Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
La chica de la flauta soltó una risita.
—Aquí tenemos la
Sonata para piano en la menor
de Mozart. Vamos a escucharla durante un rato —se volvió para coger un CD.
—¿Quién la interpreta? —preguntó la flautista.
—Murray Perahia —repuso Theo, y oprimió el botón—. El movimiento lento —tras unos minutos, interrumpió la música y dijo—: Detengámonos aquí, donde vuelven a comenzar las notas repetidas, con un adorno.
Guardó el CD en su caja y cogió otro.
—Ahora, el
andante
de la
Sinfonía Haffner
de Mozart —dijo, y al cabo de un rato—: Helas aquí, las notas repetidas obsesivamente —y apagó la música—. Hay muchísimos movimientos lentos cuyo episodio central se construye sobre el fondo de una sola nota repetida que actúa a modo de horizonte tonal. Durante mucho tiempo, he tratado en vano de encontrar —confesó Theo— otro estilo musical, de cualquier tradición del mundo, que utilice notas repetidas de esta manera. No he hallado ninguno. Es algo exclusivo del estilo clásico, y también se encuentra a menudo en los movimientos rápidos —los jóvenes músicos parecían estar haciendo memoria. Alguien se revolvió en su asiento, la chica de la flauta frunció el ceño, Yuval se llevó un dedo a los labios. Todos se preguntaban si Theo tendría razón.
Tras una pausa, Theo prosiguió:
—Cualquiera que toque un instrumento, como es vuestro caso, sabe qué difícil es repetir una y otra vez la misma nota acertadamente. ¿Y qué es este
monotono
? ¿Es una línea? ¿Es un horizonte? No está aislado, porque posee ritmo y
tempo
, pero no llega a ser una melodía, ya que la siguiente nota es siempre igual. Tampoco es una nota pedal, que sería su réplica mecánica. Es un lugar de quietud en el centro mismo de la obra. Si no reparamos en eso —continuó, alzando de nuevo la voz con dramatismo—, nos quedamos dormidos. Pero si lo percibimos, entonces nos encontramos en un punto de existencia mínima, enfrentados a ese
monotono
que, en mi opinión... —hizo otra breve pausa— está íntimamente relacionado con el pulso del hombre.
Yuval abrió la boca.
—Sí, estoy convencido de que tiene una relación directa con los latidos del corazón —añadió Theo.
Yuval se enderezó, muy agitado.
—Desde finales del Renacimiento hasta los tiempos del padre de Mozart —explicó Theo—, muchos músicos adaptaban el
tempo
del
andante
al pulso humano: setenta y dos pulsaciones por minuto.
Michael tuvo una momentánea sensación de alivio al recordar a Dora Zackheim hablando del
tempo
barroco. Las frases de Theo le sonaban familiares, aunque le extrañaba oírlas en sus labios. Michael pensó que habría sido más lógico que la conferencia de Theo versara sobre Wagner. Era extraño oírle hablar con tanto respeto y pasión de la música barroca. Cierto era que Dora Zackheim había aludido a lo brillante que era Theo como teórico, pero Michael no se lo había tomado muy en serio.
—El pulso define el
tempo
de esta línea de notas, ¡de este hilo de la vida! Aquellos músicos se atrevieron a construir movimientos enteros con un acompañamiento basado en la repetición —exclamó Theo. Y volvió a tomar asiento en el banco del piano—. En el clasicismo, la música deja de ser abstracta por primera vez. ¡Se convierte en una actividad de la vida misma! Recordad cómo en
Don Giovanni,
Zerlina se lleva la mano de Masetto al pecho y, en esos momentos, el acompañamiento refleja precisamente el ritmo del corazón. ¡Pensadlo bien! ¿Sabéis que Mozart copió este recurso? Esto no es idea mía —dijo Theo con modestia—. H. C. Robbins Landon descubrió que Mozart lo copió de Haydn, quien, por cierto, compuso óperas maravillosas —de pronto carraspeó con fuerza, como si estuviera ahogándose—. Una de ellas... disculpad —dijo, y tosió durante un buen rato—.
