Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
—Yo tengo un chaval.
—Ya no es un chaval. Es un chicarrón que vagabundea por el mundo y ha ido a buscarse a sí mismo a Suramérica. No es ningún niño.
—Ya ha llegado a Ciudad de México.
—¿De verdad? ¡Gracias a Dios! —exclamó Shorer con evidente alivio—. Un sitio civilizado, al fin —de pronto se le vio enfadado—: Ya sabes a qué me refiero. No me obligues a darte un sermón sobre las virtudes de la vida familiar. Un hombre necesita alguien con quien hablar cuando vuelve a casa. Algo más que cuatro paredes. Algo más que líos de faldas. Por lo que más quieras, si han pasado más de veinte años desde que te divorciaste. Y diez años desde que estuviste embarcado en una relación seria, si no contamos a Avigail. ¿Hasta cuándo piensas esperar? Yo pensaba que mientras estuvieras estudiando, esos dos años en la universidad te servirían para conocer gente...
Michael guardaba silencio. Nunca le había hablado a Shorer de Maya y hasta el día de hoy desconocía lo que Shorer sabía de ella.
—No pretendo decir que tengas mal aspecto —agregó Shorer, cauteloso—. No es que te hayas quedado calvo ni hayas engordado. Y nadie puede negarte tus grandes éxitos con las mujeres. Todas las mujeres de la casa me comentan que en cuanto te ven quieren... —esbozó un gesto vago.
—Sí, ¿qué es lo que quieren? —se burló Michael. Una vez más tuvo la impresión de que no era la simple preocupación por su bienestar la que mantenía a sus amigos en vela por las noches, sino también la envidia pura y dura.
—¿Cómo voy a saberlo yo? ¡Quieren algo! Es un hecho. Incluso la nueva mecanógrafa. Puede tener unos veinticinco, pero parece una adolescente, es guapa, ¿eh?
Y giró los ojos en las órbitas. En aquel momento, Shorer le recordó a Balilty. Michael se preguntó qué tendría aquel tema para hacerles hablar en el mismo tono. ¿Por qué la voz de Shorer adquiría de pronto un tonillo de alcahuete? ¿Tendría algo que ver con la sensación de que sus vidas tocaban a su fin, en tanto que Michael aún tenía incalculables posibilidades a su alcance? O, al menos, eso se figurarían ellos. Si pudiera hablar con franqueza, les contaría un par de cosas sobre sus inquietudes, sobre su desesperación.
—Ya me habías preguntado si me gustaba.
—Porque ella se interesó por ti —se disculpó Shorer—. Es por ese aspecto que tienes, alto, cortés, tranquilo, con esa tristeza y esos ojos tuyos. Y cuando se enteran de que encima eres un intelectual... preguntan... les entra inmediatamente el deseo de... de lograr que no estés triste.
—¿Y dónde está el problema? ¿Qué es lo que te preocupa?
—¡Estoy hablando de ti, no de ellas! ¡Así, de pronto, el señorito no entiende lo que se le dice!
—¿Qué preguntó la mecanógrafa?
—¡Qué preguntó! Todas preguntan lo mismo, que si estás casado, que si estás con alguien, ¿por qué no? Ese tipo de cosas.
—Y tú, ¿qué les contestas?
—¿Yo? ¡No vienen a mí a preguntármelo! ¿Crees tú que se atreverían? Se lo preguntan a Tzilla. Y ella siempre procura echarte una mano. Pero como si nada. Has tomado de modelo a tu tío. Un mal modelo. Jacques era una mariposa. Rebosante de alegría de vivir. Pero tú te tomas las cosas a pecho. Y como era una mariposa, tuvo que morir joven. Las estadísticas demuestran que los hombres que viven solos mueren antes.
—¡Ah, las estadísticas! —Michael abrió los brazos—. Si las estadísticas están en contra de mí, ¿qué puedo decir? ¿Quién soy yo para rebatir las estadísticas?
Shorer soltó un bufido.
