Y mi psicoanalista, aún tendido en el diván, se llevó las manos a la calva mientras sollozaba.
Olvidé decir que mi psicoanalista es calvo.
(Soledad ríe sin poder evitarlo. Pero pronto comprende que es, ay, un error.)
Ay, un error.
La risa se ahoga en su garganta, como si un par de manos la estrangularan.
Todos la miran. La señora del peinado extraño ha vuelto la cabeza hacia ella.
—¿De
qué
te has reído exactamente? —quiere saber el hombre del alzacuello.
—Me… Me ha parecido un cuento gracioso. —De repente se irrita: ¿por qué no puede reírse si le apetece hacerlo?—. Dobbin y Gertrudis, tan calvos y… al final, ese psicólogo calvo… —Vuelve a reír para mostrar que es una diversión inocente, pero ellos observan su risa como una pieza expuesta en un museo.
—¿Te parecemos graciosos los calvos? —pregunta el del alzacuello en buen tono.
—No, yo…
—¡Si esta niña va a reírse de mis cuentos…! —corta el de la perilla indignado.
—No lo ha entendido, señor Formas —tercia la señora del raro peinado—. La niña no ha entendido su cuento.
—La letra, con sangre entra —sentencia el hombre con una mueca.
—¿Qué edad tienes? —pregunta la señora volviéndose hacia ella.
Soledad cruza con la dama una mirada titubeante. Desde luego, le inspira más confianza que el señor Formas, con sus amenazas y enfados, incluso más que el otro hombre a quien llaman «señor Obispo». Cree que pueden llegar a ser amigas.
—Doce años —dice.
—Es muy joven, señor Formas, muy joven.
—¿Y va usted a ser su mentora?
La señora ignora la pregunta del señor Formas y sigue concentrada en ella.
—Ven —dice—. No te asustes, ven.
Ella se acerca insegura, como si avanzase hacia una enorme pizarra. La señora es delgada y huele a perfume, pero también a tabaco. No es extraño esto último: se lleva un cigarrillo a los labios, su mirada entre los algodones de humo fija en Soledad, la furiosa pavesa apuntando hacia ella. Su vestido la ciñe del pecho a los tobillos y es de un brillante color rojo.
—Dime, ¿qué has entendido del cuento?
Ella busca ayuda con la mirada, pero ¿a quién? ¡Su valedora más importante es quien está preguntando! Intenta resumir el extraño cuento tal como hace en clase.
—Hay… un espíritu bueno y… un ente que deja calvas a las personas… —De repente, sintiéndose la otra cara de la misma moneda, vuelve a reír insumisa.
—Se ríe —indica el señor Formas, juez acusador que la señala por encima de la mesa, lo cual le provoca más risa—. Mire, señora… —Y aquí pronuncia el nombre de la señora de rojo. A Soledad le suena a francés.
¿Lefeau?
¿Lafau?
—. ¡Se ríe!
Siente los ojos a rebosar de lágrimas, le duele el estómago, no puede parar. Es una risa nerviosa, «maligna» como la llamaría su hermana. A veces le ocurre. La señora de rojo eleva un bonito hombro mientras fuma y la contempla sin inmutarse, y quizá sin clemencia. Acaso entorna algo los ojos, que son verdes. Las flores de su pelo son amarillas, los bucles rojizos.
—¡Me miran ustedes tan serios que…! —Se detiene ella para tomar aliento—. ¡Como si todo esto fuera la mar de importante!
Nadie dice nada durante el rato que tarda en calmarse. El señor Obispo mira al techo, la señora de rojo fuma, la señora de blanco parece dormida. El primero que reacciona es el señor Formas: se yergue, carraspea antes de hablar. A Soledad le recuerda los dibujos animados donde los malos lanzan una siniestra carcajada tras anunciar el fin de la humanidad. Pero pierde toda diversión al oírlo.
—Quitémosle la ropa, atémosla y cortemos uno a uno todos sus dedos.
Su terror salta como un resorte cuando el señor Formas se levanta de la silla. Mucho más que sus horribles palabras, el solo hecho de verlo erguirse en toda su estatura es lo que quiebra sus escasas seguridades.
—¡No! ¡Socorro! ¡Socorro! —chilla y corre hacia la puerta, que no tiene ningún pomo para tirar de él y no se abre. La golpea con los puños—. ¡Papá! ¡Socorro! ¡Papá!
—Paciencia, señor Formas, es solo una niña —dice la señora de rojo—. Ya que tratamos con una mocita de doce años, seamos adultos nosotros.
