Un asesinato musical (4 page)

—¡Pero si eres una niña! —exclamó inclinándose sobre ella—. Claro que eso no cambia en absoluto las cosas para nosotros —murmuró junto a la orejita—, un bebé es un bebé sea cual sea su sexo. Pero es curioso que nos dejemos engañar así por nuestras antiguas percepciones —prosiguió en voz alta—. A quien alguna vez ha bañado, cambiado y alimentado a un nene no se le ocurre que un bebé vestido pueda ser una niña. De haberlo sabido, habría comprendido por qué no has ofrecido resistencia mientras te desvestía, porque, según dicen, las niñas son más dulces que los niños desde pequeñitas.

El cuerpecito había quedado completamente desnudo. Un entramado de venas azules destacaba en el pecho blanquecino, manchas rojizas de una erupción provocada por el pañal cubrían el vientre. Antes de que las minúsculas piernas comenzaran de nuevo a patalear, Michael levantó a la niña, la estrechó contra su pecho y la fue sumergiendo poco a poco en el agua tibia: piernas, nalgas, y al fin también la espalda y el cuello, sostenidos por su brazo. La nena se estremeció convulsa y emitió un chillido. Michael reanudó su cháchara en murmullos y sus explicaciones a la vez que le pasaba la mano por la cara y el cuello. La enjabonó y la aclaró deprisa, la depositó cuidadosamente sobre la toalla, en la que la envolvió, y revolvió el armarito queriendo dar con alguna crema; encontró el envase azul de la pomada blanca que Yuval solía utilizar años atrás, cuando estaba en el ejército.

Al ver a la nenita envuelta en la gran toalla, sostenida por uno de sus brazos, agitando las piernas, Michael se acordó de Nira. Cuando él bañaba a Yuval antes de darle el biberón, Nira solía quedarse en el umbral del cuarto de baño, recostada contra el quicio de la puerta, protegiéndose de los gritos con las manos sobre los oídos. Él debía recordarle a menudo que le tendiera un dedo al bebé para que éste lo agarrara con el puño y superase el espantoso miedo a perderse en el espacio. Cada vez que se lo recordaba, Nira se apresuraba a obedecer, y aquel desamparo y obediencia le hacían sentirse prepotente. No se gustaba a sí mismo cuando le decía cómo había de comportarse con su hijo, pero tampoco podía evitarlo.

Secar y ponerle crema a la nena le produjo una extraña sensación. Mientras le restregaba la espesa crema en el vientre, examinó su ombligo colorado y protuberante. Tuvo de pronto miedo de que fuera síntoma de una hernia, resultado de las muchas horas de llanto continuo. Sólo un pediatra podría hacer el diagnóstico, idea ante la que se sintió remiso y atemorizado. Ir al pediatra supondría que alguien más se enteraría de la existencia de la niña, que se la llevarían inmediatamente para someterla a un examen médico. Así pues, decidió ahuyentar la idea de sus pensamientos. La consulta médica podía posponerse. Excepción hecha del ombligo y de la pequeña erupción, la piel de la nena estaba suave y lisa. De pronto rompió a llorar de nuevo y su carita se puso roja y azul.

Al dirigirse a la cocina con la niña para preparar el agua con azúcar, Michael aún no sabía qué le iba a decir a la vecina de arriba. Pero sí sabía que ella era la única solución rápida que se le ocurría para el problema de los biberones, los pañales y las mudas. Se sentía incapaz de volver a vestir a la niña con el trajecito que antes llevaba o de meterla de nuevo en la caja de cartón. La dejó envuelta en la toalla, tumbada en medio de la cama, un pañuelo limpio enroscado y empapado de agua con azúcar en la rosada boca, los labios succionando con avidez. Michael erigió un muro de almohadas a su alrededor y corrió escaleras arriba hasta el segundo piso.

