Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
—Las confesiones grabadas no tienen fuerza legal. ¿Y si luego se retracta? —dijo Abraham.
—Nita no se prestará —dijo Michael, y notó que se le humedecían las axilas.
—No hace falta que se lo planteemos directamente —replicó Balilty con brusquedad—. Si no estuvieras... Si fuera una desconocida, no verías ningún problema en hacerlo. ¿Dónde crees que estamos? ¿Desde cuándo hemos prometido decir siempre la verdad en los interrogatorios? Sabes que es lo mejor para que funcione bien la dinámica.
—La dinámica, claro, claro —masculló Michael—. La sagrada dinámica.
Balilty le dirigió una mirada acusadora.
—Fuiste tú quien introdujo ese término, y no tenías nada en su contra cuando se trataba de interrogar a desconocidos —añadió con malicia—. Pero ¿ahora? Ahora es un asunto de familia.
Shorer tosió.
—Ya está bien, Danny, lo has dejado claro —dijo a la vez que desmenuzaba una cerilla quemada que había sacado del cenicero colocado delante de Michael.
—Tal vez... —intervino, vacilante, el sargento Ya'ir. Todos se volvieron hacia él sorprendidos, como si se hubieran olvidado de su presencia—. Tal vez podríamos retomar el tema que ha planteado el jefe. Una vez asistí a una conferencia de Ohayon sobre la dinámica de los interrogatorios —continuó, señalando a Michael—, y no comprendo por qué no puede interrogar él mismo al sujeto. La mujer tiene fiebre, escalofríos y náuseas. Está en muy baja forma. Personalmente opino que está demasiado débil para someterse a algo así —sus ojos castaños cruzaron una mirada con Michael, quien lo miró como si lo viera por primera vez, recordando que Balilty había comentado burlonamente que Ya'ir le recordaba al Michael de hacía veinte años.
—Sabéis tan bien como yo —replicó Balilty impaciente— que interrogar a Theo van Gelden nos llevará horas y horas, y no habrá el dramatismo que se ve en las películas. No es ningún secreto que la inculpación tendrá que basarse en cuestiones técnicas. Es un asunto que requiere... una especie de química entre el interrogador y el sujeto. Y ninguno de nosotros va a conseguir esa química con el señor Theo van Gelden.
—No estoy de acuerdo —dijo el sargento Ya'ir mansamente—. Por el contrario, creo que sí puede darse esa química entre Theo van Gelden y el superintendente jefe Ohayon.
Shorer apartó el informe forense.
—¿Es absolutamente necesario que nos pongamos a debatir la psicología de los interrogatorios en este momento? —masculló.
—No sé si está en lo cierto o no —dijo Michael, la vista puesta en el sargento Ya'ir—. La verdad es que no sé si lograría conducir a Van Gelden hasta un estado en que sintiera la necesidad de justificarse ante mí. Ni siquiera sé si no me considera un imbécil. Me trata como si fuera un objeto. Cuando no necesita nada concreto de mí, dejo de existir para él. Claro que eso podría cambiar durante el interrogatorio.
—Nunca llegaríais a la situación adecuada. Este tipo es demasiado creído —objetó Balilty—. Con él nunca lograrías crear una relación como la que conseguiste con aquel oficial de las Fuerzas Aéreas, el coronel Beitan. Y aquello no era un asesinato, simple malversación de fondos, pero la verdad es que esa vez... —meneó la cabeza con remisa admiración—, hiciste un trabajo estupendo. Al escuchar las cintas del interrogatorio, uno se da cuenta perfectamente de adonde lo ibas llevando y de lo que sucedía entre vosotros. El factor clave fue la confianza que tenía en ti y la importancia que le daba a lo que pensases de él.
—Me gustaría oír esas cintas —dijo, intrépido, el sargento Ya'ir—. Me gustaría saber qué pasó exactamente. En las primeras fases de la investigación, yo también conocí al coronel Beitan, y, desde luego, como decía mi padre, era una de esas personas «nacidas para la discordia, como las chispas que saltan por el aire».
