Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
Michael se encogió de hombros.
—En parte. Todo lo posible.
—Un divorcio hostil —dijo ella comprensiva—. No fue una separación amistosa.
—No particularmente —reconoció Michael—. Pero en estos últimos años... la situación ha mejorado.
—Pues bien, a usted le resultará difícil comprenderlo. El caso es que nuestra hija ha sido un factor decisivo. Había que hacer un esfuerzo por ella. Y, además, básicamente nos tenemos afecto —tomó aliento y agregó—: Y todos estos años, hasta que conoció a Nita, ¿ha vivido solo?
—Más o menos. Ha habido unos cuantos experimentos fallidos —respondió Michael sin pensarlo. Por un momento, el rostro de Avigail revoloteó tristemente ante sus ojos. Luego se desvaneció.
Ruth Mashiah lo miraba con los ojos muy abiertos.
—Quiere quedarse con la niña —dijo al fin.
Michael intentó tragar saliva. Tenía la boca como la lija. Asintió con un gesto.
—¿Y usted no es el padre del hijo de Nita?
—No, no lo soy —reconoció.
—De hecho, lleva muy poco tiempo con Nita. Nita se lo contó a Gabi y él se lo contó a Izzy. No sabía que Izzy me lo contaría a mí.
—¿Por qué no lo sabía? —Michael se enderezó.
—¿Quién? ¿Gabi? —sonrió—. ¿Es que no sabe nada de las parejas? ¿No se da cuenta de que mi relación con Izzy inspiraba sus reservas a Gabi? A veces sentía celos. No le gustaba que Izzy me lo contara todo, o casi todo.
—Pensaba que entre hombres habría más... yo qué sé.
—Las parejas son parejas. En este sentido, no hay diferencias entre las parejas heterosexuales y las otras. A decir verdad, me da la impresión de que en su caso los celos a veces son más agudos. Entre ellos hay más dependencia mutua, tal vez debido al aislamiento al que se creen condenados. La relación de Izzy y Gabi era así. En fin, a lo que iba, sé que lleva usted muy poco tiempo con Nita.
—Eso no tiene importancia —arguyó Michael.
—Así, de pronto, ¿quiere tener una familia instantánea? ¿Con una niña hecha a medida?
—¿Qué hay de malo en ello? —objetó Michael, tragando saliva a duras penas.
—No hay nada malo en ello. En principio. Salvo que tenemos una larga lista de espera y no soporto que nadie se cuele. Además, usted es padre soltero, y si contaba con Nita como compañera, ahora mismo no está a la altura de las circunstancias. Y, lo que es más importante, y a esto no me referiré más que aquí entre nosotros, para que no me tomen por loca, lo que es más importante, como decía, es que usted es policía, detective, y, según tengo entendido, es muy bueno en su trabajo.
—¿Qué tiene que ver eso? —estaba pasmado. Se había preparado para que le hablaran del estado mental alterado de Nita, de la relación de Nita con dos asesinatos, e incluso de que era una presunta sospechosa, y sobre todo esperaba un veredicto, formulado en términos profesionales, sobre la falta de estabilidad emocional dadas las circunstancias.
—Tiene mucho que ver. Siempre tenemos en cuenta la situación laboral de las familias adoptivas. Comprenderá que lo importante no es que alguien quiera un niño, sino el bienestar del niño.
—Pero si hasta la enfermera Nehama dijo que...
—No estoy diciendo que no hayan cuidado bien a la niña. Hasta ahora, por lo menos —dijo Ruth Mashiah. Su expresión se tornó dura, concentrada, agresiva. Adoptó un tono crítico para decir—: La información que nos facilitó no era precisa.
Michael no dijo nada.
—Pero lo importante, como he dicho, y sin que salga de aquí, es que usted es detective.
—¿Por qué? —su voz se alzó con indignación—. Cuento con ingresos fijos, pagas extras...
—Si Nita hubiera podido proporcionar un equilibrio... Pero ella tampoco goza de estabilidad. Cuando esto termine, reanudará sus giras por el extranjero... Y es imposible predecir cuánto va a durar su relación. Es dudoso que logre sacarla adelante.
—¿Qué es lo que tengo que sacar adelante? —Michael percibió el tono agresivo de su voz y se llamó al orden.
—¿Considera una coincidencia que haya vivido solo todos estos años? Me he enterado de unas cuantas cosas sobre usted, ¿sabe?
—¿Se refiere a los horarios de trabajo cambiantes y...?
—También a los horarios —lo interrumpió Ruth Mashiah—. Pero eso queda en segundo plano comparado con todo lo que he averiguado sobre usted en estos últimos días. He leído su historial de cabo a rabo. Los padres solteros lo tienen muy difícil, y oficialmente usted es padre soltero. ¿Me va a decir que su plan es vivir con Nita?
—En un principio no era mi intención —reconoció Michael, tras decidir que ser honrado y sincero era lo mejor en aquellas circunstancias—. Pero las cosas cambian.
