Un asesinato musical (6 page)

Tomó asiento en el pequeño sofá, bajo el óleo, y fijó la mirada en la pared de enfrente. Allí colgaba una lámina de grandes dimensiones, una reproducción de un dibujo a pastel de un hombre corpulento y barbado que tocaba el piano con un grueso puro entre los labios. Le sonaba mucho.

—Brahms —dijo Nita, que había seguido su mirada.

—Murió en 1897 —reflexionó Michael en voz alta—. Acabo de enterarme hoy. Siempre pensé que había vivido en una época muy anterior, a comienzos del XIX. Apenas había pasado de los sesenta cuando murió.

—Tenía un cáncer de hígado, aunque él lo llamaba «ictericia». ¿Sabe lo que dijo de él Dvřoák cuando estaba a punto de morir?

—¿Qué?

—Dvřoák era su protegido; Brahms lo había presentado a su editor, y Dvřoák siempre estuvo muy influenciado por él. Le profesaba gran estima y admiración aún antes de que lo ayudara. Fue a visitarlo cuando Brahms estaba en su lecho de muerte —Nita contempló el dibujo y sonrió—. Dvřoák era un hombre piadoso, y al salir de la habitación de Brahms comentó asombrado: «Un espíritu tan noble, y no cree en nada». Pensaba que no creía en Dios. Lo que no es del todo cierto.

—¿Qué no es del todo cierto?

—Que Brahms no creyera en Dios. Sí creía, pero no en el Dios de Dvřoák —dijo Nita con voz queda, e inclinó la cabeza como si quisiera examinar las cortas patas del piano de la lámina—. ¿Así que era usted quien tenía puesta la
Primera
de Brahms? Esa música no es saludable para los niños pequeños. Es una música de la inquietud.

Michael estaba perplejo.

—¿Es habitual esa idea? ¿Responde a la opinión general?

Nita se encogió de hombros.

—No lo sé. Sencillamente es como yo lo veo.

—Me pregunto —dijo él titubeante— si la música puede generar inquietud. Lo cierto es que, al escucharla, de repente me acordé de la mancha del techo y de otras cosas por el estilo, que normalmente no me preocupan. ¿Pudo ser la música?

—Por supuesto. Engendra sentimientos, ¿no es así?

—¿Por qué la sinfonía de Brahms produce inquietud?

—Bueno, por muchos motivos, yo creo que se nota desde el principio —se recogió los rizos—. Otro factor es la orquestación y el modo menor, ¿sabe? —sin aguardar a que le respondiera, continuó—:
Do menor,
en particular, tiene toda una tradición en este sentido. Es la tonalidad de la
Quinta
de Beethoven y de su
Tercer concierto para piano,
y también de un concierto especialmente sombrío de Mozart.

—¿Es el modo el que genera la inquietud? —reflexionó Michael sorprendido—. Se diría que es imposible.

—En fin, no sólo el modo. Todo depende de cómo se utilice. En el arranque de la obra de Brahms todo depende de cómo ascienden los instrumentos de cuerda a la vez que los de viento descienden, y de la tensión entre ambos, y de los resonantes redobles de la percusión.

—El
Concierto para piano en do menor
de Mozart no me provoca una inquietud particular.

—Claro, es que se ha convertido en música de fondo de montones de cosas. Pero en una buena interpretación puede seguir generando una gran tristeza.

—Pero no inquietud. La sinfonía de Brahms... me gustaría comprender si estas sensaciones tienen... algo así como un correlato objetivo —dijo Michael como excusándose.

—No es tanto una cuestión de modos o de armonía como de espacio sonoro —reflexionó Nita para sí—. Y del volumen del sonido en Brahms. La obertura es
forte,
no
fortissimo
. Y el
forte
está amortiguado y tiene un no sé qué de crispante. Por su parte, los redobles de timbal crean una tensión que no se resuelve de inmediato, y luego, cuando la música se acelera, se vuelve aún más dramática. La sinfonía está llena de hechos pavorosos.

