Un asesinato musical (63 page)

Izzy Mashiah fue recobrando poco a poco el ritmo respiratorio normal. Guardó el inhalador en la caja sin mirar a los policías. Y continuó evitando mirarlos mientras volvía a ocupar su lugar en la mesa y se colocaba el manuscrito delante. Emitiendo un pitido con cada inspiración, continuó revisando meticulosamente el segundo conjunto de pliegos.

—Falta el
Introito,
esto es el
Dies Irae
—dijo lánguidamente—, y si es auténtico, es de Vivaldi. Parece obra suya, desde luego.

—¿Qué es lo que ha dicho? —le espetó Balilty, y Michael se quedó callado para no crear conflictos.


Dies Irae...
Significa día de ira, el día del Juicio Final. Es una de las partes establecidas de las misas de réquiem —explicó Izzy Mashiah, la voz trémula y remota—. Siempre es la sección más turbulenta. En los réquiems de Mozart y de Verdi se advierte muy bien. Pero es en el periodo barroco cuando el
Dies Irae
resulta más turbulento. Les gustaba resaltar el dramatismo. Y el mayor creador de tempestades musicales de esa época, de lo que los italianos denominaban
temporale,
fue Antonio Vivaldi. Cualquiera que haya escuchado el concierto
La tempesta di mare
reconocerá la mano de Vivaldi en este
Dies Irae.

—¿Le basta ver las notas para saber cómo suena? ¿No necesita tocarlo? —preguntó Balilty con desconfianza.

Izzy Mashiah lo miró asombrado. Tardó un momento en comprender la pregunta.

—Sé leer la partitura —dijo asiéndose la barbilla blanda y temblona—. No comprendo por qué no me lo dijo —murmuró—. Nunca le perdonaré —juró, y rompió a llorar.

Balilty infló los carrillos y expulsó el aire sonoramente. Miró a Michael con gesto irritado y giró los ojos hacia el techo como diciendo: «¿Y ahora qué hacemos?».

—Si no se siente apto para la tarea —dijo Michael paternalmente—, podemos traer a un experto. Tenemos algunos entre nosotros, y tampoco sería problema recurrir a alguien de fuera...

—No es necesario —Izzy Mashiah se rehizo. Se sonó, se enjugó las lágrimas y dejó de llorar—. Puedo ocuparme yo. Puedo examinar el manuscrito ahora mismo y darles un dictamen definitivo.

—¿Está seguro? —preguntó Michael, sin prestar atención a la mirada admonitoria de Balilty—. No sería ninguna molestia que lo examinara alguien de la universidad o de nuestro laboratorio.

—En Israel no hay nadie que sepa más del Barroco que yo —repuso Izzy Mashiah, otra vez con la respiración silbante—. Ahora que Gabi se ha ido, ya no queda nadie. Y además, tengo derecho a verlo antes que cualquier desconocido... estoy convencido de que yo... ¡Cómo se les ha ocurrido la posibilidad de sacarlo de aquí! —exclamó horrorizado—. ¡Pero si está lloviendo!

Quedaron a la espera durante un rato mientras Izzy Mashiah se recostaba en la silla y usaba de nuevo el inhalador. Luego se puso a pasar páginas una vez más. De vez en cuando movía los labios como si rezara en silencio.

—Es un réquiem. Y falta todo el
Kyrie,
porque no tenemos las primeras páginas. Por lo visto, se ha perdido la primera parte entera. La segunda sección está aquí, y la tercera, y también la cuarta, aunque incompleta. La última no está. En total, contamos con tres secciones, la segunda, la tercera y parte de la cuarta, que comienza con el ofertorio y se interrumpe a medias. ¿Lo ven? —pasó las páginas con cuidado—. Cada fajo consta de ocho hojas escritas por ambas caras. Es decir, dieciséis páginas. Tenemos las treinta y dos páginas de las secciones segunda y tercera, y otras cuatro correspondientes al ofertorio. Falta la página del título y la firma del compositor. Algunos indicios señalan hacia Vivaldi. Se nota su sello estilístico, y también su ingenio.