—No me vengas ahora con tus teorías sobre los estudios estadísticos.
Michael bajó la vista y trató de no sonreír, pues el hecho de que Shorer abordara ese tema una y otra vez le llegaba al corazón. Por otro lado, quizá satisfacía su necesidad de una figura paterna, papel que Shorer venía desempeñando desde que lo reclutó para la policía y agilizó sus ascensos. Así lo demostraba el que lo hubiera ayudado a conseguir un año más de permiso no remunerado para proseguir sus estudios, o que de vez en cuando le echara regañinas por lo que él llamaba sus procedimientos irregulares.
—Si al menos me dieras la impresión de estar contento y feliz —refunfuñó Shorer—. Pero es evidente que no lo estás.
—¿Y el matrimonio me haría feliz? ¿Es la panacea?
—Por lo que a mí respecta, no hace falta que te cases. Vive con alguien. Llega a algún acuerdo, siempre que sea algo estable. Algo más que una de esas chicas con las que se ve desde el principio que no se va a llegar a ninguna parte.
—¿Cómo se puede saber algo así por anticipado? —protestó Michael—. La casualidad también juega su papel.
—¿En serio? ¿La casualidad? ¿Ahora crees en la casualidad? ¡Dentro de poco te vas a poner a hablar del destino! Discúlpame, pero esto no es serio. Te estás contradiciendo. Tengo un millar de testigos que te han oído decir mil veces que la casualidad no existe.
—Tú ganas, quizá debería pedir asesoramiento a un especialista —dijo Michael con una sonrisa desmayada.
—Yo no creo que la gente vaya a cambiar por ir al psicólogo —afirmó Shorer, a quien le había pasado inadvertido el sarcasmo de Michael—, sólo, quizá, si se apoyan en una decisión interna. De no ser así, es como tratar de dejar de fumar por medios externos, sin el verdadero deseo de conseguirlo. No comprendo cómo un matrimonio fracasado hace veinte años puede traumatizar a alguien para el resto de su vida. El pasado, pasado está. Nira, su madre, su padre y todo lo demás eran polacos, sí, pero estoy convencido de que no eran monstruos.
—Dime una cosa —replicó Michael, con la irritación que lo embargaba siempre que Shorer comenzaba a hablar de su ex mujer, como si con ello estuviera revelando a sabiendas un borrón en su pasado, como si pretendiera restregarle una y otra vez el error fatal que había cometido alocadamente en su juventud—. ¿Tú crees que yo no quiero encontrar a alguien, amar a una mujer que me inspire el deseo de vivir con ella?
Shorer le dirigió una mirada irónica:
—No lo sé. ¿A juzgar por tu comportamiento hasta ahora? ¿Quieres que te diga la verdad?
Michael suspiró.
—Al principio —rezongó Shorer— ha pasado demasiado poco tiempo desde el divorcio, y después ha pasado demasiado tiempo y ya se han adquirido manías, una visión calculadora. Es un hecho. ¿Cuántos años han pasado?
—¿Desde cuándo?
—¿Cuántos años llevas solo? Sin contar tu relación con la mujer del Peugeot, la mujer del médico —Shorer desvió la mirada.
—Casi dieciocho, pero...
—No hay peros que valgan —lo interrumpió Shorer, y una vez más empezó a entonar lamentaciones sobre Avigail.
Era esta clase de conversaciones lo que había llevado a Michael a desconectar el teléfono. Solían desarrollarse junto a la puerta de su coche los viernes y vísperas de fiesta, cuando se disponía a regresar a casa. Y en lugar de guardarse para sí sus pensamientos, como antes lo hiciera, Michael había comenzado a involucrarse en las charlas. Una nota de conmiseración e inquietud teñía ahora los comentarios de sus compañeros cuando se avecinaban las vacaciones. Había llegado a percibirla incluso en las voces de Tzilla y Eli, quienes en un principio no eran más que sus subordinados y con el tiempo se habían ido convirtiendo en amigos de confianza, aunque no por ello dejaban de guardar un cierto respeto a su intimidad.
