Un asesinato musical (64 page)

—Puede estar en un banco extranjero —repuso Michael.

—Pero no ha salido del país después de que su padre... —Balilty se interrumpió cuando ya casi era demasiado tarde.

—Puede que dejasen la documentación en Holanda, y no ha habido tiempo para recuperarla. ¿Qué...? —Michael se volvió hacia atrás.

Izzy Mashiah los miraba como si acabara de comprender algo, y ese algo le hizo decir con voz trémula:

—¡Pare ahora mismo! —y se cubrió la boca con las manos.

El sargento Ya'ir se apresuró a abrir la puerta trasera y espantó con un ademán y un gesto a una mujer que se detuvo a observar a Izzy Mashiah vomitando sobre el bordillo.

—Ningún experto del laboratorio querrá tocarlo —dijo Balilty a la vez que tamborileaba con los dedos en la ventanilla del coche—. Tendrán miedo de estropearlo. Los conozco. Dirán que no hay que arriesgarse a destrozarlo examinándolo. Será mejor tratar de sacarle a él los documentos de autenticidad.

—Vaya a lavarse la cara y a beber algo —le dijo Michael a Izzy Mashiah cuando llegaron al aparcamiento del complejo del barrio ruso—. Nos espera una larga noche —le advirtió a Balilty mientras la operadora les comunicaba por radio que Eli Bahar los buscaba.

—¿Dónde está? —preguntó Balilty.

—En la autopista Tel Aviv-Jerusalén. En un atasco. Hay una manifestación y está tratando de salir al arcén. Quiere que lo llamen al móvil, que no usen la radio.

Izzy Mashiah se contempló en el espejo rajado del cuarto de baño del cuartel de la
policía.
Michael lo esperaba junto a la puerta, cruzado de brazos.

—Una vez que haya firmado su declaración —dijo—, le explicaré lo que queremos que haga en relación con Theo.

Izzy Mashiah abrió el grifo. Salió un estrepitoso chorretón de agua.

—¿Va a venir Theo? ¿Y voy a tener que verlo? —musitó Izzy con la cabeza metida bajo el grifo.

—Ahora mismo no. Lo traerán, pero aún tardarán un rato, y entretanto tendremos tiempo de...

El pelo y la cara de Izzy chorreaban. Se pasó las manos por la cabeza.

—Soy incapaz de ver a Theo ahora —dijo, y se sentó en el suelo. Dobló las piernas y recostó la cabeza en las rodillas. Le silbaba la respiración. El grifo goteaba—. Soy incapaz —repitió implorante.

—Usted quería a Gabriel —le recordó Michael, sintiéndose como si estuviera hablándole a un niño a punto de montar una rabieta.

—No me había contado nada —se lamentó Izzy Mashiah entre sus rodillas—. Ni una palabra, ni una alusión, nada.

—Vámonos —dijo Michael con dulzura, y lo ayudó a levantarse—. Vamos a prepararle un té con limón.

15
Cuestión de dinámica

Con extremo cuidado, y sin soltar su habitual frasecita condescendiente: «Muy bien, Zippo, bien hecho», Balilty sacó la cinta de la pequeña grabadora. La cinta de las conversaciones de Zippo con Herzl Cohen estaba rebobinada hasta el punto donde se mencionaba el nombre del experto belga con quien Felix se había citado en Amsterdam. Balilty tenía el rostro petrificado. En él se veía la expresión de desconcierto de quien es incapaz de aceptar que la realidad ha refutado sus prejuicios. Se le notaba en torno a la boca y en la flacidez de los labios, y también dominaba sus ojos, que seguían el movimiento del lápiz con el que Michael golpeteaba mecánicamente la mesa. Michael estaba al teléfono, sosteniendo una larga conversación con Jean Bonaventure, un distinguido estudioso de la música y los manuscritos de la época barroca; era él quien, en Bruselas y hacía más de seis meses, había preparado y firmado los documentos que venían a ratificar las deducciones de Izzy Mashiah. Las explicaciones musicales de Bonaventure, facilitadas en francés con acento belga, le sonaban conocidas a Michael. El belga adujo motivos casi idénticos a los expuestos por Mashiah para considerar que la obra era el cuerpo central de un réquiem de Antonio Vivaldi. El musicólogo añadió que, en su momento, le había prometido a Felix van Gelden mantener en secreto el hallazgo, e incluso había firmado un documento notarial a tal efecto, pero que ahora le pesaba ese retraso en dar a conocer la existencia del réquiem de Vivaldi, en interpretarlo y publicarlo.

