Un asesinato musical (21 page)

—Primero te ha llamado a casa —le dijo la mujer, y su voz, aquel graznido tan familiar, hizo que un escalofrío le recorriera la espalda, como si hubiera oído rechinar una piedra sobre un cristal.

—Iba hacia la oficina —respondió Michael, sólo por decir algo, y giró hacia el carril de la derecha.

El frío que lo había inundado, rebalsándose en la boca de su estómago, ni siquiera se disipó cuando la telefonista añadió: «el cadáver de un hombre», como si la premura justificase esa falta de cautela ante los periodistas que estarían sintonizando la frecuencia de radio de la policía. El frío aumentaba a medida que se acercaba al auditorio, dejando atrás a toda velocidad la larga hilera de coches detenidos en el semáforo, que nunca parecía cambiar al verde.

Michael estaba aterido, sentía debilidad en las rodillas y los dientes le castañeteaban. ¿Cómo le iba a encontrar Shorer si tenía que pasarse la vida esperando a las canguros?, se fustigó. Pisó a fondo el acelerador. La canguro de la tarde, contratada para que Nita pudiera ir a ensayar, había llegado con media hora de retraso.

—Por culpa del tráfico —comentó enfadada. Habían modificado el itinerario del autobús a causa de la visita del secretario de Estado de Estados Unidos—. Y anteayer lo cambiaron por el entierro de no sé qué rabino —jadeó la chica—. ¡Trescientos mil hasidim por un rabino del que nadie ha oído hablar! Ya no hay quien viva en esta ciudad... cuando no son los atentados terroristas, o los entierros hasídicos, son las visitas de los políticos, con sus limusinas y sus escoltas de motoristas. Aunque sólo vayan a trasladarse del hotel Rey David a la residencia del primer ministro en la calle Balfour, acordonan toda la maldita ciudad por su culpa. ¿A ellos qué más les da? No tienen prisa por llegar a ningún lado.

Sacudido por oleadas de escalofríos, Michael se oyó preguntar a la telefonista si ya habían avisado y enviado al lugar del crimen a los peritos del laboratorio de Criminalística. Oyó su propia voz calmosa y cargada de eficacia, era la voz a la que recurría automáticamente en todas las ocasiones de ese tipo. Y, sin embargo, le sonó extraña al formular aquella pregunta. Al aparcar junto a la entrada trasera del auditorio, volvió a conectar la radio para solicitar que le enviasen a Tzilla.

La joven médica de Magen David Adom se había quedado en pie junto al esquelético forense, cuya camisa de cuadros hacía resaltar la concavidad de su pecho y la delgadez de sus brazos pálidos y peludos. Mientras limpiaba sus gafas redondas con gran meticulosidad, el forense interrogó brevemente a la médica en su salmodiante tono, sin dejar de tararear en las pausas. Al oírlo hablar, se tenía la impresión de que el forense siempre estaba practicando un interminable recitativo. La médica respondió a sus preguntas con brusquedad y manifiesta irritación. Cuando la llamaron, ya era «demasiado tarde», dijo, y Michael percibió en aquellas palabras el rastro de un leve acento ruso.

—El cadáver estaba en esta misma postura, tirado como un trapo, rodeado de sangre y con las piernas dobladas, al pie del pilar de hormigón —explicó la médica. Había impedido que alguien lo tocara, aseguró, y sólo ella se le había acercado. Describió de nuevo, esta vez sin deje crítico ni protestón, el ataque de nervios de Nita, y dijo que la había mandado a tumbarse al «despacho del señor Van Gelden».

—¿Qué Van Gelden? —preguntó Michael.

—El otro, el que está vivo —respondió la médica sin pensarlo. Luego puso un gesto de vergüenza y espanto.

—¿Dónde está el despacho? —preguntó Michael al concertino, y éste señaló el recodo del pasillo.