Balilty lo miró con una mezcla de perplejidad y desconcierto. Se recostó en su silla, abrió y cerró la boca, giró los ojos en las órbitas, se enderezó e inclinó la cabeza como siempre lo hacía cuando iba a lanzar un comentario particularmente cáustico.
—¿Qué tipo de chispas? —dijo con malevolencia. Lo que le molestaba no era la referencia bíblica, sino la extraña combinación de ingenuidad y aplomo, algo que también le llamó la atención a Michael, incluso en aquel momento de extrema tensión.
Antes de que Ya'ir pudiera decir algo más, Shorer intervino tajante:
—En aquel caso, ¿cómo podría decirlo?, el superintendente jefe Ohayon logró convertirse en una figura con autoridad moral a ojos del sujeto, al menos en aquel contexto determinado. Una figura con capacidad para otorgar la absolución. Después de dedicarle muchos años a esta profesión —explicó—, uno comprende que la gente tiene una gran necesidad de justificarse moralmente. Y a veces, si hay suerte, un interrogador consigue darle al sujeto la imagen de persona con poder para ofrecerle clemencia, el perdón o una legitimación moral. Se convierte en una figura con autoridad. No siempre se consigue, pero en aquel caso concreto salió de maravilla.
—A veces hay que hacer cosas horribles —comentó Balilty, sumido en sus reflexiones—. Yo mismo he hecho cosas que os parecerían increíbles. He llorado con los sospechosos. Por sus problemas y por los míos. Y por sus crímenes. Una vez llegué a decirle a alguien... —un destello aleteó en sus ojos mientras bajaba la vista y decía—: Pero no viene a cuento ahora.
—Y Michael —intervino de pronto Eli— pasó horas y horas hablando con el coronel Beitan de sus divorcios y de la relación que tenían con sus hijos. La cuarta parte del interrogatorio consistió en eso. ¿Os acordáis?
Michael bajó la cabeza. Todavía se sentía incómodo al recordar aquel interrogatorio y el regocijo con el que sus colegas escucharon las grabaciones. Guardaba un recuerdo muy vivido de los momentos en que no hubo fingimiento alguno en aquellos diálogos, y tenía la sensación de que todo el mundo había percibido el instante preciso en que se sintió tentado de abrirse de veras, sí, todos debían de saberlo tan bien como él. Como si le hubiera leído el pensamiento, Eli añadió:
—Y no es un simple truco, no es sólo cuestión de astucia, es una relación que se va creando entre dos personas.
Michael se revolvió en la silla. Había llegado el momento de decir algo, de sobreponerse a la vergüenza y la incomodidad que lo abrumaban. Sobre todo cuando recordaba que le contó al coronel una crisis en su relación con Yuval, su hijo. Así pues, se apresuró a devolver el debate al terreno teórico:
—Si los criminales no confiesan no es por miedo al encarcelamiento —se oyó explicarle al sargento Ya'ir—. Su imaginación no siempre llega tan lejos. No suelen llegar a verse en la cárcel. Lo que les asusta, aunque parezca sorprendente, es el aspecto moral. La dificultad de vivir sintiéndose culpable es lo que nos permite comunicarnos con ellos. Los criminales, o la mayoría de ellos, aspiran a alcanzar un estado, un sentimiento, una confirmación de que han hecho lo correcto desde el punto de vista moral. En el caso que tenemos entre manos, sería el apoyo moral al derecho de lograr el amor del padre. Ése es el camino para llegar a Theo van Gelden. Si el interrogador está dispuesto a aceptar la postura del sujeto, irá bien encaminado para extraerle una confesión. Dicho de otro modo, si Theo van Gelden percibe que acepto sus motivos desde el punto de vista moral, que los acepto y tal vez incluso los justifico, habría una posibilidad de éxito. Lo que tiene preocupado a Danny es que duda de que Theo van Gelden pueda considerarme una figura con la importancia suficiente para legitimar su postura.
—No nos sobra el tiempo —advirtió de pronto Balilty—. No es el momento de ponernos a filosofar.
