Un asesinato musical (8 page)

Nita tragó el último trozo de su tortilla.

—¿Qué sabrá usted? —replicó al fin—. Ríase de mí, si le apetece.

—Dios no lo quiera. No me estoy riendo de usted. Sé muy bien de qué estoy hablando. En primer lugar, yo también estoy divorciado, y, además, también he estado enamorado, y me he enterado de algunas cosas a lo largo de mi vida.

—¡No lo ve! —dijo ella triunfante—. Usted vive solo. Es un hecho. ¿Sabe cuántos años tengo?

Michael negó con un gesto.

—¡Treinta y ocho! —exclamó Nita—. ¿Cuántas veces más seré capaz de confiar en alguien?

Michael echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír. Nita tenía una dulzura especial, como la de una niña pequeña. En aquel momento la habría abrazado si se hubiera permitido tocarla. El semblante de Nita se entristeció, estaba dolida. Michael dejó de sonreír.

—Una edad estupenda, los treinta y ocho, fantástica. Y ahora, mientras los niños duermen, ¿por qué no la ayudo a ordenar la cocina? Y, entretanto, podría poner un poco de música.

Así lo hicieron. En el cuarto de estar, Alfred Brendel interpretaba
Andante y variaciones para piano
de Haydn. De tanto en tanto, Nita hacía una pausa para escuchar.

—¡Es tan hermoso! —dijo una vez. Tarareaba al son de la música. Luego dijo—: ¡Qué genial era Haydn! ¡No tenía ni un pelo de tonto!

Michael guardaba silencio. Aquella música que oía por primera vez, delicada, con una melodía sorprendente, le inspiraba añoranza y melancolía. Escuchó el sonido lento y majestuoso del piano, y supo que siempre reconocería esa pieza en cuanto oyera la primera nota. Volvió a sentirse avergonzado de su impulso de quedarse con la niña, y tomó agudamente conciencia de que aquel impulso reflejaba una cara oculta de su personalidad que estaba en flagrante contradicción con su imagen. Quizá estaba sirviéndose de la niña, como había dicho Nita, para dar sentido a su vida. Inopinadamente, aquella música sorprendente, delicada y triste, tan distinta de todo lo que conocía de Haydn, le inspiró un fuerte deseo de llorar. La pila ya estaba vacía. Nita llenó con agua hervida los dos biberones y disolvió los polvos amarillentos. Sus miradas se cruzaron y ella sonrió. La música terminó.

—Otra vez, por favor —dijo Michael.

—Sí, es verdaderamente hermosa —dijo ella mientras regresaba a la cocina, y la música comenzó de nuevo—. Ojalá llegue a tocar con Brendel algún día. He tocado con pianistas buenos —dijo tímidamente—. Pero Brendel es magnífico.

Las sillas descansaban apiladas sobre la mesa de la cocina. El suelo estaba casi seco. Todo resplandecía de puro limpio. Ni un ruido procedente de la habitación de Ido. Michael tenía la impresión de que habían pasado siglos desde que experimentara un sentimiento de amistad, una relación normal. Lo inundó una sensación placentera tan poderosa que se asustó.

—¿La despierto para darle el biberón? —preguntó.

—Ni se le ocurra —dijo Nita tajante—. ¿Cuántos años tiene su hijo?

—Casi veintitrés.

—Y, cuando era pequeño, ¿se pensaba todavía que había que dejarlos llorar y darles el biberón sólo cada cuatro horas?

—No lo creo. No lo recuerdo —sonrió—. Yo diría que se pasaba el día tomando el biberón. No tenía otra cosa que hacer, aparte de llorar. Sus abuelos pensaban que yo lo malcriaba al cogerlo en brazos cada dos por tres en lugar de dejarle llorar. Se me encogía el corazón.

—¿Cuándo se divorció?

—Hace mucho tiempo.

—¿Por qué?

—Ni siquiera tendríamos que habernos casado. No estábamos hechos el uno para el otro. No nos queríamos.

—¿Y desde entonces no ha vuelto a casarse?

—No.

—¿Por qué?

