Un asesinato musical (40 page)

BOOK: Un asesinato musical
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Michael apagó la grabadora y, llevado por la desesperación, queriendo satisfacer un peligroso anhelo, hizo oídos sordos a la escandalizada voz que en su fuero interno le prevenía contra esa temeridad y se lo contó.

9
Mejor, diría yo

La visión del centelleante medallón de oro que se balanceaba rítmicamente ante los ojos de Nita le hacía sentirse como si estuviera participando en un rito ancestral. No tendría esa sensación, se dijo en son de burla, si aquello fuera una prueba poligráfica y él mismo estuviera a cargo de hacer las preguntas. Se encontraba en un rincón de la amplia sala, lejos del medallón. El psiquiatra, de espaldas a él, le impedía ver el rostro de Nita. Siguiendo con sus reflexiones, Michael pensó que el propio instrumental, el rasgueo de la aguja del detector de mentiras y los gráficos que trazaba, la objetividad de las mediciones, todo ello neutralizaba el ambiente ritual evocado por el reluciente medallón, que, pendiendo de una mano firme, oscilaba ante la mujer anhelante de redención. La voz, serena y monótona, tan autoritaria como sugerente, declaró: «Está usted cansada... Le pesan los párpados... Quiere dormir... Se le cierran los ojos». Estas palabras abolían el tiempo y dibujaban imágenes de cuevas insalubres, selvas, brujería tribal. Al propio tiempo, Michael sabía que la hipnosis era una simple técnica. Elroi le había explicado tiempo atrás cómo funcionaba. Y hacía pocos minutos, Ruth Mashiah le había dado una conferencia al respecto. La ancha espalda del psiquiatra ocultaba el rostro de Nita, pero no sus pies enfundados en estrechos zapatos pálidos, que se levantaron por la punta cuando ella estiró las piernas, al parecer totalmente relajada.

—No lo estimo posible —les dijo Elroi esa misma mañana a Ruth Mashiah y a Michael, que habían ido a verlo a su despacho. La habitual expresión de reserva y serenidad del psiquiatra ocultaba su agitación. Sólo su manera de sacudir la cazoleta de la pipa sobre la papelera, desparramando distraídamente por el suelo los restos de tabaco ennegrecido, delataba su desasosiego—. Ya sabéis que, aparte de ser inaceptable como evidencia, es ilegal. Olvidadlo —dijo casi con repugnancia a la vez que se ponía en pie.

Ruth Mashiah, que se había empeñado en acompañar a Michael a ver a Elroi, apoyó la barbilla en las palmas de las manos.

—Se trata de una mujer que está sufriendo mucho —dijo—, y dado que contamos con su voluntad absoluta de cooperar, no estimo que pueda considerarse ilegal.

—Mira Ruth —dijo Elroi en el tono de voz que le había creado fama de condescendiente—, nos conocemos desde hace mucho y sé que eres una persona para quien la ética, la ética profesional, posee una importancia capital —le reprochó.

Ruth Mashiah no le comentó a Michael que Elroi y ella eran antiguos compañeros de universidad hasta que llegaron a la puerta del despacho. «Salimos juntos de jóvenes», explicó con una sonrisa antes de llamar a la puerta, «y ahora él es psicólogo de la policía».

—Voy a decirte unas cuantas cosas. Ante todo, y esto también lo sabes tú —dijo haciéndole una seña a Michael—, el uso de pentotal, o de cualquier otra sustancia de las que se denominan suero de la verdad, está prohibido, no se permite siquiera para identificar a un violador. Y la hipnosis también lo está en la mayoría de los casos. Por lo que me habéis contado, es evidente que la señora en cuestión es una de las sospechosas. Al menos de momento —se apresuró a añadir al ver que Michael se disponía a rebatirle—. De momento está entre los sospechosos —dijo—. No se trata de una simple testigo de la que se pretenda obtener una identificación. Ninguna persona de este departamento se prestaría a hacerlo. Nadie recurriría a la hipnosis en este caso —golpeó la pipa contra el borde de un cenicero redondo de cristal y miró a Michael—. Pareces muy implicado en el caso —dijo con tacto—. ¿Tienes algún interés especial en esta mujer? Me refiero a un interés personal.