—¿Qué son los «hechos pavorosos» de una composición? ¿Cómo puede hablar en esos términos? ¿Hechos pavorosos en una composición musical sin palabras?

—Por supuesto que los hay —exclamó Nita—. Usted mismo acaba de escucharlos. Los distintos temas y la transición entre ellos, el momento y la manera en que concluyen, el diálogo entre los instrumentos... todo eso son hechos, y pueden inspirar miedo.

Michael alzó la vista hacia el techo.

—¿Toca usted profesionalmente? —aventuró.

Nita asintió con un gesto, se mordió el abultado labio inferior y se dirigió a la cocina.

—Escoja un disco —le dijo desde allí—. Están en la cómoda.

En la habitación no había cómoda alguna como no fuera el sólido mueble marrón, alto y estrecho, colocado en un rincón, entre el sofá y la pared donde las cristaleras comunicaban con el balcón. Michael se levantó, se detuvo ante el balcón y contempló durante unos instantes la ancha calle y las colinas, sorprendido de que la vista fuera la misma que la que tenía desde su casa. En las pesadas puertas de madera de la cómoda había una talla en relieve de dos ángeles que revoloteaban sobre un arpa dorada. Dos manos de bronce entrelazadas cerraban las puertas. Michael las abrió y observó los atestados compartimentos.

—Como un niño en una pastelería —dijo Nita.

Michael dio media vuelta y la vio sonriéndole desde el umbral de la cocina.

—¿Están ordenados de alguna manera? —se oyó preguntar.

No se iba a atrever a contárselo. No sabía nada de ella. Sacó de su bolsillo un paquete de Noblesse y una caja de cerillas y le pidió permiso a Nita con una mirada. Ella señaló el cenicero de cristal azul que había junto al teléfono y dijo:

—Podría trasladar a la niña a la habitación de Ido. Y puede abrir la puerta del balcón, ¿o quizá esperará a que traiga el café?

Michael dejó el paquete de tabaco sobre la mesita de cobre y regresó a la cómoda. En los compartimentos superiores se agolpaban muchísimos discos de vinilo. En los demás había discos compactos colocados en dos filas. Michael sacó un par de ellos. Uno era el
Andante y variaciones para piano
de Haydn, una obra que desconocía. Lo dejó sobre la mesa de cobre, para examinarlo más adelante, y echó un vistazo al otro. En él había una fotografía de Nita, muy atractiva con un traje de noche negro escotado, el chelo en la mano izquierda y el arco en la derecha. Junto a ella, un pianista calvo y entrado en años. La leyenda era: «Nita van Gelden y Benjamín Thorpe interpretan la
Sonata para arpeggione
de Franz Schubert». Michael sacó el disco que había en el reproductor, leyó la etiqueta y lo devolvió cuidadosamente a su funda, donde estaban los otros dos discos de la ópera de Rossini
Guillermo Tell,
una obra que tampoco conocía a excepción de su famosa obertura. La sustituyó en el reproductor por la sonata de Schubert. Los sonidos que inundaron la habitación despertaron en él la esperanza de que sería capaz de contárselo todo a su anfitriona. Pero al cabo de un instante, Nita se presentó con gesto tenso. Mordiéndose el labio inferior, señaló el reproductor de compactos y dijo quedamente:

—Hágame el favor de quitar eso.

Michael se apresuró a detener el manantial de sonido a la vez que asentía con la cabeza.

—¿Dónde lo ha encontrado? —preguntó Nita, y guardó el disco.

—Estaba ahí —tartamudeó Michael, mirándola de frente—, en la cómoda. Lo escogí por casualidad.

Los labios de Nita se relajaron. Estaba avergonzada.