—Nunca ha surgido la ocasión —replicó Michael encogiéndose de hombros.

—¿Nunca ha surgido la ocasión?

Sin decir nada, Michael se dirigió al cuarto de estar; luego regresó a la cocina, desplegó las sillas, puso dos de ellas lado a lado y tomó asiento. Después se colocó delante el cenicero azul, encendió un cigarrillo y señaló la silla vacía. En ese preciso instante, cuando estaba a punto de contárselo, un potente gemido salió de la habitación de Ido. La nena se había despertado y sus sollozos ahogaron la música y despertaron también a Ido.

—¿A qué se dedica? —preguntó Nita mientras se sentaban uno junto al otro, con los bebés en los brazos.

—Trabajo en la policía —repuso Michael sin retirar la vista de la boquita rosa pegada a la tetilla. Imaginó sentir un cosquilleo en sus pezones. Esa sensación lo dejó muy turbado, haciéndole centrar la atención en su cuerpo, como si pretendiera descubrir una pavorosa transformación sexual en pleno curso, la alarmante intensificación de los rasgos femeninos que, según había oído decir, tenía lugar en los hombres de cierta edad. ¿O no serían más que cuentos de viejas?

Como era de esperar, la lacónica respuesta dejó atónita a Nita. Era la primera vez que conocía a un policía. Pensaba que todos eran... Al no dar con el adjetivo adecuado, se quedó callada.

—Prejuicios —masculló Michael.

Nita dejó a Ido en la cuna y él colocó a la nena en el capazo del cochecito. Se lo podría contar al día siguiente, pensó al ver que casi era medianoche.

—¿Y qué trabajo desempeña en la policía? —le preguntó Nita mientras él titubeaba junto al cochecito.

—Acabo de reincorporarme tras un permiso de estudios de dos años.

—¿Qué ha estudiado?

—Derecho.

—¿Y se ha licenciado? ¿En dos años?

—No. Acabaré la carrera dentro de un par de años, a la vez que trabajo.

—¿Y a qué trabajo se ha reincorporado? ¿Algo relacionado con sus estudios?

—Me dedico a la investigación de grandes delitos. Por lo general, estoy al frente de equipos que investigan asesinatos —dijo Michael, previendo la siguiente pregunta.

—Un trabajo muy importante. Y que da miedo —comentó ella con infantil admiración, los ojos muy abiertos.

—Muy importante —repitió Michael. Nita lo miraba con tanta seriedad que a él se le escapó una sonrisa—. ¿Es que ustedes, los holandeses, no tienen sentido del humor?

Nita meditó un instante.

—No. No sé cómo serán los holandeses en general, pero en mi familia no existía el sentido del humor. Aunque sí una gran ironía, no sé si puede considerarse un tipo de humor.

—Para ser irónico hay que saber apreciar el ridículo, o al menos poseer una inteligencia creativa —comentó Michael tras una breve reflexión—. Pero, de hecho...

—¿Sí?

—La ironía y el humor son dos cosas opuestas. La ironía siempre es agresiva. Y lo es por necesidad, porque en realidad es una defensa.

—En tal caso, mi padre es un hombre muy agresivo.

Michael guardó silencio. El momento no le parecía adecuado. Empujó el cochecito. La nena, con los azules ojos abiertos, emitió un gorgorito. Michael tenía la sensación de que lo miraba a los ojos.

—Mire qué buena es —se maravilló Nita—, y guapísima.

—No diga eso —le advirtió Michael, y estiró la mano para tocar el armazón de madera del sofá.

—¿Es supersticioso? Me alecciona con tanta lógica, ¿y resulta que es supersticioso?

—Lo soy —confesó Michael y, en el tono con el cual recordaba que hablaban las mujeres en su Marruecos natal, añadió—: ¿Qué le voy a hacer? —se puso en pie para irse.

—No se vaya todavía —dijo Nita—. Quédese un ratito más. Podemos tomar una copa de coñac o de lo que sea —Michael no volvió a sentarse pero tampoco se movió—. Su presencia ahuyenta los pensamientos negativos que me atormentan —le explicó con la vista baja—. Pero quédese sólo si le apetece, si está cansado o... —murmuró.