Ya con la vecina ante él, seguía sin saber qué decir. La mujer había abierto la puerta apenas una rendija. Una de sus manos sujetaba el picaporte y con la otra se peinaba los rizos, tratando de recogerlos, y después comenzó a juguetear con el cuello de la masculina camisa púrpura. Michael percibió en su rostro aprensión, casi miedo a que el motivo de su presencia fuera de nuevo la mancha de humedad del techo.

—¿Puedo pasar? —preguntó.

Con desvalida sumisión y evidentes reservas, como si hubiese querido negarle la entrada con cualquier excusa pero no supiera decir que no, la vecina abrió la puerta, se apartó y quedó inmóvil hasta que Michael entró en la sala y se detuvo junto un corralito contra el que reposaba la funda del chelo.

El gordezuelo bebé estaba tumbado en el corralito, los brazos estirados, las piernas separadas. Respiraba profundamente. El chelo descansaba sobre un pequeño sofá, junto a una pila de ropa lavada y bajo un gran óleo, un lienzo sin enmarcar que, tras una ojeada rápida, dejaba la impresión de un paisaje brumoso en blanco, negro y gris. La mujer tosió y dijo, sin alejarse de la puerta, que debido a las fiestas aún no había encontrado un fontanero. Él trató de decir que el fontanero no era el motivo de su visita, pero ella continuó hablando muy deprisa y excusándose de nuevo por el hecho de que debido al niño, a la necesidad de ponerse otra vez a trabajar y a las vacaciones...

Michael hizo un ademán impaciente.

—Sólo venía a preguntarle... —arrancó—, ahora mismo hay un bebé, una niñita, en mi casa, y no tengo nada para ella...

Durante los segundos en que ella lo miró perpleja, los ojos, profundos y muy claros, entrecerrados y con arruguitas junto a las comisuras, a Michael se le ocurrió una explicación:

—Mi hermana ha dejado a su nieta a mi cargo y se ha olvidado de todas sus cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó la mujer. La suave luz que aún entraba por la amplia ventana osciló sobre los mechones grises de su cabello rizado antes de iluminar una diminuta manchita sobre su pecho izquierdo.

—Todo. Biberones, leche, pañales... todo eso —masculló avergonzado, consciente de que era una excusa increíble. Volvió a asustarse al asaltarle la idea, que se apresuró a borrar de su mente, de que estaba haciendo algo ilícito—. Las tiendas van a estar cerradas dos días, durante las fiestas. No puedo llamar por teléfono a mi hermana porque es religiosa... Y, además, vive muy lejos.

A los ojos de la mujer asomó una mezcla de inquietud y desconfianza cuando preguntó:

—¿Cómo? ¿Le han dejado a la niña durante todas las fiestas? ¿A una niña de pecho? ¿Vive usted solo?

Michael asintió de mala gana con un gesto.

—Disculpe que se lo pregunte —dijo ella precipitadamente—, pero es que... ¿Sabe cómo ocuparse de ella?

—Creo que sí... Ha pasado mucho tiempo desde que... Mi hijo ya es mayor, pero un bebé es un bebé. Y creo que esas cosas no se olvidan... —quedó en silencio al oírse tartamudear—. En fin —añadió con resolución—, la suerte está echada. La niña está aquí y no tengo biberón ni pañales, y pensé que usted me podría ayudar... —señaló al bebé.

—¿Qué edad tiene? Tengo biberones y leche en polvo —dijo ella, encaminándose a la habitación contigua.

Michael aguardó a que regresara y luego la observó mientras ponía un biberón y una lata de leche en polvo sobre la mesa redonda del rincón del comedor y quedaba a la espera de una respuesta.

—Cinco semanas —dijo Michael, dejándose llevar por una intuición que le decía que sonaría mejor un número impar.

—Una niña realmente pequeña —dijo la mujer alarmada—. Cómo han podido dejarla así, sin...

