La Karsova mostró una bella colección de dientes blanquísimos.
—¡Basta de juegos, señor Lupino! ¡Estoy perdiendo la paciencia!
—¡Madame Karsova, ahora las cartas las reparto yo! —Apuntó Lupino un dedo hacia el pecho de la dama—. De modo que tenga más cuidado con su paciencia del que tuvo con sus bragas. ¡Roberto Lupino no quiere dinero, repito, tiene todo el que necesita y más! ¡Roberto Lupino es un hombre gris y mediocre, sin ambiciones fáciles! No es dinero lo que quiero de usted, pero tampoco le regalaré ese aparatito.
—¿Y entonces?
Él pareció meditarlo, aunque yo estaba segura de que ya sabía lo que pediría.
—Un canje. Sus bragas, aparatito incluido, a cambio de usted.
—¿De mí?
—A cambio de disponer de usted una sola noche.
La Karsova, noqueada por segunda vez, hizo algo que no hubiese creído posible: abrió más los ya muy grandes ojos verdes. Frente a ese gesto, los de arrugar las aletas de su blanquísima nariz y curvar los sensuales labios no resultaron, ni de lejos, tan impresionantes.
—Comprendo —dijo con desprecio.
—¡No, no comprende! —Lupino parecía más irritado que nunca—. ¡Usted es sobrenaturalmente hermosa, como lo es la señora Lefó, aquí presente! —Sonreí ante la mentira cortés—. ¡Usted, repito, es sobrenaturalmente hermosa, y piensa que Roberto Lupino es un
porco
! ¡Pero no me horrorice, madame! ¡No pretendo abusar de usted, al menos no de la manera que piensa! No se confunda por el otro extremo, claro está. ¡El espacio en que se mueve Roberto Lupino no es el del mundo! Soy un saltimbanqui en la cuerda floja de la normalidad. ¡Me repugna el pecado, pero también la virtud, el matrimonio, la lujuria, la castidad, la pureza, la represión y el libertinaje! ¡Todos los disfraces de la existencia horripilan a Roberto Lupino! ¡Pero el arte, ah, la pasión por el arte…! ¡La búsqueda de la simple perfección, el éxtasis de la revelación pura, la naturaleza de la fantasía! ¡Llámelo como quiera: el deseo de lo imposible, el absoluto único…! ¡Eso sí es Roberto Lupino! Cuando digo que quiero disponer de usted durante una noche me refiero a que quiero usarla como herramienta, como posibilidad teórica, como materia de especulación, como hipótesis para un futuro hallazgo…
La Karsova me miraba desconcertada: «¿Está chiflado?», parecía ser la pregunta. Yo me encogí de hombros en una respuesta que esperaba fuese lo bastante inglesa como para que una rusa la comprendiera. Nuestro anfitrión advirtió el diálogo, sin duda, porque bajó de sus lupínicas nubes de inmediato.
—Iré al grano, «camarada» Karsova, que es lo que a usted le gusta. Le devolveré el microfilm, donde estoy seguro que se ocultan todos los documentos que su cómplice fotografió en la embajada, a cambio de que sea mía durante una sola noche.
—Ya dijo eso —contraatacó ella—. Lo que quiero saber es qué quiere que haga.
Fue entonces cuando, tras dedicarle una mirada divertida, Lupino se lo dijo.
Durante el viaje de vuelta la rusa permaneció rígida y erguida en el asiento, brazos y piernas cruzados. La corta melena azabache parecía a prueba del chorro de viento que atacaba mi descapotable. Ni siquiera fumó. Solo despegó los labios para espetarme:
—¡Ese idiota no comprende lo importante que es para el mundo que ponga ese microfilm en las manos adecuadas!
—Siempre pensé que el mundo terminaría dependiendo de lo que una mujer lleva en las bragas —repuse.
Me taladró con sus ojos verdes.
—Y ni siquiera busca dinero o sexo. ¿Para qué quiere que haga esa estupidez?
—Es difícil de explicar. Todo tiene que ver con el absoluto único y las
watereidas
, pero creo que solo él es capaz de entenderlo. De cualquier modo, no se lo tome así. Estoy segura de que esto acabará de la mejor forma posible —agregué, revelando mi afición secreta a Leibniz.
El domingo llegué al caserón enorme donde se celebraba la fiesta a eso de las once de la noche. Todo estaba oscuro, salvo la luna, y recordé que Lupino ni siquiera permitía lámparas. Las siluetas dormidas de los coches en la entrada me hicieron saber que ya habían llegado numerosos invitados. Hacía una noche inmejorable en las afueras de París. Solo se oía el código cifrado de los grillos.
Lupino me esperaba en las escaleras de entrada, como de costumbre, un pingüino solícito bajo aquel esmoquin clásico y la pechera blanca.