—Hacía muchísimo que no lo oía, casi dos años. Hoy día la interpretaría de una manera totalmente distinta —se excusó, pero no parecía suficiente justificación para su conducta—. Voy a traer el café —dijo, y se fue a la cocina para luego volver a toda prisa, trayendo una cafetera de cristal, un par de tazas, leche y azúcar en una gran bandeja de madera. La posó sobre la mesita de cobre y se quedó escudriñándola con toda su atención, pero Michael tenía la clara sensación de que Nita estaba ausente, de que no veía nada.

—Cucharillas, faltan las cucharillas —dijo él.

Nita sonrió como si acabara de despertarse.

—Sabía que me había olvidado de algo —dijo, y regresó a la cocina.

La niña se movió en el cochecito. Emitió un débil sollozo y se quedó en silencio. Nita ya estaba a su lado, con dos cucharillas en una mano y la otra suspendida sobre el asa del cochecito, dispuesta a mecerlo. ¿Cómo podría confiarse a ella?, pensaba Michael. Era una perfecta desconocida, no sabía nada de ella. Ni siquiera el chelo resultaba revelador. La
Sonata para arpeggione
no indicaba nada.

—Hay que pescarlo justo cuando empieza. No permitir que se vuelva más fuerte —le comunicó.

—¿A qué se refiere?

—Al llanto. A veces, si te apresuras a acunarlos, se vuelven a dormir enseguida. Otras veces no sirve de nada —suspiró.

Y, sin embargo, sí sabía algo de ella. Tal vez sería más fácil por el hecho de que no la conocía. Observó los pausados movimientos de sus manos, que servían el café. Le fascinaba que aquellas manos, que habían cortado las manzanas en finas rodajas, fueran las mismas que interpretaban las primeras notas de la
Sonata para arpeggione
en el disco. Aquellas manos, grandes y blancas, que ahora servían la leche y sacaban un cigarrillo del paquete de tabaco de Michael, eran capaces de interpretar una sonata de Schubert.

Nita empujó suavemente el cochecito, maniobró por el estrecho pasillo hasta la habitación contigua, donde dormía su hijito, se dejó caer en un sillón y encendió un cigarrillo.

—¡Y yo preguntándole si era músico profesional! —Michael meneó la cabeza.

Nita aspiró el humo y quitó importancia al asunto con un ademán.

—Una grabación la puede hacer cualquiera —dijo con voz ronca.

Michael le preguntó titubeante si era su única grabación.

—Hay unas cuantas más —repuso ella con dulzura, los ojos bajos—. No se deje impresionar. Lo pasado, pasado está —dictaminó a la vez que levantaba la vista hacia él. Una línea vertical muy marcada separaba sus oscuras cejas—. No significa nada con respecto al futuro. Hace un año que no toco ni actúo.

—¿Por el niño?

Nita no respondió. Michael no se atrevía a indagar en su vida con su habitual soltura. Mientras la miraba, se preguntó qué podía decir. Ella dejó el cigarrillo en la ranura del cenicero y envolvió la taza con ambas manos. Las yemas de sus largos dedos se tocaban.

—Tengo un concierto después de Yom Kipur, el primero en más de un año —dijo Nita con brusquedad. Tenía la vista fija en las cristaleras. Daba la impresión de que el sillón se le quedaba pequeño. Cruzó las piernas y apoyó los codos en los estrechos brazos. A Michael le dio la sensación de que Nita contraía el cuerpo y tensaba los músculos para controlar el temblor que la había acometido. De pronto, Nita levantó la mirada hacia él, abrió mucho los ojos con esfuerzo y susurró—: Estoy aterrorizada. Tal vez lo he perdido.

Michael podría haber preguntado qué temía haber perdido, pero la comprendía y se limitó a decir:

—¿Qué va a interpretar?