A causa de esa temida nota, y también porque sabía que responder a las llamadas lo introduciría en un ambiente familiar íntimo, Michael evitaba coger el teléfono. Se dijo que no tenía sentido tratar de esquivar la situación inventándose distracciones. Lo mejor era, por el contrario, rendirse a sus sentimientos hasta que se apaciguaran por sí solos. Y, ciertamente, debía escuchar la sinfonía de Brahms hasta el final, porque el consuelo de la música no era un sustituto desdeñable. Estaba a punto de oprimir el botón para reiniciar el sonido y saltar al segundo movimiento cuando volvió a oír un débil gimoteo que sonaba como el llanto apagado de un bebé.
Le hizo gracia su certidumbre de que no era el bebé del piso de arriba, porque siempre se desgañitaba al llorar. ¡Pensar que conocía tan bien el llanto del niño de los vecinos! El sonido de ahora era una especie de plañido, desalentado pero claramente audible, que parecía proceder de debajo de su piso. A pesar de todo, intentó desentenderse de él porque en las últimas noches su sueño se había visto turbado con más frecuencia de la habitual por lo que interpretó como maullidos de gatos en celo, y también le había despertado en más de una ocasión el llanto de un bebé, que lo mantenía a la escucha en la oscuridad hasta que se cercioraba de que era el niño de arriba.
Pero los plañidos, que ya no se parecían en absoluto a los maullidos de un gato en celo y sonaban muy humanos, lo llevaron a pensar que tal vez la gata negra había parido en el refugio antiaéreo que había en el sótano. Abrió la puerta y se asomó, como si pensara encontrar una carnada de gatitos sobre el felpudo. No descubrió gato alguno, pero sí un sobre marrón. Echó un vistazo a su contenido. Entre los informes financieros más recientes de la comunidad de vecinos encontró un talonario de recibos con una nota doblada en medio, donde le deseaban buena suerte y todas las bendiciones de Ros Hasaná para el Año Nuevo. Michael se apresuró a devolver el talonario de recibos al sobre, como si bastara dejar de pensar en él para que desapareciera. Luego tiró el sobre dentro del apartamento porque los sollozos se habían vuelto más fuertes y claros y se imponían sobre los demás ruidos que llegaban a la escalera a través de las puertas cerradas. La caja de la escalera amplificaba las increpaciones de una mujer, los chillidos de una niñita, las voces televisivas, los graves y persistentes acordes de un instrumento de cuerda, el repiqueteo de los cacharros de cocina. Tal mezcolanza de sonidos no alcanzaba a silenciar los gemidos que provenían del sótano. Michael supo que había de actuar a toda prisa. Si había gatitos en el sótano, lo mejor sería llevárselos antes de que se acostumbraran a vivir allí.
Cuanto más se acercaba al refugio antiaéreo más extraños sonaban los gemidos, en absoluto gatunos. La puerta del sótano estaba abierta de par en par y, en el umbral, dentro de una cajita de cartón, sobre una capa de periódicos cubierta con plástico transparente y bajo una manta de lana amarilla y astrosa, encontró tumbadito a un bebé de carne y hueso que berreaba a pleno pulmón.
Cogió al bebé en brazos, lo llevó a su dormitorio, retiró los periódicos de la cama, cambió las sábanas y después depositó encima al bebé, y entonces cayó en la cuenta de que no había salido de casa desde el mediodía y no podía calcular cuándo habían dejado la caja en el sótano. Trató de precisar el momento en que había oído los gemidos por primera vez. Pero no había manera de saber con seguridad si los sonidos intermitentes oídos durante las últimas horas habían sido maullidos o, como ahora más bien creía, el lloriqueo del bebé.