Hubo un momento de silencio. Ruth Mashiah rescató a Michael de la labor de responder al afirmar rotundamente:

—Lo importante es que lo está pasando muy mal. Está muy angustiada y hemos creído que podríamos matar dos pájaros de un tiro...

—¡Ni pensarlo! —exclamó Elroi, y volvió a tomar asiento—. Si está angustiada, enviadla a un especialista, y, después, si él decide que le conviene la hipnosis como parte del tratamiento —extendió los brazos—, adelante. Yo sería el último en oponerme. No te costará encontrar a la persona adecuada, Ruth. Conoces a mucha gente de la profesión y sería mejor que fuera un psiquiatra quien recomendase la hipnosis. Pero ¿qué opina la señorita Van Gelden?

—Ella no... —tartamudeó Michael.

—Se encuentra en un estado deplorable —intervino rápidamente Ruth Mashiah—. Se prestará a cualquier cosa que pueda reportarle algún alivio.

Elroi hizo un gesto escéptico. Cuadró los hombros, ya de por sí muy cuadrados.

—¿Y quieres emplear los resultados de la hipnosis en la investigación? —Michael se encogió de hombros y Elroi pegó una chupada a la pipa apagada—. Ya sé que recurres a todo tipo de tretas con tus sospechosos —dijo, y desvió la vista.

—Aún no es una sospechosa —protestó Michael.

—Tú no estás dispuesto a considerarla sospechosa —le corrigió Elroi con frialdad—, pero tú mismo, por lo que me has contado, me has llevado a pensar que sí lo es. Sin darte cuenta. Pretendiendo lo contrario —y en un tono fatigado, como si supiera que su esfuerzo era vano, repitió—: Ya sabes que sólo usamos la hipnosis con los testigos, e incluso en ese caso no se admite como prueba puesto que no se pueden distinguir con seguridad los recuerdos auténticos de lo que ha quedado registrado en la memoria reprimida. Cuestión aún más espinosa cuando se trata de un sospechoso. No es admisible ni siquiera cuando se pretende recuperar el recuerdo de un rostro —reflexionó en voz alta—, por ejemplo, el de un violador —le explicó a Ruth Mashiah—. La víctima de una violación es capaz de reprimir el recuerdo de la cara de su agresor. Tampoco se emplea el suero de la verdad. Aunque, según la leyenda, los Servicios de Inteligencia lo utilicen. Eso ni merece la pena comentarlo.

—El problema es —alegó Michael— que no disponemos de tiempo. Tengo que enterarme hoy mismo de si estamos tratando con una testigo o con una sospechosa, y es la única forma de averiguarlo.

—¿Por qué hoy? ¿Por qué con tanta urgencia? —inquirió Elroi.

Michael no sabía cómo salir del atolladero. Cómo explicar la importancia de la cita que tenía con Shorer aquella tarde. Se limitó a decir:

—Le he prometido a Emanuel Shorer que hoy mismo lo aclararía.

—¿Sabe Shorer que estamos hablando de hipnosis? —preguntó Elroi atónito—. ¿Ha dado su visto bueno?

—No lo sabe —lo tranquilizó Michael—. No hemos comentado los métodos, pero las conclusiones deben...

—¿Y su hija? ¿Ha dado ya a luz? Ya debe de haber tenido el niño —recordó Elroi, pero no esperó a que le respondieran—. Prefiero que no entres en detalles —se apresuró a decir—. Tengo la clara sensación de no querer saber más de lo que sé. Este asunto me da muy mala espina —continuó, volviéndose hacia Ruth Mashiah—. Pero si quieres remitirla a alguien para que la ayude, asumiendo tú la responsabilidad, no tengo inconveniente en facilitarte algún nombre. Hay varias posibilidades. Simplemente recuerda que yo no sé nada de esto.