—En esta clase de interrogatorios —dijo Shorer—, siempre te preguntas a qué tipo de persona te estás enfrentando. De pronto, te pones a hablar de ti mismo. Buscas puntos de contacto. Igual que lo harías al tratar con cualquier persona. Uno de los motivos de los sorprendentes éxitos de Michael es que está dispuesto a abrirse y a comprender a la persona que tiene delante.
—No siempre —se oyó decir Michael—. No fue así con Tuvia Shai, por ejemplo, ni en otros casos, ahí sencillamente tuve que tender una trampa.
—Los asesinos necesitan comprensión —explicó Shorer—, como cualquier hijo de vecino. Que se comprendan sus motivos, lo que piensan, lo que sienten.
—
What makes them tick
—recitó Balilty.
—¿Por qué piensa que Ohayon no lo puede lograr en esta ocasión? —perseveró el sargento Ya'ir—. Si no lo he comprendido mal, hasta está relacionado con la familia. Eso puede darle una ventaja.
—El problema está ahí, precisamente —dijo Balilty, y descargó un puñetazo en la mesa—. Ohayon está mezclando en el asunto consideraciones personales irrelevantes. Debemos trabajar en dos etapas, la primera con la hermana.
—¿Qué hemos decidido? —preguntó Shorer impaciente—. ¿Puedes exponérselo a la hermana de tal manera que se preste a colaborar o no?
Michael asintió con un gesto y se puso en pie. Era incapaz de articular palabra.
—Lleva a Nita a la sala azul —oyó que le decía Balilty—. Primero trasladaremos al hermano.
La sala azul era tan gris como todas las demás. Se decía que el nombre le venía de una cortina azul que en su día tapaba el falso espejo tras el que se sentaban los testigos para identificar a los sospechosos.
En tres ocasiones Michael estuvo a punto de levantarse de un salto para irrumpir en la sala al rescate de Nita. Y en cada una de ellas permaneció sentado entre Balilty y Shorer, se aferró al armazón metálico de la silla y miró a su alrededor, sin mover un músculo. Desde el momento en que cogió a Nita del brazo y la condujo a la sala azul, se sentía como si la hubiera lanzado por un camino en el que no lograría sobrevivir. Por un instante tuvo la sensación de que el peligro que corría Nita era físico, de que no saldría con vida de allí. Antes, en el despacho de Shorer, Michael había aceptado dócilmente las acusaciones de crueldad que ella le lanzó con una voz fría, desconocida, declaradamente hostil. Y ahora, mirándola a través del falso espejo, volvió a llamarle la atención el arrebol que teñía su cara. Al dirigirse a toda prisa al despacho de Shorer desde la sala de reuniones, esperaba encontrarla en un estado de postración. Le sorprendió ver su rostro lustroso y con un color rosado que no le conocía, los grises ojos reluciendo de fiebre. Nita lo escuchó con gran atención mientras le hablaba del réquiem, de cómo lo habían encontrado, de la conversación con el experto belga, de la coartada falsa de Theo.
—No me creo ni una palabra —dijo Nita con firmeza—. Así de sencillo.
Michael suspiró. Cogió el teléfono y pidió que hicieran pasar a Izzy Mashiah y a la experta en documentos del laboratorio, y que le llevaran el manuscrito.
—¿Es verdad? —le preguntó Nita a Izzy Mashiah una vez que hubo dejado el manuscrito en el sofá—. Dice... —dijo con la voz ahogada; luego consiguió elevar el tono y concluyó—: Dice que lo han encontrado en el despacho de Theo.
Izzy agachó la cabeza.
—Dice que Theo... Gabi... padre... ¿es verdad? ¿Sabes algo de todo esto? ¿Lo crees? ¿Crees lo que dice, Izzy?
Izzy Mashiah dirigió la vista hacia el manuscrito y luego hacia Michael. Respiraba rápida y entrecortadamente.
—Gabi no me contó nada de esto. No quiso que lo supiera. Pero es de Vivaldi. Sin lugar a duda. Y estaba en el despacho de Theo, dentro de una partitura de
Los troyanos.