Para convencer a Bonaventure de que hablase con la policía de Jerusalén y firmase una declaración fue necesaria la mediación del primer secretario de la embajada israelí en Bruselas («Un amigo mío del ejército», había explicado Balilty al tiempo que prometía «resolver el problema de inmediato»).

Aunque había desviado la vista de Balilty para concentrarse en la conversación, Michael advertía los esfuerzos del agente de Inteligencia por tomar nota de la apresurada traducción que él iba haciendo del torrente de francés vertido por el teléfono. Vio por el rabillo del ojo cómo Balilty apuntaba diligentemente, a la vez que se pasaba la lengua por los gruesos labios, expresiones como «datación del papel», «antigüedad de la tinta», «diferentes marcas de agua», «papel veneciano de gran calidad» y «técnicas de...»; llegado a ese punto, Balilty se detuvo y tocó a Michael en el hombro.

—¿Qué has dicho? ¿Técnicas de qué? —preguntó.

Michael se excusó ante el musicólogo, desconectó el altavoz y respondió a Balilty:

—Técnicas de impresión de los pentagramas.

Balilty asintió y Michael conectó el altavoz. En el despacho volvió a resonar la voz potente y ronca del anciano musicólogo, a quien habían despertado con su llamada; explicó que había comparado la letra del réquiem con la de otros manuscritos autógrafos de Vivaldi y que de ese examen se desprendía claramente que el manuscrito propiedad de Felix van Gelden era obra de un copista, salvo algunos compases añadidos más adelante por el propio Vivaldi.

—¡Sigo sin dar crédito a que Zippo le haya sonsacado tantas cosas a Herzl Cohen! —exclamó Balilty mientras escuchaba una vez más las grabaciones de las conversaciones con el musicólogo belga y con el abogado Meyuhas, especialista en derechos de autor—. Debería felicitarle o algo así, ¿no? —añadió en tono culpable.

—¿Estás listo para entrar? —preguntó Michael. Estaba nervioso, tenía un nudo en el estómago y la sensación de que el futuro le reservaba más acontecimientos fatídicos—. Llevan esperándonos más de dos horas.

—Y mientras tanto, ¿yo qué he estado haciendo? ¿Jugando al bridge? —dijo Balilty enfurruñado—. Es mejor dejar zanjado todo esto de antemano.

En la sala de reuniones, Eli Bahar estaba en pie a espaldas de Abraham, quien examinaba unos papeles sentado a la mesa. Tzilla, que había entrado después de Michael y Balilty, dijo jadeante:

—Ya he traído a Nita. La he dejado en tu despacho, porque tiene un sofá —le explicó a Shorer—. No sabe que Theo ya está aquí. Se ha acostado en el sofá. Está en muy baja forma. Y Theo —prosiguió, volviéndose hacia Michael— está a la espera en tu despacho. Hemos pensado que lo mejor para él era un sitio pequeño. Y, siguiendo tus instrucciones, no está solo. Lo hemos dejado a cargo del sargento de guardia. Theo tampoco sabe nada de momento, ni siquiera que Nita está aquí. Izzy Mashiah está hablando con la experta en documentos del laboratorio. ¿Cómo se llama?

—¿Sima? —dijo Balilty—. ¿La chica de pelo rizado y grandes gafas?

—Esa misma, Sima —confirmó Tzilla.

—Estupendo, Sima sabe lo que se hace —dijo Balilty, y tomó asiento a la derecha de Shorer, quien estaba embebido en el informe forense, cuyas páginas repasaba a gran velocidad. En el extremo opuesto de la mesa, el sargento Ya'ir también leía con atención el mismo informe. Iba pasando el dedo sobre las líneas, el ceño fruncido en un gesto de concentración, como si no quisiera perderse ni una palabra.

