Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
En aquellos momentos, Michael trataba de distraerla y desviar su atención hacia los quehaceres cotidianos. Como las fechas exactas en que había que vacunar a los niños o cómo iba de adelantada la dentición de Ido y cuántas horas de sueño podía confiar en dormir aquella noche. Al propio tiempo, Michael reflexionaba para sí sobre qué fuerzas serían las que la impulsaban a regresar constantemente al recuerdo de las humillaciones y dolores pasados. En una ocasión incluso llegó a decírselo. Su intención era expresarlo con tacto, pero le salió con mucha crudeza:
—No sé, pienso que si a mí me hubieran humillado, si me hubiese sentido tan traicionado, trataría de olvidarlo en lugar de revivirlo todo el rato. Además, ya no estás enamorada, ¿a qué viene entonces tanto insistir en eso? Es puro masoquismo.
—Yo soy la primera en creer cualquier cosa mala que se diga sobre mí, la diga quien la diga —replicó Nita, frunciendo la boca.
Pero en cuanto Ido se quedó dormido, Nita reanudó el ensayo del
Doble concierto
y lo interpretó mejor que nunca. Y hubo otra noche en que, parado en el vano de la puerta, entre la cocina y el cuarto de estar, pensando en marcharse ya a casa, Michael la oyó tocar el primer movimiento de principio a fin. Le pareció que nunca lo había oído interpretar con tanta hondura y perfección. Bajó a su casa, con la nena en brazos, profundamente conmovido. En definitiva, se decía ya junto al balcón de su casa, mientras escuchaba los sonidos procedentes de arriba, aquella oportunidad de estar tan cerca de una artista era un gran regalo, pese a que sus mejores momentos fueran los que pasaba a solas con la nena, contemplándola e imaginando la vida que podría ofrecerle.
La enfermera del Departamento de Asuntos Sociales tenía papada. En cuanto la miró a la cara, Michael supo cómo debía dirigirse a ella. Aun antes de verla ya se había formado una idea, pero tan pronto como vio aquel rostro grandote y exhausto estuvo seguro. Era un rostro carente de toda gracia y encanto. Era el rostro de una mujer de mediana edad a la que la vida no había tratado demasiado mal, pero tampoco particularmente bien. Una mujer con el cabello peinado en bucles de un rubio cobrizo y con una prominente barriga. Sus piernas parecían demasiado finas para sostener la mitad superior de su cuerpo. Calzaba sandalias ortopédicas y bajo la larga falda se le veían las uñas de los pies, pintadas de un rosa cursilón. Daba la impresión de guardar mal el equilibrio, tal vez debido a la delgadez de sus piernas. Al ver sus ojillos cansados y desconfiados, Michael se alegró de haberse quedado en casa. La enfermera se habría merendado a Nita, pensó. Puede que incluso hubiera logrado arrancarle una confesión.
—¿Sabe que no se ve bien el nombre en su buzón? —le advirtió la enfermera aun antes de entrar, mientras jadeaba en el umbral como si hubiera subido a pie cuatro pisos.
Michael se disculpó y prometió remediarlo inmediatamente. Pero ella no se dio por satisfecha.
—Puede provocar malentendidos. Si no hubiera estado tan decidida, no habría llegado aquí —dijo con una voz ronca, de fumadora crónica.
Sin embargo, tenía el aire de quien no ha fumado un cigarrillo en su vida. Michael repitió que se ocuparía de remediarlo sobre la marcha. Ella quedó en silencio y echó una mirada en derredor con gesto fatigado y agrio, como si estuviera buscando algo más que le sirviera para ventilar su malhumor. Pero entonces su mirada fue a posarse en la cara de Michael. Y, de pronto, sonrió. Una sonrisita tímida, pretendidamente coqueta. La musculatura facial de Michael se activó de inmediato para devolverle la sonrisa. Lleno de buena voluntad y tratando de aparentar calma, le preguntó si quería ver a la niña. La enfermera Nehama achicó los ojos hasta casi cerrarlos, luego tomó asiento, estiró las piernas, se palmeó los muslos como para darse ánimo, se alisó la falda, sacó de su bolso un haz de formularios y unas hojas de papel carbón, y dijo:
—¿Podría darme un vaso de agua antes de que empecemos y antes de ver a la niña? Hace un calor horrible en la calle. Es una niña, ¿verdad?
Michael fue a la cocina y se apresuró a regresar con una jarra de agua y un vaso impecable. La enfermera escudriñó el vaso con atención antes de servirse agua. Michael sabía de antemano que la limpieza era lo único por lo que se iba a preocupar, aun cuando fingiera interesarse por otras cosas. La enfermera bebió el agua a la vez que miraba a Michael con interés.
—Pues bien —dijo al cabo, y acercó su silla a la mesa redonda del comedor—, vamos a ver cuál es la situación —se chupó el dedo y hojeó los formularios, luego revolvió su bolsón negro de asas desgastadas y alzó la cabeza—. ¿Tiene un bolígrafo? No encuentro el mío.
—Aquí tiene —dijo Michael a la vez que se apresuraba a ofrecerle el que llevaba en el bolsillo de la camisa.
