormal.

—Resultó de lo más normal —lo corrigió Michael—, pero ha planteado una serie de interrogantes, precisamente por ser tan normal. Ha demostrado que nos ha mentido.

Izzy Mashiah suspiró.

—Hace algún tiempo... hará unos dos meses, empecé a tener la sensación de que Gabi estaba metido en algo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Michael, poniéndose en tensión.

—Quiero decir que me daba la impresión de que no estaba del todo conmigo. Su cabeza... su corazón... estaban preocupados por algo de lo que no me había dicho nada.

—¿Habló con él de eso?

—Él lo negó. Se justificó diciendo que la formación de su grupo lo tenía estresado. Pero yo sentí una corazonada. Y hace unos dos meses, se marchó a Europa sin mí. Me hacía muchísima ilusión ese viaje —se cubrió la cara con las manos.

Michael golpeteó la mesa con un lápiz, impaciente. Se hizo el silencio y él trató de dominar su impaciencia. Izzy Mashiah se descubrió el rostro. Michael se relajó al ver que no lo tenía húmedo.

—Llevábamos hablando de ir juntos a Europa desde la Pascua, y luego va y se marcha solo. ¡Dos veces! ¡Y ni siquiera se dignó decirme por qué!

Perdieron un buen rato con la descripción detallada de las agonías mentales de Izzy Mashiah. («Además el trabajo me estaba dando muchos quebraderos de cabeza, y otros asuntos de mi vida, y para colmo todas las primaveras me deprimo.» Y: «Era el momento en que más lo necesitaba, pero si se lo decía, sólo servía para que se enfadara».) Todo concluyó con una simple declaración de celos:

—Pensé que estaba con otro.

Michael encendió un cigarrillo.

—¿Cómo se lo tomó?

—Empecé a revisar sus papeles, a seguirlo, a espiarlo —repuso Izzy Mashiah, ruborizándose—. Ya sé que suena fatal, pero es que estaba desesperado.

—¿Cómo lo espiaba? —preguntó Michael; contuvo el aliento y trató de poner aire indiferente—. ¿Qué descubrió?

—Miraba su agenda, le abría el correo —musitó Izzy Mashiah—. Y, al final, fui a Holanda para ver con quién estaba... pensaba que tenía una relación en Delft.

—¿Por qué en Delft?

—Llegaron un par de cartas de allí, y... —se quedó en silencio.

—¿Y tenía esa relación?

—No era nada de lo que me había imaginado —gimió Izzy Mashiah—. Estaba seguro, casi seguro, me daba muchísimo miedo. Lo llamaron por teléfono desde Delft. Un par de veces. Y le enviaron un fax. En su agenda descubrí un nombre con el número de teléfono correspondiente.

—¿Qué ha hecho con su agenda?

—Se la quité —reconoció Izzy Mashiah—. La escondí entre mis papeles, en el trabajo, y él pensó que la había perdido. No tenía otra manera de revisarla. Tuve que... en realidad la robé, y luego no se la pude devolver.

—¿Y después de que muriera? ¿Ha seguido guardándola allí?

Izzy Mashiah negó con la cabeza.

—La he quemado —dijo en tono culpable—. Me daba miedo que... después de la prueba poligráfica, y de ver cómo me miraba el otro policía, tuve un ataque de pánico.

—¿La ha quemado? ¿Cómo?

—¿Qué más da? La he quemado.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—Bueno, no es que la quemara exactamente —Izzy Mashiah parecía avergonzado, su mirada vagaba inquieta de aquí para allá—. Suena mejor decir que la quemé, pero ¿dónde la iba a quemar? La partí en pedazos.

—¿Cuándo?

—Después de mi primera visita a la comisaría. La partí en pedacitos y...

—¿Y...?