La niña parecía estar a sus anchas. El piso desprendía ahora un aroma limpio. No había motivos para apresurarse. Se lo contaría todo mientras tomaba un coñac. Contárselo le haría sentirse mejor. Tal vez. Sería un alivio. De pronto tuvo esa certidumbre, al menos hasta el momento en que tomó de nuevo asiento y encendió un cigarrillo. Con la vista fija en la copa de coñac, volvió a sopesar los pros y los contras. Imaginó que ella empalidecería, o se sonrojaría, en todo caso quedaría horrorizada, exigiría que hicieran algo de inmediato, informar a las autoridades, buscar a la madre de la niña. Le preguntaría por qué quería lo que quería. Volvió a inundarle una mezcla de vergüenza y ansiedad emanadas del deseo de conservar para sí a la niña y del hecho de que ni él mismo era capaz de explicárselo. Nita reposaba en silencio, con las piernas recogidas bajo el cuerpo. Una vez terminada la limpieza, se había cambiado de ropa. Se había puesto una blusa azul arrugada pero limpia. Su delgadez saltaba a la vista. Nita balanceó la copa entre las palmas de sus grandes manos y lo miró con dulzura.

—¿Por qué se llama Nita? ¿Es un diminutivo? —preguntó Michael para ganar tiempo.

—No. Es un nombre. Me lo pusieron en honor de Nita Bentwich, la hermana de Thelma Yellin. Querían llamarme Thelma, pero mi madre conocía a una Thelma que le caía fatal, una antigua compañera de colegio, por eso prefirieron darme el nombre de su hermana, que murió antes que ella.

—¿Thelma Yellin? ¿La mujer que ha dado nombre a un colegio?

Nita asintió con la cabeza.

—Era chelista también, ¿verdad?

—Una chelista excepcional. Tocaba con Schnabel, Feuermann le regaló su chelo, y tuvo a Casals de maestro.

—La familia Bentwich es de Zichron Yaakov. ¿Me equivoco al pensar que Nita Bentwich se suicidó?

—No lo sé con certeza. Sólo sé que era enfermiza —repuso Nita evasivamente.

—¿Así que sus padres decidieron por adelantado que usted fuera chelista?

—Siempre decían que no —replicó Nita riéndose—. Decían que era un pequeño tributo a la memoria de Thelma Yellin. Fue una gran figura. Cuando se refería a ella, mi madre siempre usaba el adjetivo «genial». La conocía bien. Le gustaba hablarme de que Thelma había fundado una orquesta, de la música de cámara que interpretaba, de su influencia en la vida musical, de la vitalidad que tenía, ese tipo de cosas. Mis padres creían que yo iba a ser pianista, como mi madre. Pero escogí el chelo. Según la leyenda familiar, a los cuatro años oí música de chelo y exigí que me regalaran uno. Mi conexión con Thelma Yellin no fue de nacimiento.

¿Era prudente confiarle su secreto a una mujer que se había criado entre algodones? Ésa era la pregunta que ahora preocupaba a Michael. Nita no era presuntuosa, se recordó, pero aun así prefirió darse más tiempo.

—¿Y su madre?

—¿Qué?

—¿Qué instrumento tocaba?

—Ya se lo he dicho... el piano. Pero su carrera se truncó. Primero por la guerra y la necesidad de emigrar aquí, y después porque tenía que ocuparse de la tienda con mi padre. Lo hacían todo juntos —las comisuras de su boca se torcieron en un gesto burlón—. Dejó de tocar por culpa de la tienda. Es el típico ejemplo de mujer que tiene que sacrificar su carrera profesional. Claro que la guerra también tuvo su influencia. Si le preguntabas si era feliz, siempre decía que sí. Sólo tocaba en casa.

—¿Ella también era irónica?