El bebé reposaba sobre la cama. Aparentaba un mes de edad. Tenía los ojos abiertos, de ese azul propio de los niños pequeños, y una espesa pelusilla clara y húmeda le cubría la cabeza. Apretó los minúsculos puños y los agitó en el aire, llevándoselos de tanto en tanto a la cara sin alcanzar a tocarse la boca. Michael volvió a cogerlo en brazos. El llanto amainó durante unos segundos, convirtiéndose en un resuello que luego dio paso a un potente alarido de irritación. Michael deslizó la punta del pulgar en la boquita y la dejó reposar entre las rosadas encías que se cerraron con fuerza sobre ella. Comprendió que tenía en los brazos a un niño casi recién nacido y hambriento y que no disponía de medios para darle de comer.
Se inclinó sobre la cama para recoger la manta, que desprendía un olor mohoso y manojos de lana amarilla. Aspiró el dulce aroma infantil del rostro terso del bebé, bañado en sudor, y de su cuello. Aun antes de tenderlo boca arriba para quitarle la ropa en la que iba embutido, Michael siguió el impulso irresistible de empezar a retirar las pelusas amarillas prendidas entre sus dedos y en los pliegues del cuello. El bebé se retorcía en medio de la cama. Agitaba los brazos y pataleaba con furia. Michael volvió a tomarlo en brazos. Lo recostó sobre su antebrazo izquierdo, tan largo como el cuerpo del niño, y lo estrechó contra sí. Actuaba compulsivamente, como en un sueño, como si hubiera retrocedido veintitrés años en el tiempo. Al tomar conciencia de la inquietud que le inspiraba el rostro del bebé hambriento se sintió presa de una profunda emoción, no desprovista de alegría. Se oyó hablando instintivamente como solía hablarle a Yuval durante las largas noches de su niñez. Apretando al bebé contra su pecho, se encaminó al cuarto de baño y empezó a llenar el lavabo de agua tibia. Con los labios pegados a la encarnada orejita, iba comunicándole al bebé todo lo que iba a hacer: sumergir el codo en el agua, extender una gran toalla de un rosa desteñido sobre la lavadora. Luego revolvió el armarito de las medicinas en busca de los polvos de talco, y una voz nerviosa le comunicó al bebé que no los encontraba.
Susurraba incesantemente junto a la orejita, en la creencia de que el flujo continuo de palabras acallaría el hambre del bebé, cuyos ojos azules lo miraban de hito en hito, hipnotizados. Pero Michael sabía que aquella fascinación no sería duradera ya que, una vez que hubiera bañado y mudado de ropa al bebé, no tendría medios de proporcionarle lo que realmente necesitaba: no tenía biberón ni leche maternizada.
Cuando el agua estuvo a la temperatura correcta, Michael colocó al bebé sobre la toalla extendida. Dejó un dedo de cada mano dentro de las manitas del bebé. Más adelante le sorprendería la fuerza del instinto que dictaba sus actos en esos momentos. El bebé enroscó fuertemente los dedos en torno a los suyos. Abrió mucho la boca, asustado, y su cuerpo, desprovisto de protección, empezó a sacudirse mientras sus labios se torcían. Michael se inclinó, posó suavemente los labios en su mejilla y, sin cesar de susurrar, extrajo un dedo del puñito que se aferraba a él con desesperación. Despegó con una mano las tiras de plástico del pañal, dándose ánimos para resistir el previsible llanto con la idea de que mojaría un paño en agua con azúcar y lo introduciría en esa boquita que temblaba espasmódicamente, lista para una nueva ofensiva.
Buscó en su bolsillo un pañuelo limpio y trató de decidir si había llegado el momento de ir a la cocina a preparar el agua con azúcar. Pero su mano derecha ya estaba retirando el pañal desechable, que se desintegraba tras muchas horas de uso. Mientras lo doblaba, Michael recordó que en tiempos de Yuval todavía utilizaban pañales de tela. Luego se quedó paralizado y se oyó lanzar un grito de asombro antes de estallar en carcajadas. Estaba tan seguro del sexo del bebé que ni siquiera la visión de la pequeña vulva, enrojecida y agrietada por la orina, bastó en un principio para convencerlo.