—¡Ah,
cara mia
, qué a tiempo ha venido usted! ¡Y qué hermosa, si me permite decirlo! ¡Su presencia se nos hacía imprescindible!
—¿Tan aburridos están?
—¡Lejos de eso,
bellissima
! ¡Cómo explicarle! ¡Estamos rozando el infinito, el éxtasis, el… el…!
—El absoluto único —resumí.
—Sí. El absoluto único.
Nos miramos en silencio, él sin sonreír, supongo que para no estropear con una mueca el claroscuro perfecto de aquella felicidad. Supe incluso que, en su desbocado desenfreno, habría podido enamorarse de mí en aquel preciso instante, y para evitarle en lo posible ese error mortal me separé de él y señalé hacia la casa.
—
Andiamo
.
Lupino trotó detrás como un niño.
Mientras penetraba en el oscuro y aparentemente vacío interior, no podía evitar cierta emoción al pensar que iba a contemplar el resultado del increíble plan de Lupino. Recordaba la cara que había puesto la rusa cuando mi extraordinario amigo se lo contó:
—Quiero celebrar una fiesta particular, y usted será la única decoración, madame. Y subrayo: única. No habrá muebles, ni adornos, ni lámparas. Nada de peces vestidos como putas, ni espejos mutantes, ni relojes de cuco pornográficos… Un salón vacío y usted, lo más quieta posible. En silencio, sin hacer nada. De pie, inmóvil, muda… durante una noche.
—¿Habla en serio? —había preguntado ella.
—Roberto Lupino siempre habla en broma, pero lo que dice es serio. Admita, además, que no le pido demasiado: quedarse callado y quieto debería ser fácil para todo el que trabaja recibiendo órdenes de gobiernos.
—Está usted loco —había dicho ella, acentuando la palabra.
—Gracias —admitió Lupino con sinceridad—. A Lupino no se le ofende llamándole loco, señora. Es como cuando mi padre me llamaba «granuja»: me hacía pensar que me envidiaba. Pero, loco o no, ¿qué decide?
El suspiro de la Karsova me conmovió también a mí, como una onda expansiva.
—¿Cuándo será? —dijo.
—Dentro de tres días, este domingo. No aquí, por supuesto, sino en otra casa de mi propiedad, que está vacía. Usted me decora la fiesta y yo le devuelvo el microfilm al acabar. Habrá unos cincuenta invitados, incluyendo, por supuesto, a la señora Lefó. Pero no debe temer que esto salga de mi círculo, madame Karsova. Los amigos de Roberto Lupino son como Roberto Lupino, así que no espere indiscreciones.
—Y supongo que no podré llevar ni esto —dijo la Karsova con cinismo, alzando las pequeñas bragas—. ¿Me equivoco, señor «artista»?
—¡Por completo, señora! —Lupino parecía escandalizado—. ¡El error es un lujo que Roberto Lupino nunca se permite, ni siquiera cuando roba bragas, y nunca cometería el error de hacerla decorar sin ropa! No es su belleza lo que deseo obtener, sino a
usted
. Usted, quien, como todo el mundo, es más que usted misma. De hecho, he decidido que vista esa noche algo muy inocente, sin relación alguna con la extravagancia.
—¿Y qué será? —preguntó ella, intentando no imaginarlo.
—Un uniforme de colegiala.
(«¿Qué?», se sobresalta Soledad.)
Yo iba recordando aquel fantástico diálogo mientras llegábamos al salón. Allí no había luces ni otros sonidos que nuestros pasos. Supe de la vastedad del espacio por el resplandor de la luna que brillaba en las ventanas. Medio centenar de siluetas inmóviles de hombres y mujeres, vestidos con simple elegancia, formaban una especie de semicírculo sosteniendo copas y bandejas. Lupino me guió hasta un sitio en primera fila y me puse, como todos, a contemplar la decoración.
Al principio solo veías la sombra de una mujer de pie, vuelta hacia nosotros. Luego la luna le pintaba el pelo corto y negro, el rostro muy blanco, las hombreras de una chaqueta negra con un escudo plateado en el bolsillo superior, el cuello de una camisa blanca, una falda plisada hasta las rodillas, calcetines blancos y zapatos negros…
(«¡Es mi uniforme! ¡Qué extraño!» Soledad tiene la sensación de que la señora Lefó ha improvisado todo esto por ella, pero no comprende la razón.)