—«Gran fuerza» —murmuró Shorer—. ¿Lo oís? Aquí dice que quien lo haya hecho, hubo de ejercer una gran fuerza. Si fue una mujer, tendría que ser gigantesca. Mirad —continuó sin dirigirse a nadie en particular—, dice: «Escasa probabilidad» —se quitó las gafas de leer.

—Con eso parece que queda excluida —señaló Balilty—. Siendo así... —continuó pensativo, y se quedó en silencio.

Michael lo escudriñó con inquietud, como si estuviera leyéndole el pensamiento, y se apresuró a decir:

—Olvídalo.

—¿Qué quieres que olvide? —replicó Balilty inocentemente.

—Olvida lo que estás pensando. Me puedo encargar yo.
Quiero
encargarme de eso personalmente.

—¿Entraste con ella sin llamar la atención de los periodistas? —le preguntó Eli a Tzilla.

—Ya sólo quedaba uno a la espera. Los demás han desistido. El que está ahí no para de darme la paliza con lo de la navaja japonesa.

—¿Qué navaja japonesa? —preguntó Eli sorprendido.

—Se le ha metido en el coco que a Gabriel van Gelden lo han degollado con una navaja japonesa. Ya sabes cómo son. Si no les cuentas nada, enseguida se inventan algún disparate y...

—No la puedes obligar a hacer eso —le advirtió Michael a Balilty.

Shorer los miró alternativamente y luego preguntó con impaciencia de qué estaban hablando.

—Éste cree saber lo que estoy pensando. Ahora ha aprendido a leer el pensamiento —Balilty alzó la vista al techo.

—No podemos perder el tiempo con jueguecitos —les espetó Shorer irritado—. Mañana tengo una reunión con el comisario jefe y el ministro. Ya es la una. Quieren quitarnos el caso. Vamos al grano, Balilty, por favor.

—Pues bien —dijo Balilty, haciendo alarde de paciencia—. Nos enfrentamos a un grave problema, que por otra parte no es ninguna novedad. No pretendo decir que nunca nos haya sucedido algo parecido, pero esta vez el problema es más grave. Usted mismo lo sabe, señor —le dijo a Shorer—. Lo hemos aprendido de usted, y también de él —añadió, señalando a Michael con un gesto—. Es una cuestión de la dinámica del interrogatorio que nos espera. Casi todos los datos de este caso son meros indicios. Me parece que no vamos a lograr que cante.

—¡Pero si no tiene coartada! —exclamó Eli Bahar—. ¿Qué dices de indicios? Su coartada era un embuste. Hemos hablado con la canadiense y con la violinista. Con la primera no estuvo, y con la otra estuvo a destiempo. Y ahora ya tenemos un móvil. Y la oportunidad de hacerlo. Lo tenemos todo. ¡Es un caso resuelto!

—Necesitamos una confesión y una reconstrucción del crimen —sentenció Balilty. Se inclinó hacia delante y extendió las manos sobre la mesa, como si fuera a apoyar en ellas todo su peso—. Hemos hecho un gran trabajo. Hasta tenemos el testimonio del abogado sobre la reunión que debían haber celebrado y sobre la visita que le hizo Gabriel van Gelden. Por no mencionar al belga y las copias de los documentos de autenticidad que llegarán mañana por correo urgente. Hemos conseguido muchísimas cosas. Sería una pena tirar la toalla antes de arrancarle una confesión. Si no la conseguimos, el caso puede prolongarse durante meses y meses en los tribunales.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Abraham.

—A nuestro estimado maestro —dijo Balilty lentamente— no le importamos un comino ninguno de nosotros. Ni nos respeta ni nos tiene miedo.

Zippo fue el único que replicó.

—¿Y por qué necesitamos importarle un comino? —preguntó, sin dejarse desalentar por la desabrida expresión de Balilty—. Quiero comprenderlo —perseveró—. ¿Cómo me voy a enterar si no pregunto?