—Ha ocurrido una desgracia en la familia —se apresuró a replicar Michael, parpadeando. Esa mentira, pensó, podría acarrear una auténtica desgracia. Como aquella vez en que había mentido diciendo que Yuval estaba enfermo y al niño se le había declarado la varicela esa misma noche—. No tengo a nadie a quien recurrir, todos están de viaje... fuera de la ciudad... y la nena está ahí abajo llorando de hambre.

La mujer hizo una nueva incursión en la habitación contigua y regresó con una gran bolsa de pañales desechables y un chupete envuelto en plástico. Se detuvo a reflexionar un instante. Luego se marchó una vez más y volvió enseguida con un montón de ropita de niño, un pañal de tela y una caja redonda de plástico de donde asomaba una toallita de papel perfumado. Juntó todas estas cosas y se quedó observándolas, la mejilla apoyada en un dedo. Miró dubitativa a Michael.

—Mi hijo acaba de quedarse dormido, ¿por qué no lo acompaño? Puedo echarle una mano con el primer biberón.

—No, no, no —replicó Michael con alarma. Imaginaba la cara que pondría al ver la caja de cartón. Entonces lo comprendería todo. Sabía que no podía confesar que había encontrado a la nena. Se la arrebatarían inmediatamente—. No quiero causarle más molestias. No quiero que deje solo a su niño por mi culpa.

—No es ninguna molestia —dijo ella con dulzura, y comenzó a meter en un bolsón de plástico los objetos que había reunido—. Ido acaba de dormirse. No se despertará hasta dentro de un buen rato. Para mí no sería ninguna molestia bajar un momento.

Michael echó una ojeada al corralito, posó la mano en el brazo de la mujer y dijo:

—Volveré a buscarla si tengo algún problema.

Ella lo miró titubeante, pero lo ayudó a agarrar el asa de la bolsa de pañales.

—¿Dónde están sus padres? ¡Mira que dejar así a un bebé de cinco semanas!

—Su madre está... en el hospital. Ha sufrido complicaciones posparto, y su padre... —contempló desesperadamente la pared y dijo—: Él... No tiene padre. Es madre soltera.

Una expresión comprensiva y afligida se pintó en el rostro de la mujer.

—No se preocupe —dijo. Sus gruesos labios, normalmente fruncidos en un gesto mohíno, se abrieron en una sonrisa generosa—. Nos las arreglaremos para cuidarla durante las fiestas. Le sugiero que me deje echarle una mano. Ido está a punto de cumplir los cinco meses. Lo tengo todo muy reciente —de pronto, con gesto alarmado, añadió—: La ha dejado sola, debe de estar desgañitándose. ¿Por qué no la recoge y la trae aquí?

—No, no —exclamó Michael.

El semblante de la mujer estaba radiante, la sonrisa cambiaba por completo su expresión. Toda traza de inquietud había desaparecido y sus ojos claros, muy abiertos, eran como cristalinos estanques sin fondo. Sin saber por qué, Michael sabía que poner a aquella mujer en contacto con la niña significaría perderla. No comprendía de dónde emanaba tal certeza. Sencillamente, se dejaba arrastrar por una sensación de desaliento como nunca antes la había sentido. Renunció a todo intento de pensar racionalmente.

—Necesitamos agua hervida templada —la oyó decirle mientras se alejaba escaleras abajo. Michael llevaba las bolsas de ropa y pañales en las manos y el biberón y el resto de las cosas bajo el brazo—. Para preparar la leche en polvo hay que... —no oyó lo demás, sólo los alaridos que procedían del otro lado de su puerta.

Una vez en casa, dejó los bultos a la puerta del dormitorio, cogió a la niña y la oprimió contra su pecho. Tanto la manta amarilla como la toalla rosa en que iba envuelta estaban mojadas. Una cálida humedad le empapó la camisa. Apretó la mejilla contra la carita de la niña. Tenía los carrillos en llamas. Su primera reacción fue echar la cabeza atrás convulsivamente. Su cuerpecito forcejeó, pero luego el llanto se aplacó y los músculos de su cara se relajaron.

