Un asesinato musical (54 page)

Dora Zackheim frunció el ceño.

—No se puede hablar así de estas cosas. ¿Le gustaba más Vivaldi que Bach? No. Pero esto es excelente —dijo a la vez que sacaba un disco compacto de un estante y posaba el dedo sobre la foto de Gabriel van Gelden que lo decoraba—. Es el maravilloso concierto de Vivaldi
La tempesta di mare,
«Tempestad en el mar», y gracias a la interpretación de Gabi, como director y violinista, el lirismo de las melodías de Vivaldi se aprecia muy bien. Y qué inventiva ponía en su música, era un mago de la forma y de la creación de atmósferas —dejó el disco sobre la cama. Sus labios temblaron y se pasó un dedo bajo los ojos para enjugar una lágrima—. Creo —dijo tras unos segundos de silencio— que Gabriel estaba en el buen camino. Si no lo hubieran... si siguiera vivo, se habría convertido en un músico verdaderamente auténtico, sin fanatismo. A veces era, en el fondo de su ser, una maravillosa combinación del artista de finales de este siglo y del artista del XVIII. En él se daba un hermoso diálogo entre las distintas épocas históricas. Tiene que escuchar
La tempesta di mare
—dijo tocando la funda del CD—, porque el veneciano Antonio Vivaldi conoce el mar, y en la obra se refleja su intimidad con él, además de la grandiosidad barroca. Gabi habría impulsado un renacimiento musical en Israel. Gabi todavía tenía mucho que decir —dijo con voz seca, contenida a duras penas.

—¿A qué sorpresa se referiría? ¿De verdad cree que tenía algo que ver con Vivaldi?

—No lo sé. Podrían ser tantas cosas.

—¿Usted también le atribuye tanta importancia a Vivaldi?

—Pues claro —dijo Dora Zackheim, sorprendida—. Toda la música barroca es importante. Pero el clasicismo, Haydn, Mozart, Beethoven, también lo es. Y lo era para Gabi. Es muy difícil saber a qué se refería. Si he de ser sincera —prosiguió con aire conspiratorio—, yo me siento más próxima al periodo romántico. Al siglo XIX, los conciertos de Mendelssohn y Chaikovski, tal como los interpretan Heifetz o Erica Morini. ¿Me comprende?

—¿Nunca le había preparado otras sorpresas?

Dora Zackheim sonrió y bajó la cabeza. Cuando la levantó, tenía un gesto duro en la cara, y su voz sonó fría y queda al decir:

—He vivido tantos años, he visto tantas cosas, que para mí todo es una sorpresa. Cada visita de Gabi era una sorpresa. Todos y cada uno de los buenos conciertos o grabaciones de mis alumnos son una sorpresa. Despertarme por la mañana y respirar es una sorpresa —consultó su reloj, se levantó con esfuerzo y, prácticamente renqueando, se dirigió a la puerta corredera, que Michael se apresuró a abrir.

13
Et homo factus est

—Hace tres años —dijo Yuval cuando ya llegaban a Zichron Yaakov— gané el primer premio en un concurso de violín muy importante. Toqué el concierto de Mendelssohn. Y en la primera clase que tuvimos después del concurso, se lo toqué a Dora. Cuando terminé, me dijo: «Está bien, pero Shlomo Mintz lo ha interpretado mucho mejor que tú». Me eché a reír y ella dijo: «¿De qué te ríes? Tienes que tocarlo tan bien como él». No entendí por qué me tenía que decir que Mintz lo tocaba mejor que yo. Me pareció una bobada. Yo tenía trece años y Mintz llevaba siglos trabajando en el concierto de Mendelssohn.