—Un programa muy variado. En realidad, son dos conciertos. En el primero tengo un breve solo, en la obertura de
Guillermo Tell.
Mi hermano Theo dirigirá y mi hermano menor también estará en la orquesta, en calidad de primer violín, es el concierto que inaugura la temporada —dejó la taza sobre la mesa—. Y unas dos semanas después, en el segundo concierto, interpretaré el chelo en el
Doble concierto
—prosiguió, girando la cabeza en dirección al retrato de Brahms—. El otro solista iba a ser un magnífico violinista joven que ha descubierto mi hermano Theo. A Theo se le da bien descubrir a jóvenes genios. Pianistas de Italia y violinistas de Corea del Sur, a veces también músicos del país. Pero el genio se ha puesto enfermo y no podrá venir. Así que será Gabi quien interprete el solo de violín. Va a ser un concierto largo, de mucha enjundia... la
Cuarta
de Mahler también está en el programa.

—Cuando la oí tocar antes, no era Brahms, pero me pareció conocer la música. ¿Qué era? —preguntó Michael, titubeando, temeroso de quedar como un ignorante.

—Rossini, el solo de la obertura de
Guillermo Tell.
¿Conoce la obra?

—La verdad es que mis conocimientos musicales son muy escasos —se apresuró a responder Michael—. Sencillamente, soy un amante de la música.

—Amar la música ya es mucho. Te pone en disposición de aprender llegado el momento adecuado —dijo Nita, y levantó de nuevo la taza.

—La música que estaba tocando me resultaba conocida, pero no logré identificarla.

—¿Hay obras que reconoce de inmediato?

—Sí, cómo no. Por ejemplo, ayer tocó el
Doble concierto
y la
Suite
de Bach.

Nita asintió con la cabeza.

—Qué maravilla que toque el chelo. Es un instrumento tan triste... —se sorprendió diciendo—. Me encanta. Yo creo que quien no ha mamado la música, quien no se ha educado en ella desde pequeño, nunca puede comprenderla plenamente a no ser que esté dotado de un talento especial.

—No es necesario comprenderla —afirmó Nita—. Basta con amarla y necesitarla. Sobre todo, necesitarla.

—En su caso es distinto, usted se crió rodeada de música. ¿La tienda de música Van Gelden también es de su familia?

Nita hizo un gesto afirmativo.

—Pasé por delante hace unos días y estaba cerrada. ¿Es un cierre definitivo?

—Lleva seis meses cerrada. No hay nadie que pueda encargarse de ella. Mi padre es demasiado mayor y mis hermanos están muy ocupados, claro. Y yo también. Ninguno de nosotros puede dejarlo todo empantanado para emprender viajes en busca de instrumentos antiguos, partituras y grabaciones valiosas. No hubo más remedio. Entretanto... en fin, mi padre no ha querido venderla, pese a que le hicieron varias ofertas. No se presentó ningún comprador adecuado... Mi padre pone peros a todos —comentó riéndose.

—Pero usted ha abandonado el chelo —señaló Michael.

Aún tenía que descubrir muchas cosas sobre ella. Si hubiera sabido qué consecuencias podía tener esa frase, se lo habría pensado dos veces antes de pronunciarla. O tal vez no.

Nita tardó un momento en responder.

—No lo he abandonado —dijo al fin, y añadió enseguida—: ¿Cómo se atreve a decir que lo he abandonado? —se levantó y se dirigió a la cocina.

Transcurrieron varios minutos sin que sucediera nada. Michael echó una ojeada a su alrededor, se puso en pie y observó el lienzo de encima del sofá y la puerta de la cocina. Abrió las puertas del balcón, se estiró, respiró el aire otoñal. Y al fin logró hacer acopio de fuerzas para seguirla a la cocina. Nita estaba junto a la pila. En ella había una montaña de platos, cacharros y tazas de café puestas del revés. La cocina de gas estaba salpicada de círculos renegridos, como si se hubiera quemado leche derramada una docena de veces y nunca se hubiese limpiado. El suelo estaba pegajoso y el grifo goteaba.

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