Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
—Nita —dijo entonces Michael—. Déjalo ya, sé que estás trabajando, sólo pretendía comprenderlo. ¿Por qué reaccionas como si yo fuera un crítico musical? Ya sabes que soy un perfecto ignorante en este terreno.
—He pasado tantísimo tiempo sin tocar... Y ni siquiera antes me sentía especialmente buena... La falta de seguridad es algo natural en mí —dijo Nita avergonzada. Luego respiró hondo y prosiguió en un tono claro y razonable—: No tiene nada que ver con la manera de tocar. Si quieres saber por qué pienso que se rompen las cuerdas, sólo puedo darte una razón. Aunque dicen que las diferencias de temperatura pueden romperlas, en mi opinión sólo se debe a la fatiga de los materiales.
—¿Todo el mundo sabe sustituirlas así? —preguntó Michael.
Nita se echó a reír.
—Pues claro, a toda prisa, como se cambia la rueda de un coche de carreras. ¿Crees acaso que no pasa a veces en medio de un concierto?
—Paganini... —dijo Michael a la vez que le acudía un recuerdo a la mente, y a punto estuvo de mencionar a Becky Pomeranz, pero al final se limitó a decir―: Una vez me contaron, cuando era un chaval, que a Paganini se le rompieron todas las cuerdas durante un concierto...
—Todas no —lo corrigió Nita—, sólo tres. Según la leyenda, se quedó con una sola cuerda e interpretó con ella el resto del concierto, y también cuenta la leyenda que hizo que se rompieran a propósito para demostrar su virtuosismo... —inclinó la cabeza, pegándola al chelo, pulsó las cuerdas una tras otra y preguntó—: Y bien, ¿es una quinta? ¿Tú qué opinas? No del todo, ¿verdad? —aflojó la clavija y volvió a tensar la nueva cuerda, la pulsó, quedó a la escucha, cabeceó, y, al fin satisfecha, dijo—: Ahora sí.
—Comenzad en el vestíbulo, revisad los estuches de todos los instrumentistas de cuerda —instruyó Michael a los peritos del laboratorio—. No hace falta que digáis lo que estáis buscando, haced preguntas generales, enteraos de si se les ha perdido alguna cuerda de repuesto. Dentro de poco llegará más personal del laboratorio a reforzaros, pero de momento sois los únicos que sabéis lo que andamos buscando. Si no sacáis nada en claro, regresad aquí y revolvedlo todo hasta dar con una cuerda suelta que esté tirada por ahí. Shimshon, usted puede quedarse entre bastidores e iniciar allí el registro. El asesino no se la habrá guardado en el bolsillo toda bañada en sangre —masculló Michael. Y añadió con firmeza—: Tiene que estar en algún lado.
—Claro, claro —dijo Shimshon—, junto con los guantes.
—Es muy posible —dijo Michael secamente, como si no hubiera captado el sarcasmo.
—Eso quisiera usted —susurró Shimshon, y Michael deliberó si lo mejor sería hacer oídos sordos.
Pero luego se oyó decir en tono de perplejidad:
—¿Qué problema tiene? ¿Qué le preocupa?
—No me convencen las soluciones tan obvias, tan simétricas —repuso Shimshon entre dientes—. Por aquí hay una tonelada de cables eléctricos, ¿por qué no ha podido ser un cable?
—Un cable lo habría estrangulado, y un único filamento se habría roto —dijo Solomon a la vez que se introducía un fino puro en la comisura de los labios—. No voy a encenderlo —los tranquilizó—. Sólo quiero tenerlo en la boca. Nada mejor para hacer lo que han hecho que una cuerda fina de un instrumento, es indiscutible.
—¿Qué más da buscar una cosa u otra? —dijo Michael—. Llámenlo alambre o cuerda de plástico si lo prefieren, la cuestión es que lo encuentren, y deprisa. Si me enseña un sedal cubierto de sangre estaré encamado, créame. Pero, entretanto, empecemos a revisar las fundas de los instrumentos. No habrá otra oportunidad de registrar a los músicos sin que hayan tenido ocasión de...