Miró a Michael en espera de una reacción. Al ver que no reaccionaba, Yuval prosiguió:

—Muchas personas se sienten ofendidas por Dora. Yo nunca me he ofendido. A veces me enfada, pero no me siento insultado. Por ejemplo, una vez que estábamos escuchando a Bach, de pronto me preguntó que quién tocaba mejor, Milstein o yo. Bueno, pues si se me hubiera ocurrido criticar a Milstein, Dora se habría echado las manos a la cabeza y habría dicho: «¿Quién te has creído que eres para criticar a Milstein?». Pero si hubiera dicho que Milstein es maravilloso, me habría gritado: «¿Qué dices? ¡No deberías hablar así! Tienes que pensar que tú eres maravilloso, que eres mejor que Milstein». Cosas así —dijo Yuval a la vez que se volvía hacia Michael y sonreía con inocencia—. Es evidente que no soy capaz de tocar como Milstein y, por otro lado, tampoco me gusta todo lo que él hace. Tengo que darle mil vueltas a lo que voy a decir cuando escucho música con ella. Lo mejor es no preocuparme de lo que quiere que diga. A veces parece que está en la luna —dijo, e inmediatamente se asustó de sus palabras—. No porque sea mayor, no se vaya a creer. Tiene muy bien la cabeza —le aseguró a Michael—. Siempre ha sido así, hace veinte años era igual, me lo han contado los alumnos mayores. Un día te puede decir que has tocado mejor que otro día y al día siguiente te dice lo contrario. A veces da la sensación de que está poniendo a prueba tus nervios.

—A mí me ha dicho que para ser artista hay que tener un ego muy fuerte —murmuró Michael a la vez que introducía el coche en un espacio libre, entre un par de grandes olivos, y apagaba el motor.

—Pues yo debo de tenerlo —dijo Yuval tranquilamente, y sacó las piernas por la puerta—. Nunca ha conseguido que pierda los nervios, y eso que aún no he cumplido los diecisiete. Cuando se queja de mi manera de tocar, practico de la mañana a la noche, y la siguiente vez siempre toco mejor. Además sé que esto —dijo en pie junto a la puerta abierta del coche— me prepara para enfrentarme a otras dificultades. En la vida de un músico hay muchas tensiones, mucha inseguridad. Me han contado muchas cosas, hasta violinistas muy buenos, y estar con Dora te prepara para eso.

—¿Crees que lo hace conscientemente, a propósito, para prepararte? —preguntó Michael a la vez que se inclinaba y volvía a abrir la puerta para cerciorarse de que había apagado el radiotransmisor.

—No sé si siempre se da cuenta de lo que hace, si forma parte de un plan. A veces puede resultar muy destructivo. Uno de sus alumnos, un violinista famoso, lo pasaba fatal cada vez que tenía que actuar porque al subir al escenario se acordaba de los sermones y los gritos de Dora y perdía la confianza.

—Así que lo pasas mal con ella —dijo Michael mientras caminaban hacia el edificio principal del Beit-Daniel; bajó la vista hacia las agujas de pino que alfombraban la tierra seca y compacta, la alzó hacia las copas de los cipreses. Sus ojos se detuvieron en la conocida furgoneta con el logotipo de la Compañía Eléctrica. Se sintió aliviado al saber que Theo y Nita ya habían llegado. Le parecía que en aquel lugar Nita estaba a salvo. Pero no podría relajarse hasta que la viera con sus propios ojos. Sintió además una punzada de dolor; porque precisamente allí, bajo aquel pino, se podría extender una manta y acostar encima a una nena, de espaldas, de manera que viera el cielo y el árbol; y uno se podría tumbar junto a ella y escuchar sus alegres gorgoritos. Se podría hacer eso, sí, se podría.

—No es para tanto —dijo Yuval—. Sin ella, lo tendría mucho más difícil. Ahora mismo es la persona más importante de mi vida. Si no la tuviera a mi lado... creo... me temo que no seré capaz de tomar ninguna decisión relacionada con la música sin su aprobación. Me sentiré totalmente perdido si muere.

