—No quiero desbancar a nadie —balbució—. Menos aún en el Tetrammeron.
—Habrá una baja. Alguien se retirará. Podrías ocupar su puesto. Es mejor que morir. —A ella parecía incomodarle un hombro. Lo acariciaba al hablar, una mano desnuda y blanca puesta sobre esa cascada de seda roja—. Tantas invenciones, ¿para qué? Tanta soledad, tan remota. Tantas historias que compartir, Tjorn. ¿Por qué no contarlas, una a una, para siempre? ¿Qué temes? —Mientras Tjorn pensaba en una palabra para definir su temor ella se levantó. No muy alta, sí delgada. La mano blanca pasó del hombro al botón superior de la sotana—. Te diré lo que temes. La responsabilidad, el cambio, ¿verdad? Ese refugio, esa paz allí, en lo alto de tu torre, iluminada siempre, inventando a solas. Esos doce años. ¿Cómo abandonarlos? —Sotana y sobrepelliz cayeron a sus pies como si solo aquel botón las sujetara. Sorprendente, chocantemente desnuda, pero sus contornos firmes y su pecho apenas pronunciado eran de chico. Acaso dos elevaciones simétricas en el torso—. No quieres revolcarte en el barro de los recuerdos. Quieres seguir como estás. Es imprescindible seguir solo. —Después de todo, sus cabellos sí eran una especie de capucha: en ese instante se despojó de ella; rapada, su cabeza como una especie de flor apétala—. Mejor seguir solo, mejor seguir mirando el mar. La ignorancia, ¿no es cierto? —Un paso, otro, bajando del sitial. Ya no era ella. Era el niño. La transformación se había operado en un abrir y cerrar de ojos. El cupido de antifaz bordado se abrazaba a sí mismo mientras bajaba, las caderas haciendo balancear la mirada del viejo Tjorn—. En caso contrario, mejor tomar la cicuta…
Tendió una mano. Dos piedras. El viejo Tjorn eligió la negra.
Dejó de oír su voz pero no de verlo. El niño le dio la espalda. Huesuda, con la línea de las vértebras como el armazón de un barco varado. «Sí, mejor», pensó Tjorn mientras se daba cuenta de que miraba el mar de nuevo desde su cubículo de farero. Había lluvia y estridencia de relámpagos y gaviotas fuera.
Por la tarde, tras su frugal almuerzo, se sentó a meditar en lo que había soñado. Sabía que no había sido un sueño del todo. Le habían ofrecido una de las cuatro sillas. No estaba intranquilo, sin embargo. Veía llover en el mar, a lo lejos, mientras fumaba su pipa. Las nubes de tabaco y cielo se unían para formar una figura, un cuerpo flaco y asexuado con aires de bailarina.
Al llegar la noche le invadió la desazón. Se preguntó si se atrevería. Casi podía anticipar lo que iba a suceder.
Despertaría en algún momento de la madrugada y miraría la puerta de su dormitorio. Sin dejar de mirarla, caminaría hacia ella y la abriría. El niño estaría allí, pálido, mustio, cabellos chorreantes, un charco de huellas a sus pies. Su figura no le diría nada. Él miraría tan solo su antifaz blanco, agitado con el aliento, y la piedra blanca, la única que quedaría en la palma de su mano.
Se preguntó qué ocurriría cuando llegara ese momento.
Se preguntó si cogería la piedra. La última. Si aceptaría ocupar el vacío.
Soledad o Tetrammeron. Qué haría, qué decisión tomaría allí de pie, en las sombras de su cuarto.
Con su última palabra, la señora Güín se levanta.
Parece costarle mucho esfuerzo, como si tuviera más edad de la que aparenta. Pero al fin se pone en pie y abandona la mesa con lentitud. Soledad —solícita ayuda de cámara— tiene que apartarse un poco. La señora se desliza por su lado sin importarle su cortesía. A decir verdad, es como si estuviese enferma. Sin embargo, se queda de pie ante la puerta eclipsando la vela que arde detrás.
Ocurre algo así como un billar de ojos: la mirada de la señora Güín sobre ella, la de ella, en carambola, hacia las de los otros, las de los otros hacia la silla vacía.
«Soledad o Tetrammeron», piensa.
La silla, invitadora, como las miradas.
Trata de parecer calmosa. ¡De cualquier forma, deseaba sentarse por fin! Da un paso, luego dos, mientras los observa de reojo. Nadie dice nada, pero el Obispo y el señor Formas se envaran y la señora Lefó gira su cuello de avestruz hacia ella. Ya se lo esperaba, claro. De repente comprende lo que le exigen.