Balilty echó una mirada en derredor con el gesto fatigado de quien se ve en la obligación de explicar lo que es obvio.

—Pues bien —dijo de mala gana—, es una cuestión de la dinámica de la investigación.

—Sigo sin entenderlo —dijo Zippo con una determinación inusual en él—. Explícamelo, por favor.

—Ya sabes cómo se desarrolla un interrogatorio de esta clase —dijo Balilty, y exhaló un suspiro—. Puede durar varios días, o, como poco, varias horas.

—¿Y?

—Y sabrás que tiene que establecerse una relación determinada entre el sujeto y quien lo interroga.

—¿Y qué?

—Yo no sé nada de este tipo de música —prosiguió Balilty, revolviéndose—, y ni siquiera nuestro amigo Ohayon, que sí conoce esta música, y quizá mucho, le merece el menor respeto al maestro de fama internacional.

—Ah, ¿no? —dijo Zippo sorprendido. Eli Bahar emitió un profundo suspiro.

—Lo que piensa el maestro —prosiguió Balilty, y miró a Michael—, perdonadme que os lo diga, es que somos una panda de imbéciles. Incluido tú. ¿No es así?

Michael encendió un cigarrillo. Le temblaba la mano.

—¿Qué más da? —dijo Zippo. Sacó brillo a su mechero plateado con el pulgar y se atusó el bigote—. Tú también me creías imbécil y eso no me ha impedido traerte la cinta de Herzl Cohen, ¿o no?

Balilty retiró las manos de la mesa, se enjugó la frente, miró a Michael y a Shorer con gesto de impotencia, y reconoció molesto:

—Has hecho un gran trabajo. Pero esto no es lo mismo.

—Si me lo hubieran explicado todo bien desde el principio —dijo Zippo con suavidad—, si él no se empeñara en trabajar siempre solo —continuó a la vez que señalaba a Michael con una inclinación de cabeza—, mi trabajo podría haber sido aún más eficaz.

—Dejemos de perder el tiempo —intervino Shorer—. Explícanos lo que piensas y por qué Michael está en contra. Como verás, nosotros no sabemos leer el pensamiento.

—Quiere montar una confrontación con Nita —soltó Michael. Tenía el rostro flameante—. Quiere que Nita hable con Theo. Y que nosotros lo veamos a través del cristal. Nita no será capaz de soportarlo. Y, además, no se va a prestar.

Shorer dirigió una mirada interrogante a Balilty y éste asintió y parpadeó, al parecer decepcionado porque Michael hubiera acertado en su suposición, lo que le impedía exponer su plan como es debido.

Un silencio tenso se adueñó de la sala de reuniones. Por lo visto, nadie estaba dispuesto a tomar postura. El sargento Ya'ir se cruzó de brazos y escudriñó todos los rostros con una mirada seria, atenta.

—¿Qué dices tú? —preguntó al fin Shorer, mirando a Tzilla—. Tú has pasado con ella muchas horas. ¿Qué opinas? ¿Sería capaz de soportarlo?

—Está realmente enferma —repuso Tzilla titubeante—. La mitad del tiempo se lo pasa delirando. Pero no está excesivamente débil. Su cuerpo se ha debilitado mucho, pero Nita es... no sé cómo expresarlo, es como si tuviera una fuerza especial. No es una persona corriente.

—¿Qué perdemos por intentarlo? —preguntó Balilty—. Si todos se prestan, si lo montamos bien, podemos obtener en un momento una confesión grabada y luego hacer que la escuche. En caso contrario, si ella no se prestara a participar, o si él no le contara nada, ¿qué habríamos perdido? Éste no es momento para preocuparse de lo que puede sentar bien o mal a la hermana.

Other books

The Last Page by Huso, Anthony
Off the Record by Rose, Alison
The Curse Girl by Kate Avery Ellison
Soft Apocalypses by Lucy Snyder
My Son Marshall, My Son Eminem by Witheridge, Annette, Debbie Nelson
Wildthorn by Jane Eagland
The Number 8 by Joel Arcanjo


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024