—Suponiendo que haya sido uno de ellos —intercaló Shimshon—, ¿cree que nos va a decir que le falta una cuerda de repuesto? Y, además, ¿es posible distinguir a qué instrumento pertenece cada cuerda? ¿Hay diferencias entre la cuerda
la
de un chelo y la de otro chelo? —posó la mirada en Solomon, quien se encogió de hombros y arqueó los labios para expresar su incapacidad de responder a la pregunta.
—No tenemos nada que perder —concluyó Michael, y se volvió hacia los recién llegados—. Shimshon les explicará qué deben buscar y por qué, y a continuación irán a hablar con las personas que aguardan en el vestíbulo —dijo a la vez que se abrían las puertas de madera dando paso a Tzilla, que se detuvo, sujetándolas con las manos.
—¿Quieres que pasen? —preguntó a voz en cuello, sobre un fondo de murmullos—. Ha llegado Eli, acompañado del sargento Zippo —añadió haciendo una mueca.
—¿Zippo? —repitió Michael atónito—. No sabía que seguía con nosotros. Lo creía jubilado.
—¿Adónde quieres que los lleve?
—Aquí en primer lugar, todos los instrumentistas de cuerda, uno a uno, tráelos al rincón de la sala —replicó Michael impaciente—. Y tú ven aquí. Divídelos en grupos, y en el rincón de allá te haces cargo de uno de los grupos y averiguas cuántas cuerdas de repuesto tenía cada uno. Y verificas que no ha desaparecido ninguna.
—Tenemos a dieciocho instrumentistas de cuerda.
—Pues ve a buscar a los demás —dijo Michael nervioso—. Tráelos a todos,
ahora mismo.
Tzilla clavó en él la vista y dijo:
—¿Cómo quieres que haga todo eso a la vez?
—Que te ayude Zippo —replicó Michael—. Y además quiero... ¿Tiene un representante esta orquesta?
—Sí, y ya está ahí fuera, en el vestíbulo. Le he dicho que esperase un rato, y Eli ha traído consigo... —Tzilla titubeó y miró a Michael indecisa.
—¿Y bien? —la instó Michael.
—A la chica esa, Dalit, ya sabes; la semana pasada, cuando la viste, me preguntaste si han empezado a enviarnos reclutas directamente desde la guardería... Esa rubia delgada de pelo corto, Dalit, ya sabes.
—Quiero hablar con él, con el representante, ahora, después de hablar con Eli —dijo Michael, tratando de desprenderse de la sensación de que había abierto demasiados frentes a la vez, de que se estaba dejando llevar por los nervios y actuaba de una manera caótica, asistemática, y de que debería regresar al despacho del pasillo en lugar de obedecer a impulsos que ni siquiera lo tranquilizaban. La agitación que lo embargaba era distinta de la de otras veces; «pero cada vez es distinta», trató de convencerse. Prefería pensar en cualquier cosa antes que en los motivos de la súbita seriedad de Tzilla.
Y Tzilla se volvió hacia él con un gesto grave en el semblante.
—Eli quiere hablar contigo ahí fuera —dijo—, antes de que empecemos. Ya le he puesto al tanto de lo más importante —a Michael le dio un vuelco el corazón aun antes de que Tzilla añadiera—: Y yo también tengo algo que decirte —frunció el ceño a la vez que le dirigía una severa mirada de reproche; luego lo siguió hacia el vestíbulo.
Eli no perdió el tiempo andándose con rodeos.
—Oye —dijo después de cerciorarse de que nadie los oía—, ya sabes que Shorer te ha asignado el caso debido a tus conocimientos musicales, y porque es... en fin, el tipo de caso que encaja en tu estilo. Ya me entiendes —dijo rebullendo de vergüenza—. ¿A quién sino le iba a asignar el caso? Pero si estuviera al tanto de la situación, ¡ya sabes que tú no estarías aquí ni siquiera de asesor!
Michael no replicó. Su apariencia era reposada, pero la idea de que Nita podría despertarse en cualquier momento sin encontrarlo a su lado le hacía apretar las mandíbulas y tensar los músculos.