Por supuesto, no se trata solo de sentarse. Se trata de aceptarlo. Y si lo acepta, lo hace por completo, sin antiguos lastres. ¡Fuera
todas
las cosas!
«Ah, no, pero
esto
no.»
Los mira buscando compasión, en vano. Parecen preocupados por sus propios asuntos: el Obispo se contempla las uñas, el señor Formas y la señora Lefó apoyan los codos sobre la mesa.
La vergüenza la inmoviliza ante la simple idea de obedecer. Siempre se ha sentido fea. Y demasiado flaca. Y sigue siendo niña, en el fondo.
Bueno, muy en el fondo.
De repente su vergüenza se le antoja una tontería. Allí dentro, en la cámara de las velas y la mesa de las salamandras, tras horas de quitarse prendas y permanecer de pie, ese último tramo es insignificante. Ni de lejos la barrera más alta de todas las que ha superado. Fea o no, qué importa.
«Vale.»
Respira hondo y lleva las manos a la espalda, buscando el cierre del sujetador.
Se agacha, se levanta, se agacha. Lo amontona todo con el resto. Han sido los doce segundos más deprimentes de su vida, los ha contado. Odia haber tenido que fingir que le interesaba mucho la forma de doblar sus prendas íntimas. Odia sus ojos bajos y su respiración agitada. Doce segundos, uno por cada uno de sus años. Toma aire de nuevo y avanza mirando al suelo. Pasado aquel instante de pozo ardiente, de calor intenso y mareo, nota que se mueve con más libertad. Es consciente de moverse sin la tensión de la tela en ningún lugar de la piel. Como si volara. Da unos pasos ingrávidos en ese mundo lunar hacia la silla. Entonces una voz la detiene.
—¿Qué haces?
—Sentarme. —No mira a la señora Güín sino a la punta de sus pies descalzos. Y no sabe qué hacer con las manos, ahora que no tiene nada que alisar o estirar, así que pone la izquierda sobre el hombro y balancea la derecha.
—¿Es que quieres quitarme la silla?
La voz de la señora Güín, aún tersa y bonita, pero quizá ya no tan amable. No tan dulce, desde luego. Su padre no admitiría que le hablaran en ese tono. «No les bailes el agua, Sol», diría.
—No, yo…
—Esa es mi silla.
De repente siente que no va a seguir bailándole el agua a ninguno de ellos. Oh, desde luego que no. Se ha comportado todo lo bien que ha podido, se ha prestado a aquel juego indecente. Nunca antes se ha mostrado como ahora lo hace delante de extraños. Le cuesta más de lo que creía alzar la cara y los ojos, pero lo logra.
—Usted se levantó, y yo quiero sentarme —dice—. Si quiere, siéntese otra vez.
—¿Lo quieres de verdad? —resuena el Obispo a su espalda.
«Ante todo, calma —se dice—. Eres tú, eres tú, sin ropa, pero tú.» Se gira hacia el Obispo y se lleva incluso un dedo a los labios para mordisquearlo con naturalidad, la otra mano (¿qué hacer con la otra mano?) sujetando el brazo.
—Sí.
—¿De verdad?
—Sí.
—No lo parece.
Ella frunce el ceño. El traje del Obispo luce como añil a la luz de las velas.
«¿Por qué?», quiere decir, pero la ausencia de saliva se lo impide.
¡Oh, qué horrible la mirada fija de ese hombre, la de todos ellos! ¡Es absurdo fingir que no pasa nada! De pronto percibe que los ojos del Obispo no la están mirando realmente
a
ella sino a su antebrazo izquierdo.
Se había olvidado. La costumbre de llevarla puesta siempre le ha hecho creer que es parte de sí misma.
«Ah, no,
esto sí que no
.»
¿Y por qué no? A fin de cuentas, ¿no es eso lo que ella quiere también?
Sin embargo, le sabe mal ese último detalle. Era de su madre. Su madre ha muerto. Desafiante, reanuda sus pasos hacia la silla. Nadie dice nada, la observan tan solo. Vuelve a detenerse justo antes de tocar la mesa.
De pronto todo le parece irreal. No aquello que está viviendo, sino lo que ha vivido hasta entonces. Recuerdos colocados en un estante, como libros. Cuentos y más cuentos que le han contado o se ha contado a sí misma. Vivió, y todo ha quedado en ella como una colección de historias, o historias dentro de historias como cajas dentro de otras, o partículas dentro de otras, ninguna más cierta que la anterior, el hallazgo de Rodolfo Grenoble. La más importante es la última, pero ¿cuál? Su padre, su hermana, sor Esther, su colegio… Su madre, otra historia más. Hasta ella misma. Y si a ella la cuentan, quien la cuente también es contado. De alguna forma, la idea la anima. ¿Qué importancia tiene lo ya contado? Lo único que importa es continuar, al estilo del viejo Tjorn. Seguir inventando cosas.