Ruth Mashiah hizo un gesto negativo. Encontrar a la persona adecuada no era mayor problema, ella también sabía quiénes trabajaban con seriedad, dijo, y por primera vez mencionó el nombre del doctor Schumer.

—Yo también había pensado en él —reconoció Elroi de mala gana—. Para la cuestión de la hipnosis. Pero estoy convencido de que él...

—Él podrá asesorarnos bien, podemos confiar en su ética y en su responsabilidad, y tiene mucha experiencia —dijo Ruth Mashiah, alzando su menuda cabeza de pelo encrespado—. Recurrieron a él para despertar a aquella chica que llevaba una semana sumida en un trance hipnótico del que no conseguían sacarla. ¿Lo recuerdas?

Elroi hizo un rápido gesto de asentimiento, como si pretendiera que ella no dijera nada más. Pero Ruth Mashiah prosiguió, decidida a exponer su opinión:

—También es uno de los responsables de la formulación de la ley de la hipnosis. Y a él le debemos que se prohibiera su uso como espectáculo.

—Sí, sí —dijo Elroi, y posó la vista en Michael—. Pero si pretendes emplear esos datos como evidencia...

—Todavía no sé lo que pretendo. Depende de cuáles sean los resultados —dijo Michael.

—Sólo es posible hacerlo si se renuncia a la confidencialidad médica —le advirtió Elroi—. Sólo cuando el tribunal obliga al terapeuta, al hipnotizador, a prestar declaración.

—Bueno, bueno, ya veremos —dijo Michael impaciente—. Primero tenemos que hablar con el tal doctor Schumer.

—Y también con la señorita Van Gelden —le recordó Elroi.

—Desde luego —intervino Ruth Mashiah—. Sin su consentimiento, sería imposible.

Poco después, ante la visión de la puerta del dormitorio de Nita cerrándose tras Ruth Mashiah, Michael sintió un vago horror. Le daba miedo que Nita se viniera abajo. Le daba miedo lo que Ruth Mashiah pudiera descubrir, hasta el punto de que temía que le quitaran el niño a Nita. Se tranquilizó un poco al ver salir a Ruth Mashiah, quien, tras cerrar la puerta con ademán seguro, le hizo un gesto de ánimo. Luego, mientras ella se ocupaba de hablar con el psiquiatra, Michael imaginó a Shorer diciéndole, sereno pero muy disgustado: «¿Cómo has sido capaz? ¡Te has saltado todas las normas sin siquiera mencionarlo en la reunión! Tienes relaciones con Nita y, para colmo, no sabes nada de Ruth Mashiah. ¡Pero si ella también está entre los sospechosos!». Una hora después, Michael recordó estas palabras nunca pronunciadas mientras observaba a Nita, quien, en pie junto a los ventanales, miraba de hito en hito a su hijo, que gorjeaba a la vez que hacía arduos esfuerzos por mantenerse firme sobre rodillas y manos en la alfombra.

—¡Nita! —exclamó Michael—, ¿Lo has visto? ¡Ha gateado!

Ella se volvió hacia la ventana y asintió con un gesto.

—Sí, lo he visto, qué maravilla —dijo con indiferencia; se estremeció y volvió a posar la vista en Ido. Luego masculló lo que venía repitiendo desde hacía una hora—: ¿Qué va a pasar? ¿Qué va a pasar?

Se oyó el sonido de un chorro de agua procedente de la cocina. Al asomarse por la puerta, Michael vio los delgados y morenos brazos de Sara ajetreándose sobre la pila. Él llevaba en brazos a la nena, que se retorcía molesta por el dolor de estómago que le había diagnosticado el médico. Michael la sujetaba con la tripita apoyada en su hombro y notaba los espasmos a la vez que le palmeaba el trasero y aspiraba la fragancia dé su cuello. Pero su atención se dirigía a otros asuntos.

—La recibirá a la una y cuarto —dijo Ruth Mashiah con alivio, saliendo del dormitorio—. Comprende la urgencia de la situación. ¿La lleva usted? —sin esperar la respuesta continuó—: Nos veremos allí. Le he anotado la dirección —luego desapareció.

