Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
—¿Qué nos queda entonces? —preguntó Michael, y al fin encendió el cigarrillo que tenía entre los dedos desde hacía varios minutos.
—El chelo y el contrabajo, pero las cuerdas de éste son demasiado gruesas para servir de instrumento cortante. Las únicas adecuadas por la longitud y el grosor serían, supuestamente, las de chelo.
— ¿Supuestamente?
—Si ha sido realmente la cuerda de un instrumento musical. No lo sabremos hasta que no demos con ella.
—¿Una cuerda de chelo? —preguntó Tzilla con complicidad.
—Si se trata de la cuerda de un instrumento, tiene que ser la de un chelo —dijo Solomon. Y se puso a canturrear.
—Ya lo ves —dijo Tzilla sombría—. ¿No ves lo que he tratado de hacerte comprender? ¿Lo has oído? —preguntó encarándose a Michael con los brazos abiertos—. ¡Un chelo! ¿Qué piensas hacer al respecto?
Michael la miró con dureza.
—¿Estás trabajando conmigo o no? —le espetó.
A Tzilla se le subió el rubor a las mejillas. Tras un instante de silencio, dijo:
—Pero ¿qué pregunta es ésa? Pues claro que..
—Entonces, por favor, ponte a trabajar —a Tzilla se le entristeció el gesto—. Vamos a ponernos todos a trabajar, dejemos de perder el tiempo —dijo Michael en un tono más conciliador—. Deja que yo me preocupe de todo lo demás. Después de tantos años, creo que me merezco un voto de confianza. Os prometo que hablaré con Shorer. No pretendo engañar a nadie. Pero, de momento, traedme a Balilty... y deshaceos de ella —dijo, indicando con un gesto a la chica delgaducha de ojos ávidos, vaqueros ceñidos y camiseta holgada—. Me voy al despacho de Theo van Gelden.
Theo van Gelden estaba en pie junto a Nita, quien seguía tendida y acurrucada en la misma postura. Michael entró inmediatamente después de llamar una sola vez a la puerta y Theo se echó atrás sobresaltado, con expresión de susto.
—Todo sigue igual —dijo tocando el brazo de Nita—. Es una especie de coma, no se ha movido nada, no sé...
—No tiene sentido tratar de despertarla —dijo Michael tras tomarle el pulso a Nita, todavía débil y lento—. El médico dijo que el efecto duraría varias horas, ¿para qué quiere despertarla?
—Pensé que podríamos irnos a casa —dijo Theo, y se mordió el labio inferior. Su cabello gris hacía resaltar el tono amarillento de su semblante. Se quitó las gafas y separó los bonitos labios—. Se me hace insoportable pasarme las horas aquí encerrado, me duele muchísimo la cabeza y la idea de... quería... No puedo dejarla aquí sola —dirigió a Michael una mirada con la que parecía pedirle permiso para marcharse, y Michael se lo denegó con un gesto.
—Enseguida la llevaremos a casa, pero, hasta entonces, quédese con ella —dijo.
Theo asintió con la cabeza. Adoptó una exagerada expresión de resignación. Miró a Michael y asintió de nuevo, la vista fija en él, como si aguardara un elogio por su obediencia. Finalmente, se puso de nuevo las gafas, embutió las manos en los bolsillos y comenzó a pasear entre la puerta y la ventana, con aquel andar rítmico que Michael recordaba de la ocasión en que se reunieron en el cuarto de estar de Nita tras la muerte de Felix van Gelden. Theo dio unas cuantas vueltas, se detuvo junto al sofá, se frotó la mejilla, rascándose la barba de varios días, se tocó la frente. Con los dedos pegados al hoyuelo de su barbilla, dijo:
—Tengo que notificar... cancelar... no sé cómo... Japón... el concierto de pasado mañana en el que supuestamente Gabi iba a tocar el
Doble concierto
de Brahms... —volvió a mirar a Michael, expectante—. Debo parecerle una persona horrible —dijo—, pero no puedo evitar pensar en estas cosas. No sé cómo puedo preocuparme de esto ahora —se disculpó—, pero no soy responsable de mis pensamientos —declaró a la vez que levantaba los brazos en ademán defensivo—. No estoy acostumbrado a esto, tantas muertes de repente, alguien debería explicarme cómo... ¿Qué puedo hacer? Me da la sensación de estar viendo una película de terror... es como si no estuviera presente.
Mientras Michael sacaba un paquete de tabaco del bolsillo de su camisa, extraía un cigarrillo y se dirigía hacia el ventanal, Theo se sentó a la mesa, cruzó las manos y posó la mirada en el retrato de Leonard Bernstein, cuyo rostro estaba contorsionado en un rictus de dolor y placer, la cabeza echada atrás, las manos en cruz sobre el pecho, sujetando la batuta. Aquella fotografía colgaba junto a la ventana, frente a otra de una gran orquesta durante un concierto; el director estaba de espaldas, en una silla de ruedas sobre el podio, agitando los delgados brazos. Daba la impresión de que la cámara había captado el temblor de los brazos.