—Dime, Yuval... —Michael disfrutaba pronunciando aquel nombre, el mismo que el de su hijo. Durante el trayecto a Zichron Yaakov, tal vez a causa de la vista del mar desde la cima de la colina que rebasaron camino del Beit-Daniel, había imaginado por un instante que era el otro Yuval a quien tenía a su lado. Ya había pasado una semana desde su última conversación telefónica, breve y frustrante, una sucesión de «¿Cómo estás?» y «¿Va todo bien?». Eran las únicas preguntas que conseguía hacerle, y las había repetido una y otra vez durante los meses que Yuval llevaba vagando por Latinoamérica. Las postales de su hijo eran concisas y prosaicas. Y él no había mencionado a la nena. No podía contarle algo así durante una conversación telefónica cuyo propósito básico era que el hijo informase al padre de que aún existía. («Hola papá, estoy vivo», le había anunciado Yuval en su última llamada. «¿Vivo y bien?», preguntó Michael. «Estupendamente», le aseguró Yuval sin entrar en detalles. Michael hablaba con la niña en brazos. Con la cabeza reclinada entre su cuello y su hombro, ella emitía leves ronquidos en la oreja libre de Michael. Le habría gustado hablarle de ella a su hijo, pero ya no era necesario.) Yuval, calculó, estaría a punto de salir de México en dirección a Estados Unidos. Pero no tenía ni idea de cuál era su destino concreto—. Dime, Yuval, ¿no crees que ésa es una debilidad suya como profesora? ¿Puedes independizarte si te sientes tan dependiente de ella?

Quedamente, sin vacilar, Yuval dijo:

—Creo que todo irá bien. Sé que cuando la deje para ir a estudiar al extranjero, o cuando comience a dar conciertos por todo el mundo, seré independiente. Al principio me resultará duro. Es la idea que me he formado hablando con sus antiguos alumnos. Con el tiempo, se liberan de ella... No es fácil de explicar... Es como si no hubiera más remedio que aceptarla tal como es, con gritos incluidos.

—Por lo visto, la educación no funciona sin un componente de terror —dijo Michael, y sonrió a la vez que abría la puerta de madera de la angosta entrada y observaba a Yuval, que ascendía los anchos peldaños delante de él, balanceando el estuche del violín.

El vestíbulo estaba desierto. Un gran cuenco lleno de manzanas, platos de papel con corazones de manzana y vasos de plástico con restos de café descansaban sobre un larga mesa de formica.

—Ya ha terminado el descanso —dijo Yuval—. Me he perdido la primera conferencia, pero no importa. Tengo que irme corriendo al otro edificio —explicó, agradeció a Michael que lo hubiera llevado y salió a toda prisa.

Michael se quedó observando por un ventanal cómo Yuval se alejaba por un camino de tierra y desaparecía tras un recodo. Encontró una cabina telefónica junto a los lavabos, situados en un estrecho pasillo que salía del vestíbulo. Mientras revolvía sus bolsillos en busca de monedas, se asomó a una gran sala. Sólo alcanzaba a ver un tramo de pared y una ancha estantería con algunos libros y revistas. De pronto oyó las notas de un piano, a las que se sumaron una voz y luego un chelo.

—¿Dónde demonios estás? —preguntó Balilty, iracundo, por el teléfono—. ¿Por qué no te has llevado el móvil? ¿Por qué has apagado la radio? ¡No había manera de dar contigo!

—Acabo de llegar al Beit-Daniel. Te estoy llamando desde una cabina —dijo Michael al tiempo que examinaba la fotografía colgada a su lado: dos hombres en pie ante una orquesta. El pie de foto decía que eran Arturo Toscanini y el violinista Bronislaw Hubermann, fundador, en 1936, de la Filarmónica Palestina, como antaño se llamara. Dio un paso atrás para mirarla mejor.

—¿Has hablado ya con Eli? ¡Habla con Eli! Y no les quites la vista de encima. Le he explicado a Eli todo lo que te tiene que decir. Los Van Gelden están con él, y en lugar de... —Balilty tragó saliva—, en lugar de a Dalit he mandado a un tipo nuevo, un jovencito. ¿Lo has visto?