El concertino echó a andar en esa dirección, volviendo la cabeza para comprobar que Michael lo seguía. Se detuvo a la puerta del despacho y dijo con una voz que pasó en un instante de la confusión al miedo declarado:

—¿No ha estado usted presente durante el ensayo de hoy?

Michael hizo un vago gesto de asentimiento, llamó a la puerta y la abrió sin esperar a que le respondieran. Nita estaba acurrucada de costado en un sofá pálido de un rincón. Bajo la manta de lana se perfilaban sus rodillas, dobladas sobre el vientre. Tenía los ojos cerrados y la cara demudada, cual máscara de cera. Michael corrió a su lado, se inclinó y le agarró la muñeca. Su pulso era débil, apagado. Todo estaba perdido, pensó en cuanto vio su rostro. Nunca se repondría de aquel golpe. Nunca más se le acercaría con la cara radiante para apoyar la rizosa cabeza sobre su hombro y frotar la mejilla contra su brazo. Sintió el fugaz deseo de cogerla en brazos y salir huyendo. Se llamó al orden, molesto. Al menos estaba viva, se recordó.

Theo ocupaba una pequeña silla muy cerca del sofá. Cuando Michael abrió la puerta, se retiró las manos de la cara y volvió la cabeza.

—Ah, es usted —dijo, al parecer sobresaltado—. ¿Le han encargado que viniera? —preguntó en tono de alarma. Se repuso enseguida y se enjugó la cara con unos cuantos ademanes rápidos—. Tal vez es mejor así —masculló—. Precisamente porque usted sabe... no sé qué va a ser de ella, está... Está destrozada —dijo con voz trémula—. No sé qué vamos a hacer cuando se despierte. Me horroriza pensarlo.

—Tardará unas cuantas horas en despertarse.

—¿Quién podría haberlo imaginado? —susurró Theo—. En una sola semana, en menos de una semana, los dos de golpe. No sé ni qué decir.

—¿Quién lo encontró? —preguntó Michael.

—Nita —repuso Theo con la voz conmocionada, como si acabara de tomar conciencia de la escena a la que se había enfrentado su hermana—. Nita fue a buscarlo, lo estaban esperando. Yo seguía trabajando con la timpanista. Nita se marchó a buscarlo —aspiró hondo y expelió el aire—. Y lo encontró.

Michael guardaba silencio. Soltó la mano de Nita y tomó asiento al borde del sofá.

—Hará una hora... aproximadamente una hora desde que lo encontró. ¿Lo ha visto usted?

Michael asintió con la cabeza, gesto que pasó inadvertido a Theo, que había vuelto a cubrirse el rostro con las manos. Repitió la pregunta. Alzó la cabeza y se destapó el rostro, que había adquirido el tono amarillo grisáceo de la cera vieja, salvo en la zona de las ojeras, verde negruzcas, como las que tenía Nita cuando Michael la conoció.

—Lo he visto —dijo Michael—. Pero apenas sé nada todavía.

—¿Quién puede haber deseado hacer algo así? —dijo Theo en un murmullo cargado de pasión—. Y de esa manera... sangre por todos lados y todo lo demás.

Michael no dijo nada.

—No lo logro entender. ¿Es que pretendían decapitarlo o qué? ¿Quién puede haber querido cortarle la cabeza a Gabi?

—De momento, quédese aquí reflexionando sobre esa pregunta. Es crucial.

—Es increíble —masculló Theo entre las manos, en las que había sepultado el rostro de nuevo.

Michael se levantó y volvió junto a Nita. Ella no se movió. Su respiración era tan reposada que hubo de inclinarse sobre su cara para sentirla en la piel. Se incorporó.

—Volveré pronto —dijo, y cerró la puerta tras de sí.

Los peritos del laboratorio se movían con cuidado por la escena del crimen, el forense caminaba pasillo arriba y pasillo abajo, y el concertino descansaba con la espalda recostada en un armario metálico. Inquirió si se necesitaba su presencia, y, como nadie le respondió, permaneció donde estaba. Michael se dirigió a él.