—Y la tiré por el retrete —reconoció. Tenía la cara arrebolada—. Ya sé que parece horrible —tartamudeó—. Ya sé que parece que no he cuidado el recuerdo de Gabi. Que desprecio sus cosas. Pero no es verdad —miró a Michael a los ojos—. No es verdad en absoluto. Créame, no es lo que parece. El problema es que tenía mucho miedo, y vergüenza también. Va en contra de mis principios sobre el respeto a la intimidad. Era la primera vez que hacía algo así, créame.

—¿Y qué ponía en la agenda?

—Los nombres holandeses que he mencionado antes. Todos de hombres. Y sonaban tan... Hans, Johann, sonaban tan extranjeros, holandeses o alemanes... Pensé que se había cansado de mí. Que se había enamorado. Al final, fui a comprobarlo en persona —concluyó a la vez que se le escapaba un sollozo.

—Estuvo usted en Holanda. Eso lo sabemos. Ya nos lo había dicho. Estuvo allí justo antes de que asesinaran a Felix van Gelden.

—Y también estuve en Delft —reconoció Izzy Mashiah—, y me presenté en la dirección de Hans van Gulik.

—Van Gulik, ¿no se llama así el escritor de las novelas de detectives chinas que leía Gabriel? —preguntó Michael en un tono premeditadamente agradable.

—Eso es —dijo Izzy Mashiah sorprendido—. Pero no es el mismo Van Gulik.

—Así que fue a su casa —dijo Michael, retomando el hilo del interrogatorio.

—Era una tienda de antigüedades. Entré. Había un par de empleadas. Es una tienda bastante grande, mayor que la de Felix. Atiborrada de muebles viejos, y también había un viejo. Más o menos de la edad de Felix.

—¿Habló con él?

—Les dije a las mujeres que buscaba a Hans van Gulik —dijo Izzy con voz ronca—. Una de ellas señaló al viejo y dijo: «Ahí tiene al señor Van Gulik».

—¿Y entonces?

—Entonces comprendí que había metido la pata hasta el fondo, pero aun así me dirigí hacia él. Le pregunté... le dije que me enviaba Gabi. Se puso muy tieso y me miró como si hubiera incurrido en una terrible imprudencia. Como si... me apresuré a aclararle que Gabi me lo había recomendado como anticuario de confianza. Que andaba buscando un clavecín antiguo que pudiera restaurar. Hablé por los codos y vi que su actitud se iba transformando por completo. Al principio estaba muy tenso, pero en cuanto aludí al clavecín se volvió muy cortés, y yo comprendía que había gato encerrado. No es que no fuera amable. Me preguntó si conocía a Felix. Incluso preguntó por Herzl.

—¿Conocía a Felix y a Herzl?

—Me contó que era amigo de la infancia de Felix. Quise decirle que yo también formaba parte de la familia, que Gabi y yo... Pero no dije nada.

—¿Y el otro hombre?

—En la agenda sólo ponía «Johann — Amsterdam», y el nombre de un café que no recuerdo.

—¿Se lo contó a Gabi al volver?

—¿Cómo se lo iba a contar? —exclamó Izzy Mashiah—. Después de que su padre muriera así, ¿cómo iba a importunarle con mis miedos? Ni siquiera estaba con él cuando sucedió. Llegué unos días después.

—¿Así que en realidad no asistió a un congreso?

—Sí, claro que asistí. Ustedes mismos lo han verificado. Le traje toda la documentación a esa chica.

—¿Qué chica?

—La rubia de pelo corto. Le entregué toda la documentación el día después de entregarle a usted mi pasaporte. Estuve en el congreso en Francia y luego fui a Holanda sólo por el asunto de Gabi. Lo llamé desde París y le dije que me iba a tomar unos días de descanso. No entré en detalles. Me daba miedo decirle la verdad, y además quería que se reconcomiera un poco —confesó avergonzado—. No sabía que iban a asesinar a su padre en mi ausencia —volvió a sepultar el rostro en las manos.

—¿Y cómo reaccionó ante sus ambigüedades? ¿Él también se puso celoso?