—¿Dónde está Dalit? —preguntó Michael a Sara, quien exhibió la blanca sonrisa forzada con la que siempre le respondía cuando se dirigía a ella.

—Se ha ido con el señor —dijo.

—¿Dónde está tu hermano? —preguntó Michael a Nita.

Nita se volvió lentamente hacia él, hizo una mueca y, con dificultad, como si hubiera perdido la voz, dijo:

—Supongo que no debería decir: «No soy la guardiana de mi hermano». ¿O quizá sí?

—¿Con qué señor se ha ido Dalit? ¿Con Theo? —le preguntó Michael a Sara, y ella asintió con vehemencia—. ¿Adonde han ido? —preguntó entonces a Nita, quien alzó lánguida los brazos y los dejó caer pesadamente contra los costados.

—No he oído nada. No sé nada —barbotó.

Michael apretó a la nena contra su hombro. Por un instante, fue vivamente consciente del absurdo de aquella entrañable escena doméstica, de la que cabría deducir que el mundo estaba en orden. En sus oídos resonó la advertencia de Ruth Mashiah: «No diga "mi niña". ¡No es suya!». Se acercó a Nita, se inclinó sobre ella y le tocó el hombro:

—Estoy seguro de que algo habrás oído. ¿Adonde han ido?

—A buscar a Herzl —respondió Nita somnolienta—. Me han dejado con Sara.

—¿Sabe Balilty que están buscando a Herzl?

Nita no respondió.

Como aún quedaba tiempo hasta la cita con el psiquiatra, Michael lo aprovechó para tratar de localizar a Shorer en el hospital.

—¿Quién es usted? —preguntó la enfermera de la sección de Maternidad―. ¿Qué relación tiene con la paciente? —Michael renunció al intento y colgó.

—No sé nada —dijo la secretaria de Shorer, que respondió a la primera llamada, como si tuviera la mano sobre el teléfono, expectante—. No he recibido noticias desde primera hora de la mañana. Llevo todo el día pegada al teléfono. Ahora haga el favor de dejar libre la línea, después de darme su teléfono.

Michael observó la mancha de humedad que su mano había dejado en el aparato. Lo asaltó una aprensión, rayana en la ansiedad, en relación a Dalit y a su manera de actuar por su cuenta. Volvió a marcar para hablar con Balilty. Pensaba exponerle sus quejas por la desaparición de Dalit, pero nadie sabía dónde estaba Balilty. Eli Bahar le dio respuestas imprecisas a sus preguntas, hablando con frialdad, con hostilidad casi. Sólo cambió de tono para preguntarle a su vez: «¿Te has puesto en contacto con Shorer?». Entonces le tocó a Michael ser impreciso.

—Nada más que asuntos rutinarios —dijo Eli Bahar—. Los músicos de la orquesta han ido desfilando por aquí uno a uno. Balilty se ha marchado a ver al forense. Después tenía que ocuparse de algo relativo al cuadro. Hasta mañana no sabremos de qué se trata —y cuando Michael le preguntó quién estaba interrogando a los miembros de la orquesta, dijo—: Sólo Tzilla y yo.

Nita levantaba y bajaba los párpados, sentada en la mullida butaca frente al medallón oscilante. Estaba muy quieta, relajada. Las arrugas que contorneaban su boca se habían difuminado y la expresión agónica de su rostro, suavizado. El psiquiatra le advirtió varias veces que no se moviera ni dijera nada. Llevaban varias horas en la consulta. Al llegar, el psiquiatra los recibió a los tres, luego se llevó a Nita aparte. Desde la sala de espera, donde Michael fumaba pitillos en cadena, sentado junto a Ruth Mashiah, no se oía nada. Con la cabeza gacha, Michael escuchaba atentamente las explicaciones de su acompañante.

—La hipnosis se basa en el principio —dijo ella con voz seca y cortante— de que nadie está dispuesto a revelar la maravillosa experiencia cósmica vivida por la mente en el útero materno.

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