—¿Dónde se ha metido todo el mundo? ¿Dónde están los músicos? —preguntó.

—Algunos ya se han ido a casa, se marcharon antes de que descubriéramos... antes de que supiéramos...

—¿Y los demás?

—Están en el vestíbulo —dijo el concertino a la vez que se masajeaba el cuello—. Les he dicho que no se fueran, y en cualquier caso habrían sido incapaces de irse. Quienes no han visto... a Gabriel —continuó, atragantándose—, han oído los chillidos de Nita. Ha sido espantoso, están conmocionados, nadie se habría atrevido a irse —concluyó.

Michael le pidió que volviera a decirles que permanecieran donde estaban. El concertino se balanceó y masculló que preferiría no tener que asumir esa responsabilidad.

—No sé cómo van a reaccionar, sería mejor que se lo dijera usted.

Michael le hizo una seña a Yaffa, una mujer del equipo del laboratorio. Ella se quedó contemplando la escena, luego a Michael, y al fin le dijo al concertino:

—Acompáñeme, yo se lo diré —y ambos salieron por el escenario.

Volvieron a oírse pasos pesados en dirección a la salida, que ahogaron el sonido de las leves pisadas de Tzilla, quien llegaba sin aliento y agitando las tintineantes llaves de su coche.

—Le he pedido a Eli que viniera conmigo —le susurró a Michael al llegar a su lado—. Al menos, estaremos todos juntos —Michael asintió y ella le confesó—: Me he llevado un susto tremendo. Al principio pensé que era ella —dijo, bajando aún más la voz—. Me tranquilicé al saber que era un hombre —como si hubiera reparado en lo absurdo de su afirmación, añadió avergonzada—: Quiero decir que si hubiera sido una mujer... Es igual, olvídalo. ¿Qué está pasando por aquí?

Tzilla meneó la cabeza y, por primera vez, dirigió la vista hacia el cadáver de Gabriel, yacente junto al pilar de hormigón. El tintineo de las llaves del coche cesó. Tzilla las tenía apretadas en el puño. Luego abrió la mano y las llaves cayeron al suelo. Michael se agachó a recogerlas. Tzilla volvió la cabeza.

—¿Quién es? —preguntó a la vez que se llevaba la mano a la garganta y fijaba la vista en Michael.

—Gabriel van Gelden —repuso él. Un perito se arrodilló cerca del cadáver, recogió algo del suelo con unas pinzas y lo metió en una de las bolsas de plástico que llevaba en su maletín—. El menor de los hermanos de Nita —añadió Michael.

—Y yo soy el doctor Solomon —dijo el forense. Emitió un canturreo, enderezó los hombros y abombó el cóncavo pecho inhalando sonoramente. Siguió canturreando mientras revolvía su maletín y extraía un termómetro, una cámara de fotos, una lupa y un par de guantes, objetos que fue depositando en fila a sus pies—. No vaya a desmayársenos —le dijo a Tzilla a la vez que se arrodillaba junto a unas gotas de sangre derramadas fuera del gran charco, no muy lejos del cuello prácticamente desgajado de Gabriel. Se calzó los guantes y, armado con la lupa, se acercó mucho a una de las gotas de sangre, la alumbró con una linterna, tarareó para sí y luego dijo con voz apagada:

—¿Pueden darme un poco más de luz?

Uno de los peritos del laboratorio encendió un foco portátil, lo colocó junto a la pared y lo dirigió hacia el cadáver.

Yaffa regresó al pasillo por la entrada lateral, seguida del concertino, que caminaba con la cabeza gacha.

—Avigdor —le dijo Yaffa al concertino—, haga el favor de quedarse aquí un momento —y señaló un rincón junto al armario metálico—. Ya se lo hemos dicho —informó luego a Michael—. Te esperarán en el vestíbulo.