Il mondo della luna
, contiene numerosos pasajes basados en el pulso, porque uno de los personajes sufre un infarto al final, acompañado de una serie de escalas. Lo que se refleja no siempre es el corazón en su función literal de bombeo —dijo sonriente—, son latidos que podrían denominarse moléculas del espíritu.
Michael dudó si dar algún crédito a aquella afirmación sobre las moléculas del espíritu, extrañado en general de que Theo pudiera decir aquella clase de cosas si la idea que de él se había formado era correcta. En todo caso, se decía Michael mientras Theo pedía a sus oyentes que volvieran a escuchar la
Sonata en la menor
de Mozart, las ideas que había expuesto sobre el ser humano...
El curso de los pensamientos de Michael quedó interrumpido cuando Theo dijo, inclinándose sobre el reproductor de compactos:
—La música del clasicismo es la primera que se desarrolla por completo dentro del «espíritu». Y el corazón, el pulso, la actividad básica de la vida, es la voz oculta y constante de esta música, la música que dio a los latidos un papel tan importante como para convertirlos en una voz independiente. Esto sucede en el lugar «divino», y, por ello, algunos se quedan dormidos al escucharlo.
Dejó el disco compacto y se levantó.
—Hay oyentes que se marean porque ese lugar es en esencia místico, representa una suerte de retorno al seno materno, donde de pronto se oye el latido del corazón materno, y de él pende el mundo entero, toda la existencia sonora. Cuando Haydn y Mozart llegan a este ta-ta-ta-ta —Theo pronunció estas sílabas con voz deliberadamente pareja—, a esta aparente monotonía, se encuentran en el núcleo de su estilo, en el centro del mito de la música clásica. A partir de ese momento se hace evidente que la música ya no es una imagen del orden cósmico, como ocurre en Bach, sino un reflejo del espíritu, del ánimo.
Theo oprimió un botón y Nita cerró de nuevo los ojos. Una línea vertical se marcó entre sus cejas. ¿Habría concebido Theo toda aquella teoría o sería algo comúnmente aceptado? Qué suerte tenían aquellos jóvenes de talento, pensó Michael con una punzada de envidia, la gran suerte de que se les ofreciera la oportunidad de conocer a fondo su campo, de que se les sirviera todo en bandeja, mientras que él... Los jóvenes quedaron en silencio cuando la música cesó. Se fueron poniendo en pie con lentitud. Algunos aplaudieron, otros se acercaron a Theo. Michael aguzó el oído, pero sólo alcanzó a oír el nombre de Wagner y algunas palabras dichas por Theo: «Claro que en
El holandés errante
no...». Al ver que Michael lo miraba, Theo volvió la cabeza hacia otro lado y bajó la voz. El chico que estaba junto a la grabadora la apagó. El joven sentado entre Yuval y Nita permanecía inmóvil con los brazos cruzados. Nita también continuaba en su sitio. Michael se levantó, se acercó a ella, se inclinó y le puso la mano en el brazo. Nita alzó los párpados. Sus pupilas estaban enormemente dilatadas. Los ojos del joven destellaron.
—Se la llevaron ayer —dijo Nita con voz hueca y apagada, como si le costara hablar—. Y tú también desapareciste.
El detective joven se puso en pie. Michael tuvo la súbita intuición de que al nuevo detective no le habían encargado que vigilara a Theo y a Nita, sino a él, para evitar que estuviera a solas con Nita. Sintió que lo inflamaba la cólera y, a la vez, un cierto bochorno. Rechinó los dientes, furioso contra el joven y contra los procedimientos que le causaban aquella humillación. A punto estaba de exigir que le dijera qué instrucciones había recibido, pero se paralizó al sentir que lo tenía demasiado cerca, escuchando todas sus palabras.
—Ha sido una conferencia asombrosa —le dijo a Nita por decir algo. Nita abrió y cerró la boca—. ¿No es así? ¿No ha sido asombrosa?