—Siéntese, señor Formas, la está asustando —dice el Obispo—. Y tú, niña, cállate.
Soledad obedece a duras penas. Está aterrada, pero descubre que ya lo estaba desde mucho antes y aún no lo sabía. Cuando entró en aquella cámara, cuando le hablaron por primera vez, cuando escuchó el cuento, incluso cuando reía: aterrada. Solo encuentra terror bajo una fina capa de fingimientos que ahora se ha roto como un charco helado bajo una bota. De espaldas a la puerta, las mejillas húmedas, el amargor del llanto en la boca, no sabe si respirar aliviada o temblar más cuando el señor Formas (que, en realidad, no se ha movido de la mesa) vuelve a sentarse digno, seguro de sí. Lo odia, oh Dios, cuánto lo odia. Se lo imagina viviendo en un lugar como el Ente del cuento: un sitio rancio, donde todo se cae a pedazos y solo queda ese tipo en pie, un títere sin vida. Aborrece su falta de sentido del humor, su mirada de un solo ojo que parece decirle: «¡Nada podrás ocultarme!» Es, desde luego, un ser detestable.
La señora de rojo parece comprender lo que piensa.
—Calma, pequeña, el señor Formas ve lo que ve, y nada puede modificarlo. Él es lo que hay. Los demás somos más flexibles. Nadie va a hacerte daño, pero es preciso que escuches mejor el siguiente cuento. No te distraigas, presta atención. Y no te rías indebidamente. Ahora… ¿una sonrisa?
No quiere sonreír, pero se obliga a hacerlo por la señora. Abrazada a sí misma, sintiendo frío pese a su chaqueta, dibuja con los labios una curva mínima, a sabiendas de que resulta seductora. En casa consigue muchas cosas cuando sonríe así. La señora lo aprueba con un gesto.
—¡Pero tendrá que pagar! —exclama el siempre irritante señor Formas—. ¡Pagará por lo que ha hecho! —Mueve el mostacho, vuelve a mirar con un solo ojo, levanta mucho la ceja.
—Perdón, siento haberme reído —murmura ella.
Una sola frase y todo cambia. El señor Formas parece más calmado. No solo eso: feliz. Soledad se apunta un tanto en silencio y piensa que ya conoce bien a este señor. Es fácil contentarlo fingiendo ser ovejita. «Ve lo que ve», ha dicho la señora, lo cual quizá signifique que no ve más allá de sus narices, o de lo que cualquiera podría ver. En parte, papá es así: fácil de indignar o calmar con suaves apariencias. Muy osado en sus amenazas, indefenso ante las alabanzas. Ella sabe cómo tratar a gente como su padre, y sospecha que el señor Formas es igual de contentadizo.
—Pagará, señor Formas —interviene el señor Obispo, conciliador—. Le aseguro que lo haremos a su manera. Pero ahora, ¿por qué no nos deleita con su siguiente historia?
—Me apresuro a ello, señor Obispo. Le gustará: es marítima y horrible. La titulo «El nacimiento de Venus», pero podría llamarla «Sophia»…
EL NACIMIENTO DE VENUS
Sophia, sí. Su nombre me evoca cabelleras de holoturias, espiras de caracolas, cuerpos de equinodermos. Pronunciado con acento en la primera sílaba, «SOphia», parece hermanarse con Safo, Lesbos y Lemnos, desparramarse por el jónico, egeico, premediterráneo mar en que me hallaba.
Porque debo decir que yo estaba con Grigori Fasev clasificando fósiles pelágicos en Pafos, la dulce Pafos del Chipre no ocupado por los turcos, en una villa encaramada sobre la costa.
—Tú, clasifica —me decía Grigori—. Clasifica. No es difícil.
No lo era: alineados en los anaqueles de nuestro cuarto de trabajo se momificaban alcionitos, ámbares, amonitas, belemnitas, ictiolitos, numulites y trilobites sobre tarjetas que proclamaban el Cámbrico, Cretácico, Ordovícico, Jurásico o Pérmico.