«Mamá, no te hago ningún daño», dice, pero parece que su muñeca izquierda opina lo contrario, porque la pulsera se atasca.
Cuando por fin la deja caer con los demás objetos se siente tan desnuda que por primera vez se cubre con una mano entre las piernas.
Al sentarse en la silla, fría como si nadie la hubiera ocupado nunca, la mano sigue allí hospedada, adaptada a las curiosas cavidades que toca. Pone el codo del otro brazo en la mesa, la mano en la mejilla.
Y de repente sucede.
Es como un borbollón de agua caliente subiendo hacia su rostro para luego perder fuerza y temperatura. El bochorno cede y se siente bella. Bella. Logra no sonreír.
—La tradición es que comiences tú —le dice el Obispo.
—¿Qué comience yo?
—Que cuentes tú el primer cuento —explica la señora Lefó.
La petición no le sorprende. Rastrea la vasta colección de fantasías en su mente. Se le ocurren cien, pero las descarta todas. De algún modo, como con la pulsera, intuye que debe elegir precisamente aquella que menos desea. La que la pondrá en ridículo. Esboza esa sonrisita de mala que ahora, tan desnuda como está, sabe que produce mayor efecto.
—Se me ocurre uno —dice—. Lo cuentan en mi colegio. Pero es muy verde.
Al señor Formas se le relajan las facciones, hasta entonces crispadas, y sonríe como un estúpido Papá Noel de peluche. La señora Lefó abre mucho los ojos. El Obispo hace un gesto, invitándola a proseguir. Un soplo recorre la habitación. La llama de las velas, por un instante horizontal. Se percata entonces de que la señora Güín se ha marchado. No la ha sentido irse, pero la puerta está cerrada y no hay nadie junto a ella. Observa la copa que antes bebía la señora Güín y acaricia su tallo mientras habla.
—Se titula… «El monito» —dice—. Sucedió en un colegio…
Es una caja muy pequeña, seguro que la última. Se abre solo con que la toques. Te ha costado llegar a ella, pero una vez llegas, resulta muy fácil abrirla. Así.
Espera. Cierra los ojos antes de ver lo que contiene. Prepárate primero. Respira varias veces, relájate.
Y cuando yo te diga, entonces miras.
Sucedió en un colegio. No en el mío, uno cualquiera. Una niña de mi edad llamada María. Habría podido ser feliz, porque sus padres la querían, sus compañeras la querían, sus profesores la querían. Pero no lo era. Y ello se debía a que… Bueno, su
cosa
tenía mucho pelo. Demasiado, quizá.
(El Obispo sonríe. La señora Lefó sonríe.)
Eso, por lo visto, la afeaba cuando se quitaba la ropa. Ella, naturalmente, lo mantenía en secreto, pero un día una compañera la sorprendió y se quedó atónita. Era tan negro y espeso aquello que parecía que manchara. La voz corrió de una a otra niña y todo el colegio lo supo. Que María ocultaba allí un animalito. Un animalito peludo.
(El señor Formas ríe.)
—¡María tiene un monito! —decían.
—¡Un monito peludo! —decían.
—¡De ojos amarillos y dientes verdes, brrrr! —decían.
La burla llegó a oídos del señor prefecto. Se llamaba Piedad. Señor Piedad, le decían. Yo no tengo la culpa.
(El Obispo ríe. La señora Lefó ríe.)
El señor Piedad decidió que María estaba sufriendo y quiso aliviarla. Así que la citó en su despacho, o más bien en el antedespacho, porque su despacho era grande, y luego la hizo pasar a su despacho-despacho, cerrando todas las puertas, una tras otra, hasta que estuvieron en completo despacho, digo, intimidad. Entonces se sentó junto a ella en el largo sofá bajo una pared de la cual colgaba la colección de fotos de excursiones: a la playa, a monumentos, niñas y niñas allí puestas. Mirándola a los ojos le dijo:
—Te he llamado porque me he enterado de lo que te pasa. No debes darle importancia, María. Carencias vitamínicas: esos son los grandes problemas a vuestra edad. Esto es completamente natural. Tu vello, al parecer, es un poco abundante. Quizá te avergüence, pero no creo que vayas a playas nudistas, ¿verdad? Lo demás son cuentos. No me mires así: cuentos. ¿Quieres comprobarlo? Bájate la falda y las bragas.