—No —Nita emitió una risita y tomó un sorbo de coñac—. Era una mujer inquieta. Siempre estaba preocupada por mí. No podía contarle mis problemas. Cuando estuve estudiando en Estados Unidos, se angustiaba más que yo por mis exámenes. Y cuando yo iba a dar un concierto, ella entraba en crisis nerviosa. Vivía con el perpetuo temor de que en Nueva York me asaltaran por la calle. Crecer en ese ambiente —dijo pensativa— es muy duro, ¿sabe? No te puedes permitir ser infeliz porque destrozarías a tu madre. Cuando eres la niña de los ojos de unos padres mayores, y todo el mundo te adora, ¿qué motivos puedes tener para sentirte desgraciada?

—Eso digo yo...

—Es que... siempre me ha costado mucho tomarme las cosas a la ligera. Supongo que hay personas que nacen así, con esa hipersensibilidad. Y no estoy fanfarroneando, es un hecho.

—Seguramente está relacionado con que sea artista.

Michael podría haber pospuesto el momento de la verdad, pero el suspense de no saber cómo iba a reaccionar Nita se le hacía ya excesivo. Y precisamente en el instante en que un agradable silencio envolvía la habitación, se oyó decir:

—Quería decirle de la niña...

—¿Se refiere a Noa? —preguntó ella, mirando su vaso.

—Llamémosla Noa si queremos.

—¿Cómo que si queremos? Es así como se llama, ¿o no?

—No está claro —repuso Michael con prudencia. Se le había desbocado el corazón y le faltaba el aliento.

Nita estiró las piernas, se enderezó en el sillón azul, dejó la copa en la mesita de cobre, frunció el ceño y, al cabo, dijo:

—No le comprendo.

Michael se lo explicó.

—¡No me lo puedo creer!

Michael hizo un gesto de asentimiento.

—¿En una caja de cartón? ¿En el refugio antiaéreo? ¿Quién dejaría a una niña, a una niña de pecho, en un refugio antiaéreo? ¿Está diciéndome la verdad? ¿Es ésta la verdadera historia?

Michael asintió.

—Pero si es preciosa... con su piel blanquita... y tan buena, y...

—¿Y eso qué más da?

—¿Quién querría abandonar a una niña así? ¿Sabe cuantísimas personas estarían dispuestas... estarían encantadas... se pelearían por ella?... ¿Quién puede haber querido abandonarla?

—Una persona desesperada.

—Podría haberla entregado en adopción —objetó Nita—, si no tenía otra posibilidad.

—Si quería ocultar la existencia de la niña, no tenía esa opción —replicó Michael.

Nita se quedó en silencio. Él encendió otro cigarrillo.

—¿Qué piensa hacer ahora?

Transcurrió un buen rato sin que Michael respondiera. Nita quedó a la espera. Tenía la vista posada en él, con tensa y cautelosa expectación. Michael sabía lo que quería decir, pero no se atrevía a pronunciar tales palabras:
Quiero que se quede conmigo.
Le sonaban absurdas e irracionales aun cuando las decía para sí. Se daba asco a sí mismo. Tosió. Y, al fin, se limitó a decir:

—Hablaremos de eso mañana. Tengo que consultarlo con la almohada. Entretanto, la niña está aquí y tiene que permanecer en secreto.

—Yo no hablo con nadie —lo tranquilizó Nita.

—E incluso aunque hablara con alguien... —le previno él.

—Incluso si hablara con alguien, no diré ni una palabra —le prometió Nita.

2
Rossini, Vivaldi y la enfermera Nehama

Hermoso, solemne, sonaba el solo de chelo de la obertura de
Guillermo Tell
de Rossini, la primera pieza del programa de la noche, y la respuesta de los cinco chelos de la orquesta rezumaba melancolía. La primera nota era grave y tenebrosa. Y, a continuación, se derramaba como una cascada el lamento de los demás chelos. Michael ya conocía cada pausa, cada respiro, cada nota. Y cada deslizamiento del arco sobre las cuerdas, cada movimiento del brazo enfundado en negro, le traían como en un eco las palabras pronunciadas por Nita aquella tarde, mientras contemplaba las colinas a través de las cristaleras del balcón. Con el chelo en una mano y el arco en la otra, había señalado el paisaje con un ademán.

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