Durante unos segundos el mundo fue algo pleno y sereno, donde no faltaba nada. Michael oyó el apagado sonido de una música que parecía llegar de muy lejos. La nena se revolvió, estiró los brazos y lanzó un potente alarido de frustración. Michael tardó un instante en comprender que era una vez más el chelo, que la vecina de arriba se había sentado junto a su bebé dormido a tocar una melodía melancólica. No sabía qué era aquella música dulce y sentida. Se inclinó para coger la bolsa del biberón y la leche en polvo. ¿Cuánto tiempo llevaría viviendo allí la mujer?, se preguntaba, ¿y por qué nunca se habría fijado en ella en la escalera? Recordó la belleza de sus ojos y de su sonrisa. Si no fuera tan desaliñada podría ser muy atractiva.

Echó una ojeada a las instrucciones para preparar la leche maternizada y se sentó para acomodar en su regazo a la niña. Continuó murmurando al oído de la nena mientras abría la lata con su navaja multiusos y olfateaba el polvo amarillento. ¿Cuánta agua habría que añadir para una nenita? El hecho de que fuera una niña parecía complicar la situación, como si fuera a necesitar más protección y atenciones de las que él era capaz de darle. Michael midió la cantidad de leche indicada, echó un poquito más en el biberón para quedarse tranquilo e hizo una mueca al volver a olería. Era incomprensible que aquello pudiera gustarle a la niña. Palpó el hervidor eléctrico y vertió un poco de agua en un vaso. Como no podía dejar a la nena, que sólo cesaba de llorar cuando él le susurraba al oído lo que iba haciendo, no logró echarse una gotita de agua en la muñeca. Era un gesto que había quedado grabado en su cuerpo desde los tiempos en que Yuval tomaba biberón. Se limitó a meter un dedo en el vaso.

—El dedo no es tan sensible —susurró junto a la orejita rosada. Esta vez la niña berreó a pesar de que le hablara, y sus gritos aceleraron los movimientos de Michael—. Son cosas que no se olvidan —la tranquilizó a la vez que la estrechaba contra su cuerpo—. Es como nadar o montar en bicicleta —explicó.

Vertió el agua del hervidor en el biberón, le enroscó la tetilla con una sola mano y lo agitó bien sujetándolo contra la muñeca izquierda. Para ello, hubo de relajar la presión con que aferraba a la niña, quien chilló con todas sus fuerzas y se retorció sobre su brazo. Unas gotas del líquido blanquecino cayeron sobre la piel de Michael. La temperatura era correcta. Tomó asiento, dejó a la niña en su regazo y le introdujo la tetilla en la boca.

En el profundo silencio que se impuso volvió a oírse la música de chelo del piso de arriba, cargada de sentimiento, vibrante de dulce nostalgia. A Michael le encantaba el sonido del violonchelo. Qué afortunada era la vecina de arriba por ser capaz de tocar así el más hermoso de los instrumentos musicales.

La nena succionó con avidez, se detuvo, sus ojos se cerraron. Por lo visto, estaba exhausta y había desistido. Tal vez el exceso de hambre le impedía comer. Pero Michael no desistió. Humedeció los labios de la niña con el líquido, que salía del biberón con dificultad; lo agitó. De pronto comprendió que el orificio debía de ser demasiado pequeño. Como si quisiera ratificar su sospecha, la rosada boca, redonda y perfecta, se abrió de par en par a la vez que la niña agitaba frenéticamente la cabeza buscando el biberón, y un nuevo alarido rasgó el aire, tapando cualquier otro sonido. Michael no tardó en sobreponerse al sobresalto. Recordó enseguida que en tiempos calentaba un alfiler en el fogón y lo usaba para agrandar el orificio de la tetilla del biberón cuando era demasiado pequeño. Incluso recordaba el olor de la goma chamuscada, y cómo a veces se derretía y el orificio se volvía demasiado grande. Entonces la leche fluía a chorretones y desbordaba la boca de Yuval.

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