—Clasifica —decía Grigori—. Segmentados, no segmentados, braquiópodos, huesos de jibias, conchas…
Grigori sabía que podía confiar en mí para esa tarea: soy como una máquina exacta de pesos y medidas, un microscopio que aísla e identifica. Por eso, cuando nos conocimos por azar en un hotel de París, no tardó en ofrecerme aquel trabajo en Pafos. No me contó qué era lo que buscaba, pero tampoco se lo pregunté. Lo que me importaba era que pagaba bien. Su padre, un ruso emigrado a Alemania, había construido un imperio de empresas cuyos beneficios heredó Grigori como único descendiente. Provisto de tal riqueza pero sin deseos de continuar con el negocio familiar, soñaba, cual nuevo Schliemann, con grabar su nombre bajo un hallazgo arqueológico mundial. Además de mí, había contratado a una variable mesnada de hombres-rana griegos (no se fiaba de los turcos), y todas las mañanas traían entre gritos un cargamento de inútiles piedras que arrojaban sobre nuestra mesa como una apuesta estrepitosa. Yo los clasificaba y Grigori los sometía a un riguroso escrutinio.
Por fin, una tarde de sol y datileras, olvidable salvo por las palabras que se pronunciaron, me ofreció algunas pistas sobre su obsesión.
—Afrodita, amigo mío.
—Me suena. ¿No era Venus?
—Venus, Afrodita, Astarté, Ishtar, Astaroth… Llámala como quieras. Su leyenda procede de un culto cretense muy antiguo, y de allí pasó a Citere y el Peloponeso. No tenía un solo aspecto sino múltiples, y aparentemente opuestos. Era la diosa del Amor, pero también la de la Muerte. Melenis, la negra. Escotia o Epitimbria, de las tumbas. Androfona, la matadora de hombres…
—Creo que me gusta más el aspecto tradicional —dije.
—Aquí, en Pafos, se le rindió un culto misterioso y ya olvidado. La sacerdotisa bailaba sobre las rocas de la playa y entregaba su cuerpo a las olas, luego salía renovada, como Venus de la espuma-semen del padre de los dioses… De modo que también está relacionada con el nacimiento, el origen de la vida.
—Bonita leyenda.
—Sí, pero en toda leyenda hay significados ocultos, no lo olvides. Unos derivados de otros, un pasillo de significados, un laberinto, y al final, el último, conclusivo, minotáurico… Es a ese significado al que pretendo llegar.
—No dejará de ser un mito, de todas formas —dije entre sorbos de vino chipriota.
Grigori se mesaba la blanca barba con aire enigmático.
—Afrodita no es solo un mito, muchacho, y me propongo demostrarlo.
No tan enigmática era su costumbre de acortar su ya menguada vida con desbaratadas orgías en las tascas de la playa. Allí, entre mujeres armenias, griegas y algunas turcas (en esta ocasión se fiaba bastante más), al soniquete murrio de las bandolinas, Grigori Fasev era capaz de beber y cantar como todos sus ancestros eslavos y germánicos juntos. Lo recuerdo enrojecido como el Eritreo hasta la raíz de sus blancos cabellos, hablándome horas y horas, no ya sobre Afrodita sino sobre Sophia.
—Sophia… La conocí hace muchos años en Grecia, durante una Nochevieja en El Pireo. Ya sabes: fuegos artificiales, máscaras, sirtakis… Una sola vez, una sola noche, chico, y no he podido olvidarla… ¡Ya no se fabrican mujeres así! —Y concluía, guiñando el ojo a las jóvenes, que no entendían lo que decía—: Soy un soñador. La pasión me perderá.
—Sin duda —convine.
Me habló por primera vez de Sophia ante una muchacha que, según él, se le parecía mucho. Tenía apenas diecinueve años y era de origen grecoturco con una extraña pero magnética mezcla de asiático. Trabajaba en uno de los bares de Pafos como bailarina y ya a su edad poseía cierta experiencia en un teatro de variedades de Atenas. Su sueño era vivir en California. Nos dijo su verdadero nombre, pero ni a Grigori ni a mí nos importó, y le rogamos con llanto de borrachos que nos dejara llamarla «Sophia». Para complacer a Grigori, que la conoció, y a mí, que no.
—Así, «Sooophia»… —Grigori alargaba los labios entre bigote y barba.
Sophia, nombre evocador. Madréporas, trompas de tritón, sus pómulos altos, sepias, el nácar de los moluscos, el torneado de sus muslos, el caparazón del cangrejo, el pareo anudado a sus pechos, la escultura de la Venus Citerea, su cintura corintia, su morenez mediterránea. Ah, y su forma de hablar, repleta de obscenidades imaginarias.
—¿Amigo… de usted? —Me preguntaba señalando a Grigori. Nos entendíamos en inglés, el de ella algo más torcido.
—Puede decirse que sí.
Grigori ya roncaba sobre la mesa, y cuando Sophia se inclinaba sobre él, sus senos de náyade le rozaban las canas.
—Es divertido —agregó—. Está borracho.
—Bebe mucho, en efecto, y no debería hacerlo.