La enfermera Nehama lo examinó cuidadosamente, no era más que un bolígrafo normal y corriente. A continuación se caló las gafitas que llevaba colgadas de una gruesa cadena de oro, por encima del largo collar de cuentas verdes que se bamboleaba entre su papada y su amplio seno con cada movimiento que hacía.
—Vamos a ver cuál es la situación —repitió, y emitió un suspiro.
Y entonces, con la cabeza ladeada y los ojos abiertos de par en par, como si pretendiera dotar de vivacidad su mirada apagada y ausente, le pidió a Michael que le contara los hechos de nuevo, pese a que ya había sido informada del asunto por la Agencia de Bienestar Infantil. Michael recitó la versión previamente acordada con Nita: habían encontrado a la niña metida en una caja de cartón la segunda mañana de Ros Hasaná, y, como estaban en fiestas, hubieron de esperar hasta la tarde para que viniera un médico a examinarla; Michael había informado del incidente a la policía al día siguiente, ya que sabía que estarían escasos de personal para poner en marcha la búsqueda de la madre de la niña.
Incluso ahora, mientras la flautista —de Corea del Norte y educada en Francia, según ponía en el programa— mecía su cuerpo y creaba delicados sonidos cargados de sentimiento, y el clavecinista hacía sonar las insistentes notas del cuarto movimiento de
La notte,
Michael oía el tono hosco y desconfiado con que la enfermera había dicho:
—Pero no la llevaron al hospital para cerciorarse de que estaba bien.
Con suma paciencia, Michael le explicó que el pediatra había dicho que no era necesario llevarla al hospital, que sólo serviría para que le contagiaran alguna enfermedad infecciosa, y que, de momento, podían dejar las cosas como estaban.
—¡Pero hay que cumplir los procedimientos establecidos! —objetó la enfermera, y anotó enérgicamente algo al margen de la primera página del formulario. Se humedeció los labios a la vez que se inclinaba sobre el papel. Aunque la visita se había desarrollado bien y la enfermera había sonreído y comentado al ver a los niños: «Se les ve felices», y pese a que miraba a Michael con buenos ojos y dijo al marcharse: «Todo irá bien, se supone que no debo decírselo, pero puedo asegurarle que todo irá bien», Michael supo con certeza, como lo sabía ahora, que no todo iba a ir bien.
Una racha de toses se desató en la sala entre dos movimientos. Ya habían concluido cuatro de los seis movimientos del concierto, dos
largos
y dos
prestos,
sin que Michael se diera cuenta. Tras la primera entrada de la flauta, tocada con virtuosismo por la intérprete coreana, Michael había cesado de escuchar, como si no estuviera allí.
Michael tenía muy claro que nada iba a salir bien porque, al final, o bien encontrarían a la madre, o bien entregarían a la nena a una pareja sin hijos que llevara años en la lista de espera. La enfermera Nehama había mencionado varias veces a esas parejas en el curso de su visita. Y si no encontraban a la madre, y el tribunal declaraba a la nena apta para la adopción, Michael la perdería también. Habría sido mejor no encariñarse tanto con ella. Todo aquello era una locura. Si al menos pudiera entender qué lo había llevado a obrar así en el momento en que decidió quedarse con la niña. Si hubiese sido una decisión consciente... Pero tenía la impresión de que una fuerza extraña había elegido por él. Si al menos pudiera comprender la situación, sería capaz de ejercer algún control sobre ella. Pero no la comprendía. Por una vez, se había dejado llevar por el instinto, y a la vista estaba lo peligroso que eso resultaba. Cuánta razón tenía al no obrar nunca de manera totalmente espontánea. Pero luego se decía: «Imaginemos que la hubieras llevado al hospital y ahora mismo estuviera allí. En la sala de los recién nacidos nadie la habría tomado en brazos ni acunado, y, sobre todo, no lo habrías hecho tú. Entonces ¿por qué no disfrutas de lo que tienes sin preocuparte por el futuro? Nada dura eternamente. Fíjate en Yuval, que en otros tiempos fue como la nena y ahora ya no te pertenece como antes ni mucho menos». Suspiró. La mirada airada que le dirigió el hombre barbado de su derecha le hizo comprender que había sido un suspiro demasiado fuerte.
La flautista salió a saludar tres veces reclamada por el público, luego tocó un bis. Por lo visto, su interpretación había sido muy bella, pero esa belleza se le había escapado a Michael, incapaz de centrarse en el momento presente. Las luces se encendieron, el hombre barbado salió a toda prisa antes de que se levantara nadie, y el escenario quedó vacío. Michael caviló si debía ir a ver a Nita en el intermedio, se preguntó hasta qué punto estaría preocupada por la ausencia de su padre. Pero, en lugar de ir a verla, se encontró de pronto en la cabina telefónica, con la respiración acelerada. Una vez que hubo hablado con la canguro y que ésta lo tranquilizó, encendió un cigarrillo y examinó la cola formada ante la barra de la cafetería. Sin pensarlo, se sumó a la gente que allí se arracimaba. Sintió como en un trance que lo tocaban y lo empujaban. Mujeres con tacones altos y ropas elegantes se abrían paso a codazos junto a él. Al fin le preguntaron qué quería. Después terminó de fumarse el cigarrillo bebiendo a sorbos el café servido en un vaso de plástico.