La ventana junto a la que se había situado Michael tenía vistas a las murallas de la Ciudad Vieja y a una esquina del hotel Rey David. Michael contempló la panorámica y el humo que escapaba de su boca, y, por un instante, se sintió totalmente perdido. Sabía que su puesto estaba en el vestíbulo, que también él debería estar realizando interrogatorios y examinando los nudillos de los músicos en busca de cortes.
Ya había dos coches patrulla aparcados al fondo de la calle, y en el más próximo al edificio, Michael distinguió las siluetas borrosas de dos policías de uniforme, a la espera en posturas de aburrida expectación. Pensó en el cadáver, envuelto en una reluciente bolsa de plástico negro, atado a la camilla, transportado a la ambulancia donde, sin duda, Solomon se sentaría delante y se dedicaría a canturrear al oído del conductor sus ideas sobre la vida y el mundo. Seguía demorándose junto a la ventana, junto a Theo, esperando, en realidad, que apareciera Danny Balilty, como si su llegada hubiese de señalar el verdadero comienzo de la acción. ¿Por qué aguardaba con tanta expectación a Balilty, como si su presencia fuera a resolverle los problemas? No tenía ni idea.
Se volvió de espaldas a la ventana y observó la gran fotografía de la orquesta con el director en silla de ruedas, la espalda encorvada, gibosa.
—¿Quién es el director? —preguntó.
—Stravinski —repuso Theo alzando la vista distraído—, aquí en Jerusalén, hace más de treinta años, en el sesenta y uno —y miró la fotografía como si fuera un viejo conocido al que no veía desde hacía años.
—No sabía que hubiera estado en Israel —comentó Michael sorprendido.
—Una vez, ya al final de su vida. Dirigió
El pájaro de fuego.
Yo tenía dieciocho años entonces, casi diecinueve —Theo sonrió y miró las manos de Stravinski—. Lo subieron al escenario como si fuera un fardo... luego empezó a dirigir. Entonces parecía... cualquier cosa menos un fardo —dijo con una risita—. Fue increíble, dejó a todo el mundo pasmado. Aquel concierto fue el motivo, en fin, no el único motivo, pero sí fue un punto de inflexión en el que decidí hacerme director —sacudió la cabeza como intentando borrar aquel recuerdo y miró a Michael. Éste le expuso entonces un breve resumen de los hechos, tomando la precaución de no revelar la postura en que habían asesinado a Gabriel y de no mencionar la palabra «cuerda». Coló entre otras preguntas una relativa al chelo de Nita.
—Tengo entendido que es un instrumento muy valioso —dijo, y miró de reojo a Theo.
—Desde luego, hay pocos iguales en el mundo.
—No lo he visto en la sala —dijo Michael—. ¿Dónde lo ha dejado?
—Está aquí, en el armario de detrás de la puerta —repuso Theo con lánguida indiferencia—. Lo guardó después del ensayo, antes de...
Y Michael, temeroso de que la menor alusión a las cuerdas pusiera al descubierto lo que pretendía ocultar, apagó la colilla en una tapa oxidada que había en el alféizar y se dirigió al armario. Abrió la puerta corredera marrón y observó los rimeros de partituras que amenazaban con derrumbarse. En el suelo del armario, tan ancho como la pared, bajo los faldones de un gran abrigo, reconoció la funda del instrumento. La sacó del armario y extrajo de ella el chelo, sin prestar atención a la mirada fija con la que Theo seguía atenta y silenciosamente sus movimientos. Michael se arrodilló junto a la funda después de dejar ésta sobre la mullida alfombra, al lado de la silla en la que Theo estaba sentado, revolvió el interior, tocó el taco de resina, acarició el forro de fieltro verde y cogió el sobre semitransparente. Contenía un par de cuerdas enroscadas. Empezó a desenroscarlas y a juguetear con ellas mecánicamente a la vez que ponía todo su empeño en recordar cuántas cuerdas de repuesto tenía Nita en casa, pero sólo conseguía rememorar la imagen de sus manos diestras, diligentes, y la expresión de concentración de su rostro. Nita era la única que podría aclararle cuántas cuerdas tenía en un principio. En tono neutro y seco, se interesó por el instrumento.
—No, no es un Stradivarius —confirmó Theo, y se inclinó sobre la funda, colocada entre ambos—. Pero un Amati de Cremona de 1737 tampoco es moco de pavo. Amati estaba especializado en chelos —se volvió para mirar a Nita, que seguía inmóvil, y suspiró—. Se lo regaló un millonario judío a quien le conmovió mucho el concierto que dio Nita con la Sinfónica de Chicago. Lo recuerdo como si fuera ayer —una sonrisa espasmódica apareció brevemente en su rostro, y, una vez más, Theo acometió un monólogo compulsivo—: Lo interpretó de maravilla... el
Concierto para chelo
de Elgar. ¿Lo conoce? —sin esperar a que le respondiera, continuó—: La pieza que hizo famosa a Jacqueline du Pré. Puede que la viera usted en la televisión, una interpretación brillante, sin lugar a dudas. En mi opinión —dijo rascándose la cabeza—, el concierto es una obra irritante sin especial relevancia, pero Jackie lo consagró. Cuando lo interpretó Nita, Jackie ya se había retirado. Y lo cierto es que siempre he creído que mi padre debería haberle regalado un chelo como ése a Nita mucho antes del concierto de Chicago, y así se lo dije, pero... en fin, ahora ya da igual. Usted ha oído tocar a Nita, sabe de lo que es capaz, cuando se pone a tocar, claro, porque este último año no ha tocado nada, canceló sus compromisos... qué más da, sí, se merece este chelo.