Izzy volvió a sufrir un bajón.

—Es sencillamente inconcebible que no compartiera esto conmigo —masculló—. Tal vez tenía intención de contármelo a su regreso de Holanda —prosiguió, la vista fija en la partitura—. Si hubiera ido a recogerlo al aeropuerto, quizá me lo habría dicho. Pero no fui porque estaba muy dolido. Y así también le hice daño a él, y...

Empezó otra vez a pasar las páginas. Se enjugó el rostro y, sin quitarse las gafas, se frotó los ojos hasta que enrojecieron, y de pronto dijo:

—Veo que no lo completó todo, hay fragmentos en blanco —su dedo revoloteó sobre el manuscrito y fue a posarse en la mesa—. Eso tiene una explicación —continuó con evidente emoción—. Vivaldi tenía varios mecenas. Entre ellos, un cardenal cuyo nombre no recuerdo ahora. Hay referencias documentadas sobre una misa compuesta en 1722, posiblemente para Fernando de Médicis, el gran duque de Toscana. No sabemos qué clase de misa era, pero se supone que era de esas en las que se dejan secciones en blanco. Es decir, en las misas de réquiem, el compositor escribía una parte y dejaba que el sacerdote completara el resto con los cantos tradicionales... Y aquí está el
Sanctus,
esto constituye una prueba —prosiguió.

—¿Una prueba de qué? —inquirió Balilty severamente, con voz seca.

—De que es realmente de Vivaldi. La música de este
Sanctus
es una réplica exacta de un pasaje de la
Misa de Gloria
de Vivaldi. Y es lógico que recurriera a él, porque ambos textos tienen el mismo número de sílabas y los pasajes están en la misma clave, pero tal vez... —se sumió en un silencio reflexivo.

—¿Tal vez qué? —lo apremió Balilty.

—Tal vez esto no sea más que una parte de la partitura original, que quizá también contenía secciones para las trompetas y la percusión.

—No veo que eso pueda considerarse una prueba de nada —comentó Balilty malhumorado—. El hecho de que proceda de otra parte. ¿No es eso lo que ha dicho?

Izzy Mashiah miró a Balilty distraídamente; de pronto pareció volver en sí.

—¿Qué es lo que no comprende?

—Lo que demuestra.

—En aquella época, los músicos siempre se imitaban unos a otros. Bach lo hacía, y también Haendel utilizaba ideas de otros compositores. Pero Vivaldi fue famoso en Europa entera a lo largo de toda su vida, y ninguno de sus contemporáneos se habría arriesgado a incorporar a una obra propia un pasaje de Vivaldi.

—¿Cómo habrá ido a parar a Holanda la partitura? —preguntó Balilty—. Ha dicho usted que Vivaldi vivía en Italia.

—Vivaldi viajaba mucho, tanto dentro de Italia como por el extranjero. Emprendió largos viajes a lugares muy diversos. Sabemos que estuvo en Holanda en 1738. Era muy famoso, y el propio Bach y su hijo Carl Philipp Emanuel Bach arreglaron obras suyas. Estoy seguro de que este manuscrito estuvo en circulación. Tenemos constancia de que en 1722 o en 1728 se interpretó una pieza que luego se perdió. Nunca ha sido identificada como un réquiem, pero podría serlo.

—Sabe mucho de estas cosas —dijo Balilty desde detrás de Michael. Lo dijo con una renuencia teñida de respeto.

—¿De Vivaldi? Soy una autoridad en Vivaldi —dijo Izzy Mashiah amargamente—. Y por eso me resulta incomprensible que Gabi pudiera... Siempre comentaba conmigo todo lo relacionado con Vivaldi... Sé todo lo que se puede saber sobre él. Todas las fechas, cada una de sus peleas, hasta la última de las mujeres con las que se acostó, y... —el labio inferior le tembló y se retorció las manos—. No lo comprendo. Y yo pensando que había otra persona. Quizá era esto lo que le tenía ocupado cuando yo sospechaba de él —hizo una breve pausa y respiró hondo—. Bueno, supongo que se podría decir que era otra persona —quedó un momento en silencio—. Gabi me dijo que iba a casa de su padre. Llamé allí y no respondieron. Pensé que me había mentido, y cuando llegó a casa le monté una escena. Puede que en realidad sí estuvieran allí, deliberando... ojalá... ¿Cómo ha podido ocultármelo?

