Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
—Lo sabríamos —repuso Dora Zackheim secamente—. Un descubrimiento de esa relevancia no pasa desapercibido.
Michael tenía la impresión de haber llegado a un punto muerto.
—Según tengo entendido, entre Theo y Gabriel hubo problemas de celos desde que eran pequeños.
—¡Y que lo diga!
—¿Estaba Theo celoso de Gabriel?
La profesora vaciló.
—Y viceversa —dijo al fin—. Cuando eran pequeños... dos hermanos, los dos violinistas. Mal asunto. Y también tienen una hermana. Se llama Nita, le pusieron ese nombre por una de las Bentwich, esa familia tan musical. ¿Está al tanto de estas cosas? —echó una ojeada a Michael y él asintió—. Beit-Daniel también era de la familia Bentwich —explicó con satisfacción—. La hermana es una buena chelista. Estudió en Juilliard, como ellos. Los Van Gelden son otra familia musical —se quedó en silencio, replegada en sí misma.
—Pero, llegado a cierta edad, Theo dejó de estudiar con usted. Antes que Gabriel.
—Creía que yo no lo apreciaba como se merecía —sus ojos se entornaron reflexivamente—. Claro que... no soy una persona fácil —se disculpó.
—Él me ha dicho que fue usted quien sugirió que dieran por finalizadas las clases.
—Ya no lo recuerdo —se excusó de nuevo—. Han pasado más de treinta años. Puede que fuera así. ¿Para qué perder el tiempo en algo que no funciona?
—¿Trabajar con Theo era para usted una pérdida de tiempo?
Dora Zackheim titubeó una vez más.
—Es una manera muy dura de decirlo. Un elemento importante para ser un buen violinista, o cualquier otro instrumentista, pero quizá sea más importante para los violinistas, es la personalidad. Es una cuestión de fortaleza. Y de la manera en que se emplea esa fortaleza. No se trata sólo del talento. Puede que alguien tenga mucho talento y no le sirva de nada. O que lo use de una manera errónea. Conmigo, los alumnos no aprenden a tener éxitos internacionales. Sólo les enseño a trabajar. El éxito internacional carece de interés.
—Señora Zackheim —dijo Michael con delicadeza—, los mejores violinistas del mundo han estudiado con usted. Son figuras de fama mundial.
Ella lo miró enfadada.
—¿De fama mundial? —fue como si escupiera esas palabras; se le entrecortó la respiración—. ¿La fama? ¿El éxito? ¿Qué importancia tienen? —se quedó callada y lo miró iracunda—. ¡Estupideces! —exclamó de pronto; retiró los pies del taburete y agitó los brazos con furia—. ¡Es una mera casualidad! ¡Aprendieron a trabajar! ¡A trabajar! ¡A trabajar cada vez más! Día y noche, en verano y en invierno. Lo demás no tiene sentido. Y si alguien es famoso, ¿qué? ¡Eso no significa nada, nada de nada! —jadeante, recobró la compostura, sonrió y añadió con dulzura—: A decir verdad, el éxito no es malo si no corrompe. Se puede subir a la cabeza. ¿Cómo evitarlo? —la última frase la dijo en un susurro. Desvió la vista y se quedó mirando la pared con gesto melancólico y testarudo.
—¿Y Theo?
—Theo carecía de paciencia. Tenía talento. Mucho talento. Pero quería convertirse instantáneamente en director. Si no podía ser un violinista como Heifetz, sería un director de la talla de Bernstein. Así era Theo. Es un buen crítico musical, además, ¿sabe? Lo he visto en la televisión hablando de la música romántica. Un análisis de primera. Pero a pesar de todo su talento, le fallaba la paciencia, tenía demasiadas ansias de conseguirlo todo. Fama internacional, dinero. Y, según dicen, también mujeres —dijo sonriendo, y sus ojos chispearon traviesos—. Pero no la capacidad de trabajo y la paciencia para tocar el violín —meneó la cabeza y chasqueó la lengua, entrechocando los dientes—. ¿Ha visto a Yuval? —su respiración se aquietó poco a poco, parecía que se estaba recordando a sí misma dónde estaba. Su pecho subió y bajó como si estuviera haciendo un esfuerzo—. Es disciplinado y paciente. Tiene el potencial para ser un gran artista. Hace falta un gran ego. Un ego gigantesco. Hay personas con apetitos insaciables. Siempre insatisfechas de lo que tienen. Los artistas —prosiguió inclinándose hacia delante— necesitan tener grandes apetitos, aspirar a la perfección y a la disciplina. Pero también es necesario que sean humildes.
—¿Era Gabriel humilde?
—Sí, era humilde —repuso Dora Zackheim—. Dos hijos de los mismos padres y tan diferentes... como la noche y el día. No se sabe si atribuirlo a la genética o a la psicología. Se nace teniendo una personalidad, antes de que actúen las influencias externas. Uno es así y el otro asá. Gabriel estaba muy unido a su padre. Theo era el favorito de su madre. Una buena pianista.
—¿Sabe si había alguien que odiara a Gabriel?
Ella hizo un vehemente gesto negativo.