Nita se encogió de hombros.
—Para mí no. No ha sido nada nuevo —arrastraba las palabras con fatiga—. Ya lo había oído muchas veces.
—¿Se lo habías oído a Theo? —preguntó Michael, como si así se recordase a sí mismo que eran hermanos—. ¿En casa?
—No sólo a Theo. Son temas de sus discusiones con Gabi —dijo Nita entrecortadamente—. Theo ha pulido sus argumentos en esas discusiones. En algunas cosas estaban de acuerdo. A mí me encantaba escucharles —bisbiseó, y enseguida se llevó la mano a la boca a la vez que miraba al joven detective parado junto a ellos.
Michael la miró fijamente, queriendo transmitirle con los ojos lo que no podía expresar de palabra. Quería decirle que estaba cumpliendo órdenes, que la decisión no había sido suya. Quería pedirle que confiara en él. Quería recordarle los momentos que habían compartido. E incluso hablarle de la nena y de sus esfuerzos por renunciar a ella, ya que, por muy cruel que le resultara, era lo mejor para la nena. También quería hablarle de esos otros momentos en que lo dominaba el convencimiento de que iba a luchar por la niña. Pero el detective no se apartó y por eso Michael se limitó a decir con voz muy queda: «Nita», y le apretó el brazo y la miró a los ojos. Tuvo la impresión de que una tristeza enorme y gris alumbraba aquellos ojos por un instante y de que Nita sabía muy bien cómo se sentía él, compartía esos sentimientos y lo comprendía todo. Entonces se atrevió a dirigirle una mirada interrogante, pidiéndole con los ojos que confirmara sus impresiones. Y ella hizo un gesto de asentimiento. Muy despacio, bajó la cabeza, la levantó y volvió a bajarla.
Los tres policías ocuparon una mesa aparte durante la comida. Fue entonces cuando Eli presentó formalmente a Michael y al sargento Ya'ir. Hablaron poco. Michael estaba de espaldas a una buganvilla roja que trepaba alrededor de la ventana, junto a un retrato de Lillian Bentwich colgado de la pared. En una mesa vecina se habían instalado Theo, Nita y un hombre alto de mejillas arreboladas y rubio cabello entrecano y ondulado, cuyas gafas de montura de asta destellaban ocultando sus ojos, pero cuyo inglés vacilante, voz profunda y risa estrepitosa se oían perfectamente. Tiempo atrás Michael había visto en la carátula de un viejo disco un retrato de aquel hombre, quien, al llegar al centro musical, había abrazado a Nita mientras le acariciaba el pelo, y había estrechado calurosamente la mano de Theo; Michael lo reconoció, era Johann Schenk.
Intimidados por la presencia de los jóvenes genios que los rodeaban, los policías apenas cruzaban una palabra. El sargento Ya'ir se aplicó a comer con entusiasmo, repitió del repollo hervido y aceptó de buena gana otra porción de pavo curado. Eli tenía aspecto cansado y parecía preocupado por los problemas de lo que él llamaba la división de autoridad en el equipo, sobre los que de tanto en tanto mascullaba algo para el cuello de su camisa; y así Michael quedó en libertad para tratar de escuchar la charla de Theo, Nita y el gran cantante Johann Schenk. La versión de
Winterreise
que Becky Pomeranz le había enviado veintitrés años atrás, con ocasión del nacimiento de Yuval, no estaba interpretada por Schenk. Pero años después, Michael se había comprado otra versión de esa obra en la que sí era Schenk el intérprete, y la voz cálida, conmovedora y en ocasiones pavorosa del cantante lo había cautivado, sobre todo en la última y desconsolada canción.
Transcurrieron algunos minutos antes de que Michael comprendiera que Johann Schenk hablaba del montaje de
Don Giovanni
en Salzburgo.