—Quizá había jurado guardar el secreto —sugirió inesperadamente el sargento Ya'ir desde su puesto junto a la puerta.

Michael se volvió deprisa hacia él y le dirigió una mirada amenazadora. Le daba miedo que esa interrupción detuviera las divagaciones de Izzy.

—¿Quién? ¿Quién pudo...? —empezó a decir Izzy, y el resentimiento fue creciendo en su voz, que se acalló de pronto.

—¿Sí? —los ojillos de Balilty se entrecerraron mientras preguntaba—: ¿Sí? ¿Qué iba a decir?

—Sólo Felix pudo... —dijo Izzy Mashiah, cabizbajo—. Era el único que tenía el poder suficiente sobre Gabi como para hacerle jurar que no me lo iba a decir. Pero no comprendo por qué. Si precisamente soy la persona a la que deberían haber consultado. Es imposible que Gabi no lo supiera y Theo sí. Y si Theo lo sabía, ¿por qué no me lo dijeron también a mí? No lo comprendo.

—Así que es usted una autoridad en Vivaldi —dijo Balilty, reencauzando la conversación—. Qué suerte la nuestra —añadió sin el menor júbilo—. Nos ha dejado a medias con la explicación. Estaba diciendo —prosiguió, girando los ojos hacia el techo y mirando después a Izzy Mashiah desde atrás— no sé qué de la documentación. Que en ella no se menciona la palabra «réquiem».

Con una voz monótona, como si tuviera la mente en otro sitio, Izzy Mashiah dijo:

—Los holandeses tenían mejores impresores que los italianos. En el norte de Europa había una gran demanda de música italiana. En Alemania era donde Vivaldi gozaba de mayor popularidad. Ya en 1711, un editor holandés, Etienne Roger, sacó la publicación musical más importante de la primera mitad del siglo XVIII,
L'estro armonico
de Vivaldi, doce conciertos para violín solo, para dos violines y para cuatro violines.

—¿Está totalmente seguro de que es de Vivaldi? —preguntó Michael.

—Es más o menos seguro. Aun cuando no sea un manuscrito autógrafo, la obra es con plena certeza suya, sería una copia hecha del original. No puede ser de un imitador, porque en Venecia nadie se habría atrevido a interpretar una obra tan característica de Vivaldi. Una obra con el
Sanctus
sacado de su
Misa de Gloria.
Y ahí está el estilo. Ojalá no estuviera tan seguro. Ojalá no fuera de Vivaldi. ¿Cómo ha podido hacerme esto? Ni una palabra. ¡Ni una palabra me dijo!

—¿Me haría el favor de explicarme qué rasgos específicos posee el estilo de Vivaldi? —dijo Michael—. En pocas palabras.

—¿Ahora?

Michael asintió. Izzy Mashiah se recostó hacia atrás en un alarde de cansancio.

—Vivaldi tenía debilidad por lo que, en el Barroco, se denominaba
bizarrerie.
Es decir, lo extravagante, lo caprichoso, lo fantástico —dijo, y miró por la ventana como si sus ojos estuvieran absorbiendo la oscuridad—. Ese elemento se encuentra incluso en
Las cuatro estaciones
, que están llenas de efectos sorprendentes, novedosos. Vivaldi era extremadamente original, y aquí, en el
Dies Irae
—señaló con desgana el manuscrito—, eso se aprecia con toda claridad.

—¿Es todo? ¿Basta con eso?