—Claro que no —dijo con voz ahogada—. Usted no sabe cómo era. Era duro, pero duro consigo mismo. Y había llegado a un punto importante de su carrera con su replanteamiento de la música barroca. Iba a poner en marcha un conjunto israelí de tendencia histórica.
—¿Conocía usted a su compañero?
—No —dijo Dora Zackheim con tristeza—. Algunos alumnos me hablan de su vida, de su familia, de todo. Gabriel era discreto en lo referente a su vida personal. Había mucha confianza entre nosotros, pero nunca hablábamos de esas cosas. Ni siquiera conocí a su mujer. Theo, por su parte, era como un niño. Muy abierto. Theo le da mucha importancia a caer bien a la gente. Tiene una gran libido, como suele decirse.
—Wagner —reflexionó Michael en alta voz.
—Wagner —convino ella—. Creo que Theo tiene la intención de celebrar un festival Bayreuth aquí en Israel. En mi opinión, puede ser un acto de rebeldía contra su padre.
—Su padre ya no está entre nosotros —le recordó Michael.
La profesora de música suspiró y se estremeció.
—¡Qué brutalidad! —dijo—. Da miedo. ¿Todo por un cuadro? Es mejor no tener nada. Mire —extendió los brazos—, a mí no me falta de nada. Pero aquí no hay nada que merezca la pena robar.
—¿Diría usted que la relación de Theo con su padre era difícil?
—No —repuso Dora Zackheim con seguridad—. He conocido a Felix van Gelden durante muchos años. Era un buen padre. Y Theo lo quería, pero no era su favorito. Y, si comprendo bien a Theo —añadió un tanto titubeante—, no es de los que se rinden fácilmente. Había tensiones entre ellos.
—¿Podría haberlo matado?
—¿Quién? —preguntó atónita.
—Theo, a su padre.
—¡Ah! —dijo desdeñosamente—. ¡Claro que no! ¡Es imposible! —volvió a subir los pies al taburete y dirigió una mirada penetrante a Michael.
—Pero ese asunto de Wagner —insistió él.
—Es complicado. Felix van Gelden era partidario de boicotear a Wagner. Yo no estoy de acuerdo, pero mientras haya personas a quienes les molesta, en Israel no se podrá interpretar a Wagner en directo. Pero era un gran compositor —un brillo malicioso asomó a sus ojos mientras proseguía—: En la radio el boicot ya ha terminado. Últimamente ponen a Wagner a todas horas. Pero se hace con discreción. Theo comprende la erótica de la música wagneriana, y para él eso tiene gran importancia desde el punto de vista musical. Según Thomas Mann, el antisemitismo de Wagner es falso, y además su música no tiene nada que ver con eso. Y Theo también piensa así —le temblaron los labios—. La gente olvida al cabo de cincuenta años. Está bien y, a la vez, está mal.
—¿Qué opinaba Gabriel de Wagner?
—¡Ah! —agitó una mano y sonrió—. Gabriel no sentía el menor interés por Wagner. Conocía su música, claro está, pero no le decía nada. Y no sólo por su padre, sino porque él seguía un camino muy distinto, mucho más orientado hacia la música antigua.
—¿Podría explicarme la cuestión de las interpretaciones históricas? ¿Y por qué obsesionaban a Gabriel?
Ella asintió vigorosamente.
—Desde luego, ¿por qué no? —luego recordó algo—. Pero Yuval está esperando. ¿Tenemos tiempo?
—Un poco —repuso Michael, acallando la ansiedad que le venía corroyendo toda la mañana. Si al menos pudiera telefonear para asegurarse de que no le habían hecho nada a Nita. Pero telefonear supondría dejar que se le escapara aquel momento, y Dora Zackheim quizá ya no hablara más después.
La anciana profesora bajó los pies al suelo y recostó el peso de su delgado cuerpo en las manos.
—No es una cuestión sencilla. Le daré una explicación breve, ¿de acuerdo? —y, sin esperar a que le respondiera, se lanzó a hablar.
La fluida conversación de la profesora de música y la necesidad de concentrarse en sus palabras le distraían del gran vacío que lo abrumaba desde que Shorer le había explicado lo sucedido con la nena. Le permitían olvidarse de su preocupación por Nita, de la nostalgia de su voz, de sus movimientos, de su presencia; del deseo de tocar su piel, de abrazarla. Y en todo momento era consciente de que el tiempo de que disponía Dora Zackheim era escaso y valioso.
Su voz de anciana había perdido volumen, llegando casi a ahogarse, y ella continuaba fumando en cadena los puritos que guardaba en la cajita metálica amarilla decorada con el dibujo de una pantera.