Eli Bahar se chascó los nudillos.
—He trabajado contigo en muchísimos casos —dijo en tono dulce, plañidero—, y esto es el abecedario que tú mismo me has enseñado, siempre hablando de nuestros puntos ciegos —se iba acalorando y el tono se le agriaba— y ahora, sin previo aviso, así, de pronto, vas y cierras los ojos. Eres tú el que me preocupa, créeme —arguyó—. Los dos me preocupáis —añadió, y quedó a la espera. Al ver que Michael no reaccionaba, prosiguió—: Tú nunca habrías dado el visto bueno a algo así. Estás demasiado implicado personalmente, se puede echar todo a perder. ¡Eres tú el que me lo ha enseñado! ¡Nunca se lo habrías permitido a otra persona!
—Me considero capaz de mantener unas cosas separadas de otras —dijo Michael. Titubeó a la vez que silenciaba el coro de ideas contradictorias que clamaban en su cabeza—. Y puesto que las cosas están así, tal vez es mejor que sea yo y no...
—Doy gracias a Dios por no ser yo quien debe tomar las decisiones —dijo Eli—. Pero sabes muy bien que no es lo correcto, y Tzilla también... Tzilla, ¿por qué no dices algo? Podemos darle nuestra opinión, somos amigos, ¿o no? Llevamos suficiente tiempo juntos...
Michael se enjugó la frente con un pañuelo doblado que extrajo del bolsillo de sus vaqueros. Tenía las manos frías, se las frotó contra las mejillas al rojo vivo. Debería haberse quedado junto a Nita hasta que se despertara. Puede que ya estuviera despierta. No debía despertarse y no encontrarlo junto a ella. Si estuviera manteniendo esa conversación con la nena en brazos, o calentándole el biberón, seguro que no tendría ese estúpido temblor de manos que le había obligado a apoyarlas en la barandilla de madera que había a su lado.
—Ya es mayorcito y sabe lo que hace —dijo Tzilla. La nota crítica de su voz era inconfundible—. Si él dice que puede mantener separadas unas cosas de otras, quizá sea cierto. Yo en su lugar no podría —agregó con énfasis—, pero quizá él sí. ¿Durante cuánto tiempo se puede ocultar algo así?
—¿Ocultar el qué? —preguntó Michael aterrado, y aferró con más fuerza la barandilla, que ya estaba pegajosa del contacto con sus manos.
—Tu relación con ellos, ocultársela a Shorer, ocultársela a todos. ¡No se puede trabajar así! Shorer se habría enterado hace mucho si su hija no estuviera a punto de dar a luz.
—No tengo ninguna relación con «ellos». ¿A quién te refieres? Aquí no hay «ellos» que valgan, sólo Nita.
Tzilla se encogió de hombros.
—No quiero decirte lo que tú me habrías replicado si te hubiera dado una respuesta así —dijo desviando sus ojos verdes del rostro de Michael. Sus largos pendientes de plata se mecieron suavemente—. ¿Y qué hay de la niña? ¿Qué va a pasar con la nena? ¿Vas a seguir adelante como si no hubiera sucedido nada?
—Aún no he pensado en eso —reconoció Michael, aplacando una punzada de arrepentimiento por haberle hablado a Tzilla de la nena.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Tzilla con desesperación—. ¿Cómo no vas a haber pensado en eso? Es lo primero en lo que tienes que pensar. Ahora Nita necesita que le eches una mano con su niño, ¡y no como detective! ¿Es que piensas dejarla sola en un momento así? ¿Te sientes capaz de interrogarla? ¿Qué piensas hacer? ¿Qué vas a hacer con la niña?
Michael se quedó en silencio. No debería haber implicado a Tzilla en el asunto de la niña; había sido un gran error. Enfrentado a la censura y la condena de la pareja, de pronto cruzó por su mente la idea de que casi se habían convertido en enemigos, en una de las fuerzas que pugnaban por despojarle de algo, ya fuera la niña o el caso. Y, cual enorme mancha, comenzó a extenderse por su conciencia el convencimiento de que, de cualquier manera, le quitarían a la niña, aun cuando decidiera prescindir del caso.