—No —Izzy Mashiah suspiró—. Tratar de inspirarle celos era una pérdida de energía. Hace mucho tiempo le dije que no se permitía sentir celos, que era un mecanismo de defensa porque tenía miedo a que le hicieran daño. Pero él se echó a reír y me dijo: «Estoy convencido de que nadie puede significar para ti lo que yo significo. Y si llegaras a encontrar a alguien que te importara más, sería una señal de que las cosas tenían que ser así». Yo le envidiaba esa fortaleza. ¡A su lado me sentía débil y vulnerable! Soy absolutamente incapaz de sentirme tan seguro como él. Pero ahora me parece que era un mecanismo de defensa. No se permitía quererme tanto como yo lo quería. Eso me parece ahora.

—En su opinión, los celos son una muestra de amor —concluyó Michael—. ¿De verdad lo cree así?

Izzy Mashiah asintió no sin cierto titubeo, y dijo:

—Mire, no soy tan simplista. Sé que mis miedos no son necesariamente proporcionales a mi amor. Ser tan vulnerable es un problema. La actitud posesiva no tiene por qué estar relacionada con el amor. Pero, a fin de cuentas, son sentimientos humanos. Casi se podría decir que forman parte de la naturaleza humana, y que se manifiestan cuando tenemos encuentros profundos con otras personas. De no ser así, ¿por qué sentiríamos miedo?

Michael guardó silencio.

—El racionalismo de Gabi nunca me convenció. Tenía un gran poder sobre mí, era como si estuviera seguro de que para mí él era...

—¿Odiaba a Gabi cuando fue a Holanda?

Izzy Mashiah lo miró alarmado.

—¿Odiarlo? ¿Cómo iba a odiar a Gabi? Tenía miedo. Ya le he dicho que temía que quisiera dejarme. Que hubiera otra persona. Yo qué sé —continuó con aire introspectivo—, tal vez también lo odiaba. Supongo que sí. En todo caso, lo pasé fatal.

—¿Y una vez que conoció a Hans van Gulik?

—En cierto sentido, eso me tranquilizó. Pero no del todo —reconoció Izzy Mashiah—, porque pensé que quizá el tal Hans le había puesto en contacto con otra persona. Con Johann, por ejemplo. Pero a altas horas de la noche, cuando me desvelaba, pensaba que tal vez fuera otro asunto el que se traía entre manos con él. Un asunto de gran importancia. Tan importante como para que hiciera dos viajes a Holanda sin explicarme nada de ellos. De pronto, me enfurecí con él porque me hubiera dejado al margen. Pero después mataron a su padre, y después de eso...

—¿No sabe qué le tenía tan preocupado?

—Ojalá lo hubiera sabido. Probablemente, me habría ahorrado muchos sufrimientos.

—Dígame una cosa —dijo Michael, pasándose el lápiz de una mano a la otra—, ¿cuánto puede valer un manuscrito antiguo de una obra musical?

—¿Una obra importante?

—Pongamos que sí.

—Depende de su antigüedad. ¿Realmente antiguo?

—Digamos que un manuscrito barroco.

—Podría valer millones. El valor disminuiría un tanto si en lugar de estar firmado por el compositor fuera una copia de la época. Como es natural, lo principal es quién es el autor.

—¿Sabe que el fontanero al que decía estar esperando sí que se presentó en realidad? —preguntó Michael sosegadamente—. Sobre el mediodía.

Izzy no dijo nada.

—Y usted no estaba en casa. El día que asesinaron a Gabriel. ¿Sabe que la poligrafía muestra algo muy poco claro en ese punto?

—Yo no maté a Gabi. Lo quería, créame —dijo Izzy Mashiah con voz sorda—. Pero si, a pesar de todo, sospecha de mí, me da igual. Ya no me queda nada que perder. Por lo que a mí respecta, puede detenerme ahora mismo.

—Estoy hablando de que salió de casa —le recordó Michael—. Usted aseguró haber estado en casa todo el día. ¿Salió o no salió de casa?

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