—Es precioso —dijo Michael a la vez que acariciaba la tapa rojiza—. Creo que es de una madera especial.
—Y tanto —murmuró Theo—. Años de secado, sometida a procesos especiales. Es magnífica.
—¿Y las cuerdas? ¿También son especiales? —preguntó Michael, y las fue tañendo una a una, deteniéndose a pulsar dos veces la más fina.
Theo entrecerró los ojos y le dirigió una mirada penetrante.
—En los viejos tiempos solían ser de tripa, y las más finas a veces eran de seda. Se sabía de qué instrumento era cada cuerda. Cada chelo, cada violín tenía sus propias cuerdas. Incluso se podía saber quién las había confeccionado. Pero en este siglo comenzaron a fabricarlas de metal y plástico. Desde hace muchos años hay dos tipos estandarizados de cuerdas, las normales y las de concierto, y sólo un puñado de fábricas las producen —se levantó de la silla, sacudió las piernas, se metió las manos en los bolsillos y reanudó su agotadora marcha de un extremo a otro de la habitación.
—Las cuerdas de Nita, ¿son normales o de concierto?
—De concierto, por supuesto —repuso Theo.
—Aquí sólo hay dos cuerdas de repuesto —dijo Michael.
Theo no se detuvo. Con la cabeza inclinada, como si estuviera midiendo sus pasos, masculló algo ininteligible.
—¿Cuántas cuerdas de repuesto suele tener? —preguntó Michael en el tono de voz más natural que supo poner.
Theo se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea —dijo distraídamente—. Hace años que no estoy al tanto de las costumbres de Nita. Supongo que tendrá algunas más en casa.
Un suspiro profundo y un sollozo aislado se alzaron del sofá, dejándolos petrificados. Pero Nita no abrió los ojos después de sollozar, aunque sí estiró las piernas bajo la manta para luego volver a doblarlas contra el cuerpo. Durante unos segundos se produjo un silencio cargado de suspense, luego vieron que Nita había vuelto a dormirse y Michael formuló en voz baja la pregunta que siempre le ponía nervioso:
—¿Tenía enemigos su hermano? ¿Alguno en concreto del que usted tenga noticia?
—Llevo una hora pensándolo... quién puede haber... quién puede haber querido... no tengo ni idea —dijo Theo, y tomó asiento en la silla tapizada de detrás de la mesa. Extendió las manos y se las miró alternativamente, palpándose los nudillos, protuberantes y anchos como los de Nita. Michael les echó un vistazo, verificando mecánicamente si tenía arañazos. Pero las manos de Theo van Gelden, al igual que las de Nita, el concertino y las otras dos instrumentistas de cuerda, estaban tersas y sin señal alguna.
—Usted mismo lo ha visto —dijo Theo con un encogimiento de hombros—. No se podría decir que tuviera verdaderos enemigos. Sin ir más lejos, yo tengo muchos más —prosiguió soltando una risita—. Lo extraño es que no me hayan agredido a mí, que no sea yo el que haya aparecido ahí tirado —dijo a la vez que señalaba hacia la puerta con un gesto. Luego su expresión se tornó grave de nuevo. Se frotó la cara con ambas manos y luego volvió a extenderlas y a contemplarlas—. Los cambios que Gabi quería introducir en su grupo han dado lugar a tensiones de todo tipo en los últimos tiempos. Ya sabe que había formado un grupo de música barroca con instrumentos de época. Era un perfeccionista acérrimo, y había gran competencia por incorporarse a su grupo. Ya se imagina el alboroto y los líos. Estaba lleno de planes para el grupo, sobre a quién iba a contratar y a quién no. Sobre la manera de pagarles y cuánto. Estudió y ponderó toda clase de métodos de remuneración, incluido el de un grupo londinense que paga a sus integrantes al revés que los demás: cuantos menos ensayos sean necesarios, más cobran. Es un incentivo para que practiquen en casa, algo que nunca hacen aquí. Nadie practica en casa, porque a mayor número de ensayos, más horas extras. Se han levantado ampollas, sin duda, había resentimientos, pero de ahí a tener verdaderos enemigos... ¿Hasta el extremo de llegar a esto? —se llevó las manos a la garganta.
—El
Doble concierto
en el que estaban trabajando... ¿no es Avigdor, el concertino, a quien correspondería interpretar los solos de violín?
—No es necesariamente el concertino quien interpreta los solos de violín. De hecho, apenas suele tocar solo, sobre todo en la música romántica, incluso cuando hay dos solistas y él es uno de ellos. Sea como fuere, los solos de este concierto de Brahms me parecen tan individuales, tan dotados de una calidad solista, que nunca los pondría en manos del concertino y del primer chelista, por muy buenos que fueran.