—No, acabo de llegar.

—Te caerá bien —comentó Balilty, soltando una risita—. Tiene un aire parecido al que tenías tú hace unos veinte años. Alto y delgado, con esos ojos especiales, cejas espesas, el tipo de hombre que gusta a las chicas, pero no es... no tiene... es menos... es más normal —declaró al fin—. Es un novatillo directamente salido de su
moshav,
sin tonterías en la cabeza. Cuentas con gente suficiente para mantenerlos bajo vigilancia constante. No quiero que el maestro se quede solo ni un segundo. Ni que tenga ninguna conversación larga con su hermana.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó Michael, y volvió la cabeza en ambas direcciones, creyendo haber oído pisadas. Pero no había nadie, y la música también había cesado. Oyó entonces una voz potente que hablaba en inglés, procedente de una sala cercana.

—Unas cuantas. Eli te pondrá al día. No quiero meterme en explicaciones ahora. Por teléfono no. Pero sí puedo decirte que hemos encontrado a la canadiense. Y niega haber estado con él ese día. Reconoce que estuvo en Israel, en el Hilton o como se llame ahora, pero no con él. Eli te lo explicará mejor.

—¿Así que también mintió sobre eso?

—¿Quién? ¿Dalit?

Michael no dijo nada.

—Sí —respondió Balilty fríamente.

—Tendremos que repasar con lupa todo lo que haya tocado —le advirtió Michael.

—Ya lo estamos haciendo —replicó Balilty sin rechistar—. Hemos verificado lo de la canadiense. Yo mismo hablé con nuestro hombre en Nueva York. Dalit no había cruzado ni una palabra con él. Se lo inventó todo. No quiero más comentarios sobre eso de momento. El tipo de Nueva York, Shatz, te conoce. Dice que os visteis hace unos años. Me va a mandar por fax la transcripción del interrogatorio de la canadiense, y la cinta por correo urgente. La tendremos aquí mañana.

—Es increíble que haya gente que... que pueda pasar algo así... —masculló Michael—. Por lo visto, las personas son una caja de sorpresas inagotable —como Balilty no decía nada, añadió—: Todos cometemos errores.

—Tú lo has dicho —confirmó Balilty indiferente—. Dejémoslo ya. ¿Quieres decirme algo más? ¿Qué tal tu cita en Jolón con la vieja dama?

—Muy interesante —dijo Michael—. Y a la luz de los hechos, de los tuyos y los míos, quiero una orden de registro para las oficinas del auditorio. Los despachos del director administrativo y del director artístico. Y también para el piso de Theo van Gelden. Y para revisar los documentos de la caja fuerte de Felix van Gelden... es decir, para todo. Los documentos de Gabriel también. Quiero examinarlo todo.

—¿También para el piso de Theo? Puede que nos dé permiso sin necesidad de una orden de registro, como la otra vez...

—No, ya no podemos dar nada por sentado —replicó Michael con severidad.

—¿Por lo de la canadiense?

—Y por otros motivos. ¿Qué hay de la otra mujer?

Balilty chasqueó los labios sonoramente.

—Hoy nos estamos andando con muchos misterios —bromeó.

—Es porque estamos hablando por teléfono —se excusó Michael—. Te explicaré todo en cuanto nos veamos. Pero ¿qué hay de la otra mujer? También tenemos que hablar con ella, después de...

—Ya está aquí, esperando fuera —lo interrumpió Balilty—. Puedo cometer algún que otro error, pero todavía me funciona el cerebro, ¿sabes? Que Eli te ponga al día de todo lo demás, porque por teléfono no...

Michael no alcanzó a oír las últimas palabras de Balilty porque reparó en que una joven vestida con chaqueta y pantalón negros lo observaba desde el vestíbulo.

—¿Es usted la persona a la que esperan los dos hombres que han venido con el señor Van Gelden? —le preguntó la joven—. Me han pedido que saliera a recibirlo.

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