Debería haberse sentido emocionado ante la perspectiva de escuchar la
Sinfonía fantástica
de Berlioz, que tanto le gustaba a Becky Pomeranz. Hacía años que no la escuchaba. En los tiempos de Becky, la oyó una y otra vez, hasta aprenderse de memoria cada una de sus notas. Sabía que la interpretación que de ella hacía Theo van Gelden era célebre. Se decía que había adoptado lo mejor del enfoque de Bernstein y, cuando la orquesta estaba a su altura, según afirmaba un artículo que le había leído Nita, se le atribuía el don especial de generar el torbellino de sentimientos turbulentos y contradictorios de la sinfonía y de subrayar los elementos dramáticos de aquella historia autobiográfica de Berlioz, doliente de amor cuando compuso la pieza.
Nita había hecho alusión a esta opinión establecida y había señalado con sequedad que en realidad Theo era la persona menos adecuada para interpretar la pieza, dado que nunca en su vida había sufrido desengaños amorosos y, en cambio, sí había sido el causante de muchos.
—Tal vez está mejor dotado precisamente por eso —replicó Michael durante aquella conversación.
Y ella lo miró pensativa y dijo:
—A veces puedes ser realmente banal.
Luego se apresuró a disculparse. Pero nada de eso interesaba ahora a Michael. Lo dominaba la inquietud, en parte resultado de estar sentado delante de la enfermera de Asuntos Sociales, en parte derivada de la falta de sueño acumulada —la nena seguía despertándose cada dos horas todas las noches—, y también de la constante ansiedad que sentía, con distintos grados de intensidad, como si su cuerpo se aprestara a encajar una catástrofe inminente y cierta. Aquella inquietud lo llevaba a pensar casi con repugnancia en los sonidos que tan bien conocía y que tanto amara en su día.
De regreso a la sala, una vez rechazada la posibilidad de volver directamente a casa, Michael imaginó que resonaban en sus oídos los carillones de la «Marcha hacia el cadalso» y las estridentes disonancias de la «Noche de aquelarre». Reprimió un enorme suspiro al sentarse junto al hombre barbado, quien mecía una pierna, cruzada sobre la otra, tensa y rítmicamente, pero también con infinito aburrimiento. Michael abrió el programa para mirar de nuevo los epígrafes de «Episodios de la vida del artista». La grandilocuencia de las palabras le hastiaba:
Rêveries, Scène aux champs, Marche au supplice, Songe d'une nuit de Sabbat.
Y al pensar en el amante desesperado y en la despiadada amada, en las riñas por celos, en el deseo de morir del protagonista, en la escena de la ejecución, en las brujas y los repiqueteantes esqueletos, todo aquello se le antojaba ridículo e infantil. Una especie de extraño y exótico desecho de algo que hubiera oído en su tiempo pero nunca catado personalmente.
«Prefiero a Rossini», se dijo mientras el oboísta se levantaba a dar el
la
que serviría a los músicos para afinar sus instrumentos. El escenario volvía a estar lleno; lo ocupaban de nuevo muchos músicos. Michael trató de contarlos. Había unos treinta violines, veinte violas y ocho chelos. En los asientos elevados de la derecha del escenario, tras los seis contrabajos, contó seis trombones, y a la izquierda, cerca de los segundos violines, los timbales, los platillos y el bombo, aleteaban las manos de un par de arpistas. Detrás de los chelos se apiñaban en varias filas los diversos instrumentos de madera de la sección de viento y, tras ellos, las trompetas. Sobre el podio del director colgaban los micrófonos de la radio, que estaba retransmitiendo en directo el concierto, y en ese momento entraban en escena los deslumbrantes focos de la televisión y dos cámaras que correteaban de aquí para allá colocando cables, probando ángulos de enfoque, pidiendo a un oboísta que se acercase al clarinetista. La segunda parte del concierto se iba a televisar. Una oleada de agitación recorrió el patio de butacas cuando los focos alumbraron las primeras filas, deslumbrando a sus ocupantes. Michael bajó la cabeza cuando la luz le dio en la cara y desechó la idea de que, de no haber querido acompañar a Nita, podría haberse quedado en casa a ver el concierto desde su sillón. Se recordó entonces que era un placer singular percibir con sus ojos y oídos lo que era imposible de retransmitir, la música hecha aquí y ahora.
Gabriel van Gelden, en su calidad de concertino, volvió a ponerse en pie, dando la espalda al público, y deslizó el arco sobre las cuerdas de su instrumento. Comprobó la afinación de las violas, de los chelos y, por último, la de los violines. En su asiento elevado, el primer clarinetista repetía una y otra vez el tema principal y recurrente —la idea fija— de la sinfonía. En el escenario estalló una cacofonía de sonidos que inundó toda la sala. Gabriel van Gelden tenía la cabeza vuelta hacia la entrada lateral.