—¡Al
commendatore
le aplastan la cabeza! —exclamó a voz en grito, y soltó una risotada—. ¡Y doña Elvira! ¡Hay que ver lo que le hace a Elvira! —sus grandes brazos esbozaron una pirueta en el aire para indicar cómo la cantante flotaba sobre la escena atada a un trapecio. Luego Schenk se inclinó sobre su sopa, la apuró y siguió hablando. Michael le oyó mencionar la ciudad de Dresde y a la Stasi, la policía secreta de la República Democrática Alemana, y también algunos nombres. Luego le oyó decir a voz en grito que había exigido ver su ficha policial.
—¿Por qué? —preguntó Theo en voz también muy alta—. ¿Para qué querías verla? ¿No te daba miedo lo que pudiera poner?
Johann Schenk golpeó el borde de la mesa con el tenedor, y, con el rostro encendido, dio una respuesta que resonó claramente en toda la sala, ya que en las demás mesas se hablaba en susurros. No podía seguir viviendo, exclamó, sin saber qué amigos le habían traicionado. Quería enterarse bien de lo que ponía en su ficha de la Stasi, declaró con voz tonante, los ojos fijos en la bandeja del postre donde una gelatina roja relucía en platitos de cristal. Theo se inclinó para susurrarle algo. Johann Schenk miró alarmado hacia la mesa que ocupaban los policías. Nita apartó su plato de postre. Apenas había probado bocado, pensó Michael mientras la veía alargar una mano trémula hacia la jarra de agua, y se preguntó enfadado cómo le había permitido acudir allí en esas condiciones.
—Se lo has permitido porque no podías hacer nada. Ella quería venir y el entierro no se celebrará hasta pasado mañana —dijo Eli. Entonces Michael comprendió que, sin darse cuenta, había hablado en voz alta. Miró a su alrededor con aprensión. Eli examinaba su rostro atentamente—. ¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí? —preguntó.
—Necesito quedarme a solas con ellos cuando Theo y Nita estén trabajando con el cantante —dijo Michael en un susurro apremiante—. Y tengo que hablar con este Johann Schenk —miró de reojo a Ya'ir, que permanecía en silencio.
—Por mí no hay problema —masculló Eli incómodo—. Pero será mejor que antes se lo consultes a Balilty, porque Shorer nos ha dicho, y sobre todo a él —dijo señalando a Ya'ir con la cabeza—, que siempre estemos con ellos de dos en dos —explicó en tono de disculpa, con creciente incomodidad. Se levantó torpemente, se dirigió al mostrador y regresó a la mesa con una jarra de agua. Tan violento se le veía, el torso girado hacia el piano del rincón para no mirar a Michael, que éste sintió lástima de él y también se quedó en silencio, observando una puerta lateral y el retrato de Lillian Bentwich.
—No te preocupes, ahora mismo lo llamo —dijo al fin. Y se puso en pie—. Yo tampoco quiero que Nita se quede sola ni un segundo.
Michael advirtió la mirada de soslayo que le lanzó Johann Schenk mientras pasaba de largo junto a su mesa, y se preguntó qué le habría contado Theo sobre él. Luego se recordó que para un antiguo ciudadano de la República Democrática Alemana, la proximidad de un policía era suficiente motivo de alarma.
Y por lo visto, ese profundo miedo, del que Johann Schenk no lograba liberarse, fue la causa principal de que perdiera los nervios al comienzo de su clase magistral. Sólo un joven pianista, Theo y Nita se reunieron en un principio con Schenk en el gran salón de actos del Beit-Lillian. Mientras los demás se tomaban un descanso, el pianista iba a ensayar con el gran cantante. Nita tomó asiento al fondo del salón, en el rincón derecho. No habían encendido las luces, y el interior del salón contrastaba con la claridad que relumbraba sobre el césped, al otro lado de las puertas abiertas, donde se habían congregado Michael, Eli Bahar y el sargento Ya'ir. Theo se sentó al piano para pasar las páginas al pianista, un chico más o menos de la edad de Yuval, que comenzó a tocar
Winterreise.