—De lo que parece deducirse algo —insistió Nita— que él ha dado a entender sin decirlo explícitamente: que Theo asesinó a padre y a Gabi por esto —desvió la vista de Michael, a quien aludía fría y cáusticamente, como si fuera su peor enemigo.
Izzy Mashiah se puso pálido. De la frente le brotaron goterones de sudor. Su respiración silbaba débilmente.
—¿Qué opinas tú, Izzy? Tú que querías a Gabi, ¿qué opinas? —Nita habló con una voz fría y decidida.
—No pretendía causar problemas —dijo Izzy temeroso—. Me enseñaron el réquiem de Vivaldi y... ¿Quién podría haber imaginado adonde nos iba a llevar?
—Él dice que Theo no estuvo con esa mujer antes del concierto de aquel día. Dice que Theo... la cuerda... dice que... —a Nita se le quebró la voz. Miró a Michael. En su mirada se confundían el dolor y el odio.
«No he sido yo», quiso decir Michael, «estoy metido en esto por casualidad». Pero mantuvo la expresión de reserva y no dijo nada.
Como si hubiera oído sus pensamientos, Nita dijo:
—No es culpa tuya. Tú no has provocado nada de esto. Simplemente has actuado a mis espaldas y... No tiene importancia —añadió a la vez que hacía un ademán desdeñoso—. Es tu trabajo y ya está.
Izzy Mashiah se dejó caer en una silla, junto a Michael, que estaba de pie.
—Yo qué sé —susurró—. Resulta muy difícil creérselo. No sé qué decir.
—¡Por esto! ¿Por esto? —Nita señaló el manuscrito—. ¿Por esto Theo degolló a Gabi con una cuerda del chelo? ¿A padre, por esto?
—Nita —musitó Izzy Mashiah jadeante—. ¡Es un réquiem de Vivaldi!
—En realidad, no ha sido por esto, no sólo por esto —intervino Michael.
—Él dice —dijo Nita, como si no hubiera oído a Michael— que Theo siempre tuvo unos celos espantosos de Gabi. Siempre. Y de mí. Y que no podía perdonarle a padre que quisiera más a Gabi. Y dice que padre también me quería a mí. Y no dice nada más. Deja que yo misma saque la conclusión de que Theo también podría matarme a mí. Como si fuera un loco peligroso o algo por el estilo. Una especie de Macbeth. ¿Tú qué crees, Izzy? ¿Es posible?
—Sólo una persona puede dar respuesta a esa pregunta. Y de todos nosotros, tú eres la única a la que le debe una respuesta. Te debe una respuesta —dijo Izzy con voz despejada—. Y desde el mismo instante en que se ha planteado la pregunta, no lograrás estar en paz, ni yo tampoco, ni nadie.
—Querría estar muerta. Ojalá me tragase la tierra —dijo Nita.
Izzy miró a Michael desvalidamente; Michael le indicó por señas que saliera de la sala.
—No me trates como si estuviera loca —le advirtió Nita a la vez que alzaba la cabeza mientras la puerta se cerraba tras de Izzy—. Hay familias sobre las que pesa una maldición. Es un hecho y no hay que estar loco para creerlo.
—Yo no creo en las familias malditas —dijo Michael Ohayon—. Siempre doy por sentado que cualquiera es capaz de cualquier cosa. Es una lección que me ha enseñado la vida. ¿No crees que hay odio dentro de las familias? Piensa en las crónicas de la peste negra que asoló la Europa medieval. En las madres que abandonaban a sus niños de pecho y huían en cuanto reconocían en ellos los síntomas. ¿Crees que no querían a sus hijos? Los maridos abandonaban a las esposas, las esposas a los maridos, los amantes a sus amadas, los niños a sus padres... todos escapaban para sobrevivir. El horror que los amenazaba demolía todo y rompía todos los lazos. Era más fuerte que el amor, que la devoción o la responsabilidad. En el mundo no se puede dar nada por seguro. Es imposible pensar en nada que sea eterno. Siento mucho tener que ser yo quien te dé esta noticia. Pero créeme... no se puede vivir en este mundo sin conocer la verdad.