—No hace falta decidirlo todo ahora mismo —dijo Eli con un suspiro—. Dejémoslo estar. Esto queda entre Shorer y tú —añadió—. ¿Por qué te lo tomas tan a pecho? A fin de cuentas, es asunto suyo —le dijo a Tzilla, y posó la mirada en Michael, a la espera.
—Aún no sé qué voy a hacer —reconoció Michael—, es demasiado pronto. Si las cosas no funcionan, me retiraré del caso... Hablaré con Shorer —una repentina y sosegada indiferencia se abatió sobre él, y mientras una parte de sí aseguraba que todo iba a ir bien, otra parte de su ser decía: «Sucederá lo que tenga que suceder». Volvía a fluirle la sangre por las manos.
—Pero ¿qué piensas hacer ahora mismo? ¡Si todavía estáis compartiendo niñeras! ¡Y tú te pasas el día metido en su casa! —exclamó Tzilla—. ¿Cómo vas a ocuparte al mismo tiempo de un caso así y de la niña? ¿Cuándo la verás?
—Eso me pregunto yo —murmuró Michael. Echó una ojeada al reloj y repudió el recuerdo de una mejilla cálida y suave, de una sonrisa desdentada—. Pero antes de nada tengo que ver cómo está Nita, y luego hablaré con Shorer, y tal vez llamaré a mi hermana y...
—¿Vas a llamar a tu hermana? ¿Para qué? ¿Para pedirle que venga?
Michael hizo un gesto de asentimiento.
—¿A tu hermana Yvette?
—A mi hermana Yvette. ¿Por qué no? Nunca se lo he pedido, ni cuando Yuval era pequeño... ¿Por qué no?
—En realidad, es una buena idea —dijo Tzilla, y en su rostro empezó a difuminarse el gesto de tensión e inquietud—. Ella te hará entrar en razón. Hay momentos en la vida... no puedo creer que tenga que decirte esto cuando siempre has sido tú quien lo ha repetido. Hay momentos en la vida en que es necesario elegir. O bien optas por la niña o...
—¿Sí? ¿O qué? ¿Es que no se puede trabajar teniendo una niña? —la fulminó con la mirada y ella se ruborizó.
—¡No es lo mismo! —objetó Tzilla indignada—. Para empezar, tuve un permiso de seis meses cuando nació Eyal, y otro de tres cuando nació Yosefa. ¡Y además no sólo se trata de la niña! El problema es una mujer con la que tú... —se ruborizó— ...con la que tú estás más o menos viviendo.
—¡Eso no es cierto! —protestó Michael—. Es un acuerdo práctico, una amistad, no hay... No hay motivo que me impida... ¡Yo mismo lo decidiré! —atajó en un tono claramente indicativo de que la discusión quedaba zanjada—. Y ahora, por favor, haced que vengan Balilty y un par de personas más del laboratorio. ¿Y qué me contabas de Zippo? ¿Cómo se os ha ocurrido traer precisamente a Zippo? ¿Y qué hace aquí la chica esa, la delgaducha de ojos ávidos, con los vaqueros ceñidos?, ¿cómo se llama...? ¿Dalit?
Eli se dispuso a decir algo, pero se quedó en silencio al ver que se aproximaba Solomon.
—Estaba buscándolo —se quejó Solomon—. Ya he registrado hasta el último milímetro.
—Aquí me tiene —dijo Michael calmosamente, asombrado del alivio que lo embargaba gracias a aquella interrupción justificada y legítima de su conversación con Eli y Tzilla—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Me voy a marchar enseguida —salmodió Solomon—. Van a levantar el cadáver, ya está listo y empaquetado. Y mañana le daremos la respuesta definitiva. Empezaremos a trabajar en él esta noche, pero de momento ya puede irse olvidando de los violinistas. Shimshon está de acuerdo conmigo —dijo agitando una mano en la que llevaba tres cuerdas—. Demasiado cortas para este propósito, apenas medio metro, y las cuerdas de viola tampoco tienen la longitud necesaria.