El otro perito se colocó junto al forense, cámara fotográfica en mano. Sacó un par de primeros planos del cadáver y de las gotas de sangre. Luego fotografió los alrededores del cadáver, enfocando a veces una sola baldosa; al fin, dejó la cámara, empuñó el grueso rotulador que llevaba en el bolsillo de la camisa y quedó a la espera, junto al cadáver.

—¿Qué tenemos aquí? —salmodió el forense. Examinó con la lupa las gotitas distanciadas del charco de sangre—. Aquí tenemos una gota de forma irregular, venga a verla —dijo haciéndole una seña a Michael, quien se puso de rodillas y observó la gota a través de la lupa—. ¿Ve estas gotas? —preguntó Solomon—. ¿Ve que no son redondas, que tienen los contornos desdibujados, dentados? —Michael asintió con un gesto y Yaffa fotografió las gotas en silencio—. De manera que ya podemos afirmar —resumió el doctor Solomon— que cayeron al suelo desde cierta altura. O, lo que es lo mismo, que inicialmente la víctima estaba de pie. Esta sangre se derramó mientras estaba de pie.

El semblante de Tzilla, que se arrodilló junto a Michael para observar el cuello de Gabriel, estaba muy pálido, y su labio inferior había desaparecido entre sus dientes.

—¿Ve que la herida da casi por completo la vuelta al cuello? —preguntó el forense, y la examinó a través de la lupa—. Bueno, de eso hablaremos enseguida —dijo, y siguió canturreando—. Ahora vamos a la temperatura, pero antes de moverlo tendremos que sacarle unas fotos —anunció mientras lo enfocaba con su cámara. Durante un instante tan sólo se oyó el clic-clic de las cámaras. Luego el forense dejó sitio al perito, quien trazó una línea blanca alrededor del cadáver, contorneándolo a gatas. Yaffa empezó de nuevo a sacar fotos. Daba la impresión de que las sacaba con los ojos cerrados para evitar la visión de la garganta cortada.

El forense tocó ambos lados del cuerpo, sujetando el termómetro con la otra mano.

—Primero la temperatura superficial —salmodió—. Y ahora aquí —dijo al cabo de un rato, poniendo al hombre muerto de costado. Con movimientos rápidos y precisos, le desabotonó parte de la ropa—. ¡Eso es! ¡Aquí lo vemos! —exclamó tras examinar el termómetro y levantar la vista hacia el pilar de hormigón junto al que yacía Gabriel. Frotó el pilar con la mano y observó su guante atentamente—. ¿Lo ve? —le dijo a Michael—. Mire, el enlucido se desprende del pilar. Eso es lo que tiene en la camisa, ¿ve estas manchas? —Michael siguió con la vista el dedo del forense—. Si hubiera llevado una camisa clara, sólo podríamos haberlas visto en el laboratorio, pero dado que es oscura, ya las podemos ver ahora. El blanco adherido a la camisa procede del pilar. Discúlpenme por entrar en detalles técnicos, pero estas manchas blancas me interesan por lo que revelan de la postura.

—¿Qué revelan? —preguntó Tzilla.

—Revelan —canturreó el forense—, que además de estar de pie, estaba recostado contra el pilar, así —dobló la cabeza hacia atrás, como apoyándola en el pilar—. Tal vez, no lo puedo afirmar con seguridad, pero tal vez alguien se le acercó por detrás y ¡zas! —el doctor Solomon hizo sobre su propio cuello un ademán de cortar y volvió a arrodillarse junto al cadáver, termómetro en mano. Tras un rato de absoluto silencio, durante el que los peritos recorrieron el pasillo palpando, fotografiando, señalando y arrodillándose, el doctor Solomon anunció—: Entre una y dos horas.

—¿Dónde está Nita? —preguntó Tzilla, y el concertino salió de su rincón para decírselo.

Tzilla se quedó horrorizada.

—O sea, que lo descubrió ella. ¿Así?

—Sí —repuso el concertino, y se acercó a ellos agachando humildemente la cabeza, la calva reluciendo entre las franjas de pelo rizado de ambos lados del cráneo.

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