—No es un fundamento suficientemente sólido —afirmó ella—. Estamos hablando de una niña que tiene toda la vida por delante, y usted no puede proporcionarle estabilidad.
—Eso no hay manera de que lo sepa —protestó enfadado.
—¿Por qué no? ¿No se puede saber nada de los demás? ¿No se pueden sacar conclusiones a partir de lo que se sabe de ellos y de su personalidad? Le estoy diciendo que he leído toda la documentación de los archivos policiales relativa a usted.
—¡Es información confidencial, para uso interno exclusivamente!
—Desde el momento en que nos presentó su solicitud, renunció usted a la confidencialidad —le recordó ella serenamente—. Incluida la confidencialidad médica. Convendrá usted conmigo en que hay que verificar estos extremos antes de abandonar a su suerte a una niña de ocho semanas.
—¡Abandonar a su suerte!
—Si la adecuación de la familia adoptiva no es óptima, podría considerarse abandono. Le repito que, por lo que he averiguado de usted, sé que comprende muy bien lo que estoy diciendo. Es más que capaz de ver las cosas desde mi punto de vista. Su personalidad, y disculpe que sea tan directa, su personalidad no es adecuada para formar una familia adoptiva uniparental.
—No entiendo qué le confiere el derecho a sacar conclusiones tan precipitadas, sin siquiera haber hablado conmigo —alegó Michael mientras trataba de contener el pánico, el dolor y la ira que lo inundaban.
—Su dedicación al trabajo es obsesiva, hasta el extremo del agotamiento. Pasa días enteros sin pisar su casa. Además, nos hemos informado sobre su personalidad, su gusto por la soledad, su reserva, su perfeccionismo; he leído los informes que redacta; todo ello es inherente al carácter de un detective auténtico.
—¡No lo puedo creer! —barbotó Michael—. No tengo ni idea de qué me está hablando. La tenía por una mujer racional. No comprendo qué insinúa.
—Conque no, ¿eh? ¿No le gustan las novelas de detectives?
Michael la miró para asegurarse de que hablaba en serio, de que esperaba una respuesta a su pregunta.
—No me gustan las novelas de detectives —dijo al fin—. No veo qué relación tiene eso...
—¿No le gustan? ¿Cómo es posible? Qué lástima. Yo soy adicta a ellas —confesó—. Y Gabi también. Era una de las cosas que teníamos en común. Intercambiábamos libros y... —suspiró—. Hace pocos días le dejé uno de un escritor holandés que le gustaba mucho. Sitúa la acción en la China del siglo VII. No se imagina cuánto se aprende de China en sus libros. Se puede aprender mucho de las historias detectivescas en general.
—Oiga —dijo cansinamente Michael—, Dostoievski no estimaba necesario recurrir a esos métodos de enseñanza.
—Pues sí —prosiguió, testaruda, Ruth Mashiah—, el holandés del que le hablo fue diplomático en Extremo Oriente, y aunque puede que no sea un escritor excelente, su protagonista es fascinante, un fiscal llamado Dee, que también vive solo. ¿Por qué no le gustan las novelas de detectives?
Michael se encogió de hombros. Aquella conversación le parecía surrealista, pero, aun así, sentía la necesidad de responder con franqueza, como si el mero esfuerzo de responder a todas las preguntas con sinceridad fuera a impresionarla favorablemente y a transformar la situación.
—Me resultan de lo más irreal. No tengo paciencia para leerlas. Se adivina el final desde el principio. Queda todo muy forzado. Salvo en el caso de
Crimen y castigo
y en
La nieve estaba sucia
de Simenon. Ésas sí podría releerlas.
—¡Pero si
Crimen y castigo
no es una historia de detectives! —argumentó ella.
—Mi profesor de literatura del colegio decía que era un clásico de la ficción policiaca —dijo Michael con una media sonrisa, avergonzado por sus patentes esfuerzos, casi infantiles, para cautivarla.
—No es una historia policiaca porque se centra en los problemas de conciencia del asesino. Lo que interesa al lector de
Crimen y castigo
no es quién ha matado a la anciana, ni tampoco si van a atrapar al asesino, aunque esto proporcione la clave del suspense. Lo interesante es cómo vivirá Raskolnikov el resto de su vida tras el asesinato. Cómo llegará a asimilar lo que ha hecho.
—Con eso me demuestra que conoce los puntos débiles de las novelas de detectives.
La nieve estaba sucia
está en la misma línea de Dostoievski. Las novelas detectivescas normales nunca hablan de lo que sucede en la mente del asesino —Michael titubeó, sin saber hasta qué punto podría ser beneficioso enfrascarse en una charla de ese tipo. ¿Lograría deslumbrarla si hablaba con seriedad? La necesidad de deslumbrarla lo llenó de rabia una vez más. Además, ¿cómo saber lo que podía impresionarla? Ruth Mashiah no era una mujer simple, nada que ver con la enfermera Nehama, por ejemplo. Y precisamente por eso, se sentía impulsado a hablar de una manera superficial, provocadora casi—. Los sospechosos de la ficción policial no son muchas veces más que un recurso para urdir la trama. No son personajes reales. Y siempre se produce un asesinato. Y al final siempre se da una solución. Pero nunca se sabe qué les sucede después a los personajes. Salvo cuando el asesino muere al final, lo que resulta muy cómodo. Y en este tipo de literatura apenas se toca la cuestión de las dificultades que presenta probar un caso en los tribunales, y cuando se toca, como en las novelas de Perry Mason, todo resulta muy ficticio. Las cosas se resuelven siempre muy deprisa. Y, por lo general, se consigue aclarar todo.