—Hay algo más —prosiguió Izzy Mashiah tras una larga pausa— que puede apreciarse en las partes corales de esta obra: su capacidad de abstracción. Si bien es cierto que al referirnos a las mejores melodías barrocas solemos pensar en Corelli, Vivaldi también poseía un gran talento lírico. Pero su especialidad era componer movimientos enteros sin ninguna melodía, a base de motivos recurrentes que se repetían en distintas tonalidades, tal como ocurre en el concierto
La notte.

—¿Y es eso una prueba suficiente de su estilo? ¿Bastaría para que los musicólogos determinasen que Vivaldi es el compositor de esta obra?

Izzy Mashiah suspiró.

—Aunque no fuera una composición de Vivaldi, no por ello dejaría de ser muy valiosa —dijo con indiferencia—. Pero estoy convencido de que es de Vivaldi. Los musicólogos estarían de acuerdo conmigo.

—¿Y es realmente posible que algo como esto aparezca de pronto en un viejo órgano de Delft?

—La
Misa
de Berlioz se encontró en un estante del altillo del órgano de una iglesia belga. Un hato de papeles atados con una cuerda, cubiertos de polvo —dijo Izzy Mashiah—. A veces estos asuntos están relacionados con las herencias y otras complicaciones. Ya sabe que los músicos guardan sus obras en los lugares más insólitos. ¿Por qué no en un viejo órgano de Delft?

—No sé si ha caído en la cuenta —dijo Balilty lentamente— de que esto pertenecía a Gabriel van Gelden, y usted es su heredero. Le ha legado todo lo que tenía.

Izzy Mashiah palideció. Se quedó pasmado mirando el manuscrito y se apresuró a retirar las manos de la mesa.

—Gabi no me dijo nada de esto —se lamentó una vez más, cabeceando—. Nada de nada. No podía desear que pasara a mis manos. Si no hay nada registrado oficialmente a tal efecto, no puede ser mío. Y, en realidad, tal vez no merezca tenerlo, porque no confié en él y le acusé de... —su boca se frunció en un rictus de dolor. Y si él no pretendía dármelo, no lo quiero.

—¿Cómo iba a pretender dárselo? —dijo Balilty, casi con lástima—. Pensaba publicarlo, no sabía que lo iban a decapitar por culpa de este manuscrito.

—¿Por culpa del manuscrito? —Izzy Mashiah se encogió y miró a su alrededor—. ¿Por su culpa? ¿Quién?

—Teóricamente, podría haber sido usted —le recordó Balilty.

Izzy Mashiah lo miró desconcertado.

—¡Pero si ni sabía de su existencia! ¡Él no me lo había contado!

—No sería la primera vez que pasara algo así —sentenció Balilty—. Y otras veces ha pasado con menor motivo.

—¡Pero si no sabía nada de esto!

Nadie dijo nada.

—No quiero seguir mirándolo —susurró Izzy Mashiah—. No quiero ni tocarlo.

Balilty ladeó la cabeza.

—Le aseguro que lo superará. A fin de cuentas, un millón es un millón. Y además —añadió secamente—: ¿está dispuesto a testificar por escrito todo lo que nos ha explicado?

Izzy Mashiah asintió con gesto desolado.

—Yo no he matado a Gabriel —dijo cuando ya estaban junto a la puerta—. No sabía nada del manuscrito. Y no he estado en el auditorio.

—En la poligrafía mintió —le recordó Balilty.

—Pero no he matado a Gabi —se defendió de nuevo.

—Si no lo ha matado —dijo Balilty a la vez que abría la puerta—, nuestro deber es no perderlo de vista. Sabiendo todo lo que sabe, su vida corre peligro.

—¿Y Nita? ¿Nita también está al tanto de esto? —le susurró Izzy Mashiah a Michael, espantado, cuando ya estaban en el pasillo.

—Y ahora quiero que venga un experto en documentos del laboratorio —le dijo Balilty a Michael en el coche—. Aunque aparezca el certificado de autenticidad holandés. ¿No encontrasteis algo de ese estilo en la caja fuerte?

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