Si te fijabas más, distinguías su expresión, entre aburrida y resignada, la escuchabas respirar, percibías los parpadeos, a ratos los leves cambios de postura, el peso sobre un pie, sobre el otro, los gestos tenues de las manos a los lados del cuerpo jugando con un pliegue de la falda, la clara deglución de saliva perturbando la armonía del cuello, la lengua abultando una u otra mejilla, las mandíbulas tensas un instante y relajadas al siguiente. Si la mirabas lo suficiente, la veías mirar al techo sin mover apenas la cabeza, o al frente, o hacia ti. La veías cerrar los puños y abrirlos, mover los dedos de los pies dentro de los mocasines, erguirse y proyectar el busto, relajarse y quedar flácida, reprimir un bostezo, chasquear la lengua al separarla del paladar. Y así minuto a minuto, hora tras hora, hasta que por fin distinguías la furia contenida, las ganas de gritar, la rabia que muerde los labios, la mirada de reojo desafiante, la desesperación, la confusión, el querer preguntar, el basta por favor, el no puedo más, la búsqueda de compasión, la distracción, el recuerdo imprevisto, el regreso a la realidad, el desear saber cuánto falta, la rebeldía de sus músculos, el sudor que perla la frente, los labios entreabiertos, minuto a minuto, hora tras hora. Y tras ver todo eso, intuir su cuerpo como un símbolo, su cuerpo que ya no es suyo, el cuerpo que ya es mi cuerpo, que es el de todos los que la miramos y nos miramos en ella, así, minuto a minuto, hora tras hora, hasta pensar Dios mío, qué cosa tan perfecta, qué decoración tan sublime, qué misterio tan excelso, ver por fin algo distinto de verdad, algo que de verdad merece la pena, inexplicable y remotísimo, algo que siempre ha estado ahí pero nunca vemos, que de verdad es original y único, algo que te hace pensar que la existencia es misteriosa, algo que está cerca pero lejos, precisamente porque está demasiado cerca, que te impregna y me impregna, que poseo pero no obtengo, que no alcanzo, que rebaso, que soy yo, yo misma, yo…
Al final, murmullos apasionados, asombro, alabanzas unánimes, aplausos, admiración y comentarios ante el advenimiento de una nueva época, un nuevo tiempo.
Eso fue lo que sentí, lo que sentimos todos, en aquella fiesta inolvidable en casa de Roberto Lupino, contemplando la decoración.
(«Yo, yo misma», piensa Soledad con los ojos cerrados.)
«Yo misma fui un gato.»
Se llamaba Pachito, y era un cruce de algo con algo, ella nunca supo qué. Pero el resultado se estiraba por los pasillos, movía las patitas en el aire si lo ponía boca arriba, tan suave, con aquel pelaje de manchas marrones y aquellos largos y finos bigotes. Y una semana después de que se lo regalaran, enfermó y murió. Al parecer, eso sucedía a veces con los gatitos tan pequeños, que se iban de la vida como una borra de polvo por la ventana. Ella lo vio morir: estaba echado sobre un cartón de yogures junto a la pared de su cuarto y los ojos, que le parecían dos tazas de café vistas desde arriba, se convirtieron en agujeros. Aún eran negros, pero ya no un color sino un vacío.
—No te mueras, Pachito —le dijo ella.
Y sin pensárselo dos veces, aprovechando la impresión que le produjo aquel rostro triangular e inmóvil, se sentó frente al escritorio, abrió su cuaderno y comenzó a escribir un cuento donde ella era Pachito, y se estiraba, gris y peluda, en los pasillos de la casa de una niña llamada Soledad. Poco después escribió otro cuento sobre su madre. Este le salió peor y lo abandonó, pero descubrió que le gustaba contar cosas sobre aquellos seres que ya no estaban. Sobre todo, le gustaba pensar que ella
era
esos seres.
«Fui un gato, fui mamá, fui mis abuelos… Soy quien quiero ser en un cuento.»
Ignora por qué recuerda eso cuando la señora Lefó concluye su primera historia: quizá porque, en esta ocasión, a diferencia de esas otras veces, ha sido el personaje quien ha intentado parecerse a ella. Reconoce la familiar sensación de mirar a alguien y pensar que, al mirarlo, también lo está inventando. De esto nunca ha hablado con nadie.
Hay silencio, como casi siempre tras las historias. Nada parece haber cambiado de lugar ni aspecto: el señor Formas, la señora Lefó, la señora de blanco y el señor Obispo siguen allí, en torno a la mesa. Tiene que ser de noche, aunque en aquel sótano iluminado por velas es difícil asegurarse, y no se atreve a preguntar la hora. La excursión habrá terminado ya y su padre debe de estar muy preocupado por ella. O no, a lo mejor nadie la echa de menos. A fin de cuentas, ninguna de las dos opciones modificaría su situación. No puede decirles a los señores de la mesa: «Lo siento, pero me marcho.» Ella
les pertenece
desde el momento en que abrió aquella puerta y aceptó entrar. Como la decoración de la historia de la señora Lefó: quieta y muda, allí ha de quedarse. Además, los cuentos le gustan cada vez más. Sería maravilloso escucharlos todos.
—Sirve vino, niña —le dice la señora Lefó, que tose un poco.
Soledad se apresura a tomar la botella que el Obispo le entrega. Decide empezar por la señora Lefó, que vuelve a hablar.