—No debe olvidar —dijo la profesora a la vez que estiraba el borde del largo y estrecho vestido marrón sobre sus piernas vendadas— que las interpretaciones históricas son algo muy reciente. El redescubrimiento de la música renacentista y barroca lleva en marcha muchas generaciones. Pero cuando en el siglo pasado se comenzó a tocar de nuevo la música barroca, se interpretaba a la manera romántica de la época —a continuación, Dora Zackheim habló de la recuperación, a comienzos de este siglo, en diversos países, del clavecín, instrumento relegado hacía una centuria en favor del recién inventado piano. Algunos intérpretes, como Wanda Landowska y, más adelante, Ralph Kirkpatrick, habían comenzado a interpretar a Bach, Haendel y Scarlatti con el instrumento para el que habían compuesto sus obras originalmente, y a tocarlas con una fidelidad cada vez mayor a lo que revelaba la investigación no sólo sobre la construcción de los instrumentos, sino también sobre el
tempo,
la antigua notación musical y el estilo interpretativo de la época. La profesora apagó su purito y observó meditabunda sus piernas vendadas antes de proseguir—: Luego, después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo dejó de ser lo que era. Nada de lo de antes, de las cosas a las que estaba acostumbrada la gente, valía de nada —dijo sumergida en una gris nube de humo y emitiendo una tos profunda y seca—. Ya se sabe, cuando la situación está muy mal, la gente vuelve la vista hacia el pasado lejano. Y, por fin, en los últimos veinte años, se han creado orquestas con instrumentos de época; violines con cuerdas de tripa, trompetas y trompas sin válvulas ni pistones, instrumentos de viento que son réplicas exactas de los antiguos, timbales con la membrana de piel y no de plástico; orquestas que interpretan no sólo a Monteverdi y Rameau, Corelli y Vivaldi, Telemann, Bach y Haendel, sino también a Haydn y Mozart, Beethoven y Schubert. Siempre siguiendo el
tempo
correcto, con la dinámica auténtica, y con el número de músicos original. Y así en todo —concluyó.
—¿Diría usted que para interpretar la música barroca a la manera original hay que restringir las dimensiones? —preguntó Michael con cierta vergüenza.
—Eso es demasiado simple —repuso Dora Zackheim, didáctica—. Pero se diría que sí. Entonces todo era distinto. Los auditorios más pequeños, los instrumentos muy diferentes. Las trompetas no tuvieron válvulas hasta después de Beethoven.
Michael se palpó el bolsillo de la camisa, con súbito pánico ante la perspectiva de que la grabadora se parase. Sabía que habría de escuchar varias veces la cinta para comprender a fondo lo que le estaban explicando.
—Plasmar la música —continuó Dora Zackheim— presenta muchos problemas.
—¿En qué sentido? —preguntó Michael, todavía palpándose el bolsillo.
—¿Qué pretende indicar Bach, por ejemplo, al anotar un
trino
? —dijo la profesora con satisfacción—. Es decir, el signo que representa un sonido determinado. ¿Quería indicar lo mismo que Schubert? ¿Sabe lo que es un
trino
? —preguntó de pronto.
Desalentado, Michael hizo un gesto negativo. La profesora se puso en pie con pasmosa agilidad, abrió la puerta trabajosamente y llamó a su alumno:
—Ven un momento, Yuval, y trae el violín.
Yuval se detuvo en el umbral, el estuche del violín en la mano, y miró a Dora con expectación y perplejidad.
—Toca unos cuantos compases donde haya un
trino,
¿de acuerdo?
Michael no logró identificar lo que tocó Yuval. La profesora lo interrumpió en cuanto terminó de tocar dos notas que se alternaban velozmente.
—Eso es un
trino
—miró a Yuval como si acabara de recordar su existencia—. ¿Qué estás haciendo? Come algo, si quieres.
—Estoy leyendo, estoy bien —repuso Yuval mientras guardaba el violín—. ¿Van a...? —titubeó—. ¿Van a tardar mucho más? —tenía la vista baja.
—No, no mucho más —lo tranquilizó Michael—. Unos minutos más y nos vamos.
Dora Zackheim volvió a sentarse al borde de la cama.
—Eso era un
trino,
un adorno. Se puede tocar de muchas maneras; más deprisa o más despacio, empezando por una nota o por la otra, y todas las variaciones que se le ocurran. La notación no lo explica. Además, hay que decidir diversas cosas, por ejemplo, si añadir adornos o no, y, en caso de añadirlos, si a lo largo de toda la pieza o sólo en las repeticiones. La música barroca es un asunto muy delicado. Hay muchas opiniones sobre cómo interpretarla hoy día y sobre cómo sonaba realmente en el pasado. E incluso se debate si hay que tocarla como entonces.
—Gabriel pensaba que sí —concluyó Michael.
Ella asintió vigorosamente.
—Y no sólo la música barroca. El movimiento por la autenticidad musical está trabajando sobre Schumann y Berlioz y Brahms, por ejemplo.
—¿Gabriel también se dedicaba a eso?
—Sí, a veces —dijo Dora Zackheim en tono de censura—. Como todo en la vida, es una cuestión de grado. ¿Cuándo te conviertes en un fanático?
—¿Lo era Gabriel?
—A veces —reconoció la profesora de mala gana—. Y a veces hacía cosas que no me gustaban nada, como la
Misa en si menor
de Bach con un coro minúsculo. Por otra parte, la grabación de Gabi del concierto de Vivaldi, opus 8, es muy buena, se nota que es Vivaldi y no una especie de Elgar. Tiene el auténtico estilo barroco, y está llena de vida.
—¿Era Vivaldi su compositor preferido?