—¿Qué problema ve en eso? —preguntó Ruth Mashiah sorprendida—. ¿No le gustan las reglas del juego? Gabi solía decir que veía muchos puntos en común entre las novelas de detectives y la ópera, una lógica compartida.
—Todo está al servicio de la trama, del misterio —perseveró Michael—. No queda espacio para respirar, ni para la belleza. Ni para las digresiones del tema central. Todo es funcional. Una conversación como la que estamos manteniendo no podría aparecer en una historia de detectives, porque no es funcional. No tengo paciencia para leerlas. Mi trabajo ya me proporciona suficientes misterios. Y, pase lo que pase, el desenlace siempre es decepcionante. O bien sabes con excesiva antelación quién es el asesino, o bien tienes la impresión de que te han timado, de que el escritor se ha sacado un as de la manga.
—¡A nadie le gustan las novelas de detectives sólo por el componente de misterio!
—¿No? ¿Entonces por qué gustan?
—Por muchas cosas. El suspense, el misterio, no es más que una parte del pacto, del acuerdo entre el escritor y sus lectores, y lo cierto es... —Ruth Mashiah enmudeció a la vez que Michael despegaba los labios para hacer un comentario sobre los pactos secretos; comentario que al final se tragó.
Durante los segundos de silencio que siguieron, Michael cavilaba si realmente ella sería capaz de arrebatarle a la nena. ¿Cómo es posible que no comprenda que yo, y solamente yo, puedo darle muchísimas cosas? Una idea opuesta se mofaba de aquella queja. «Buscan a alguien convencional», se recordó, «una familia cariñosa y normal». ¿Qué iba a hacer si le quitaban a la niña?, se preguntaba aterrorizado mientras observaba a Ruth Mashiah, que lo escudriñaba con la cabeza ladeada. ¿Qué haría con todo lo que había comprado, con la cuna que había encargado, el armarito de la nena, los juguetes? Esa preocupación mezquina lo sorprendió y avergonzó. No iban a quitársela, se tranquilizó, no se la iban a quitar tan deprisa. Lucharía hasta el final.
—Por encima de todo, es el sentimiento de inocencia el que lleva a la gente a leer historias de detectives.
—¿El sentimiento de inocencia? Ah, claro, ¡el sentimiento de inocencia!
—Sí, eso creo yo. Todos cargamos con un sentimiento de culpa —dijo ella sin tomar en cuenta las burlas de Michael.
—¿Ya qué se debe ese sentimiento?
—No sé si aceptará lo que voy a decirle —dijo ella con un suspiro—. Pero, dicho en pocas palabras, el sentimiento de culpa emana del deseo de matar al padre. Al menos en el caso de los hombres.
—¡Edipo, ay, Edipo! —exclamó Michael, y se quedó en silencio un largo rato—. Pues bien, no es de extrañar que a mí no me haga falta ese sentimiento de inocencia. Mi padre murió cuando yo era pequeño —luego, al ver desencanto en los ojos de ella, y cómo tensaba el cuerpo aprestándose a explicarle lo que él ya sabía, es decir, que no había relación alguna entre el hecho real de la muerte del padre y el sentimiento de culpa, y también a causa del exceso de simplificación en que había incurrido, exceso del que de pronto se avergonzaba, y movido asimismo por la rabia que le inspiraban aquellas explicaciones psicológicas de tres al cuarto, añadió—: ¿Está diciendo que el lector de novelas de detectives se siente aliviado de sus sentimientos de culpa porque no es el asesino?
—Se identifica por completo con el detective y su sentido de la justicia. Mientras está embebido en la novela, se cree uno de los buenos. Además, está tan solo y tan condenado a la eterna soledad como el detective. Al menos, hasta que se desvela la verdad.
—¡No sé de qué me habla! —le espetó Michael de pronto. Para su sorpresa, las palabras de Ruth Mashiah despertaban en él mayor inquietud que si le hubiera planteado las previsibles cuestiones relativas al tiempo que podría dedicarle a la nena, a su capacidad para superar las crisis familiares, a Nita.
—Le estoy hablando de que le he analizado y tiene usted la típica mentalidad de detective. Un detective no se puede permitir casarse, y si se casa, se mete en problemas. Y, en todo caso, es incapaz de crear una familia. Así han sido las cosas desde Sherlock Holmes, tal vez incluso desde Edgar Allan Poe.
—De joven leía novelas de detectives —dijo Michael enfadado—, y no recuerdo que plantearan nada de eso.