—¿Que si llevo qué?
—Bragas.
Iba a contestar cuando comprobé que el motivo de su pregunta se acercaba tras ella en forma del conocidísimo
gentleman
Roberto Lupino: la vieja amistad a la que me refería al principio.
—¡Mi muy querida señora Lefó!
—¡Mi muy apreciado señor Lupino!
Creo que debería presentarles a Lupino como se merece: a golpes de platillo, con voz de animadora de circo. Mago, acróbata, mimo, ladrón, todo eso había sido este curioso personaje tan habitual en las fiestas clásicas. Pero su fama procedía de la escalofriante habilidad con que sustraía prendas íntimas femeninas a una velocidad imposible de percibir por el ojo y con una suavidad de picadura de mosquito. La víctima seguía tal cual, sin percatarse, y solo más tarde el azar o la necesidad le revelaban la pérdida de su lencería. Ser bien desnudada por Lupino se había convertido en una divisa de la
jet
, ya se mencionaba en el pedigrí de las damas. Nuestro amigo vivía de eso.
No había cambiado mucho desde la última vez que coincidimos. Más calvo, algo más gordo, pero la misma mediocridad gris de su bigote y su rostro. En él, las manos eran lo único a todo color: pequeñas y rapidísimas como colibríes fantásticos. Por eso las usaba poco y siempre las guardaba en los bolsillos, como joyas en estuches de gamuza. En aquel momento, las tenía en el interior del pantalón, y por supuesto no me las tendió.
—¿Cómo se encuentra, querida mía?
—Supongo que bien. Aún tengo las bragas en su sitio.
—¡Oh, nada tema del pobre Roberto Lupino hoy! —Rió con expresión de foca y sacó una mano para echarse al coleto una aceituna picante: fue un gesto de centella, como el viaje de un meteorito hacia una caverna—. ¡Me siento torpe ante esta decoración y estas mujeres, si es que no es redundancia citarlas juntas! Disculpe si la he ofendido, estimada amiga, no era mi intención. Pero, en serio, ¿ha visto qué decoración más sobrecargada? Aunque, en general, posee cierto refinado gusto. Excepción hecha de esa barbarie zoológica. —Señaló con la cabeza el acuario de peces travestidos donde, en aquel preciso instante, una barracuda vestida de cuero y látex como una dominanta de las profundidades se zampaba a un pez de negligé estampado.
—Un espectáculo deplorable —coincidí.
—¿Y los lavabos? El retrete de los caballeros, si me perdona la vulgaridad, es la escultura en porcelana de una jovencita de tamaño natural. Excuso decirle la postura en que se encuentra para atender todas las necesidades.
Ah, la misère de l'art!
—Me pregunto cómo será nuestro retrete —dije y Lupino rió de buen grado.
—¡Y el reloj de cuco! ¿Ha visto qué monería? ¿Ha oído los jadeítos?
¡Mamma mia
, qué espectáculo! ¿Ha observado con la lupa que ella sigue llevando, como única prenda, las braguitas caídas en los tobillos? Pues bien, ¡ya no! —Y en un zas de prestidigitador, Lupino extrajo una de sus stradivarius del bolsillo, y he aquí que en la yema del índice se posaba una especie de mosquito negro y triangular.
—Le ha robado las… —murmuré, incrédula.
Asintió, gorgoteando como un pavo. Le encanta ser celebrado con la sorpresa.
—¡La puertecita se abre solo durante cinco segundos cada cinco minutos, pero fue tiempo más que suficiente para Roberto Lupino! —exclamó, triunfante, y tuve que rendirme ante el humor de aquel hombre bajo y regordete enarbolando su diminuto trofeo como un pescador el primer barbo de la jornada. Volvió a guardarlo y, de repente, pareció serio—. Una decoración orgiástica, desde luego… Pero ¿sabe lo que le digo, querida mía? ¡Esto, para Roberto Lupino, no es verdadero arte! ¡Lupino apuesta por la creación natural, no por el artificio! Mire a su alrededor: espejos enloquecidos, fornicación microscópica, peces disfrazados de rameras… ¡Ah,
cara mia
: el hombre ha olvidado la cautivadora sensación de lo elemental, el misterio de la naturaleza sencilla!
—¿Propone acaso un regreso a las cavernas? —inquirí, burlona.
—Propongo,
cara donna
, purificar. Buscar con nuestros ojos interiores, hallar caminos ocultos y avanzar por ellos.
—Para obtener ¿qué?
—¡El absoluto único! —exclamó, casi ofendido—. ¿Qué otra cosa puede ser? ¡Nosotros, los seres apasionados como usted y yo, solo tenemos esa posible escapatoria en este mundo vulgar! ¡El absoluto único! ¡En cambio, aquí abunda lo múltiple diverso!
Criados toracópagos —la última moda en fiestas de salón—, uno vestido de librea y el otro de doncella libertina, unidos por el tronco como legítimos siameses y trotando al mismo ritmo como caballos de tiro, nos ofrecieron bebidas. Su aspecto daba tanta razón a las palabras de Lupino que desvié la vista.
—¿Y qué es el absoluto único, vamos a ver? —Lo desafié.
—¡Si yo lo supiera, señora! —Me reí de nuevo hasta que comprobé que Lupino seguía serio—. ¡No se burle de Roberto Lupino, querida mía! ¡Azóteme con los aplausos, que son el latigazo del bufón, pero no crea que no hablo muy en serio! La culpa de mi melancolía la tiene ese espantoso reloj de cuco. Le confieso que, mientras hurtaba las braguitas a la muñeca del interior, pensé: «¡Pero, Roberto, qué nos ocurre! ¿En qué hemos transformado el placer, el éxtasis sagrado? ¿Qué hemos hecho del sexo, la naturaleza o la vida?» Y sentí vergüenza de mí mismo, señora. ¡Yo, Roberto Lupino, el mago de lo imposible, excitado como una mona al despojar al mini-fetiche de su
calzoni
! ¡Roberto Lupino, un subproducto de la cultura del adorno, robando en la casa de Hoffmann, entre autómatas de chocolate y peces prostituidos! ¿Y cómo llamarán a la ninfa del WC, sobre la que he perpetrado hoy mis necesidades?
¿Watereida?
¡Oh, Roberto Lupino, cuánta vulgaridad!
Tres mujeres cercanas al escuchar su nombre se palparon la ropa en un gesto casi supersticioso, como oír tronar y santiguarse. Al verlas, Lupino recuperó su buen humor y me guiñó un ojo.
No me haga caso,
cara mia
. Soy un simple husmeador de ropa íntima, ya ve. Pero no se preocupe por mí: quiero cometer un escándalo o dos y me iré a casa. No estoy en mi sano juicio.
—Se le pasará —afirmé—. Dicen que entregarse al trabajo calma los nervios.
Y lo vi alejarse como un tiburón entre algas de trajes provocativos que gesticulaban a su paso para terminar comprobando, quizá con tristeza, que aún conservaban sus encajes.
Desde entonces hasta el grito nada notable sucedió.
Antes comparé las fiestas con la vida. Permítanme ahora otra comparación entre ambas, esta vez antitética: la vida comienza con un grito, las fiestas acaban con otro. Si no sucede nada tan tajante como un grito, no puede decirse que la fiesta termine. En esto, fuego y fiesta se parecen. Piénsese en un incendio: si no es apagado, ¿cuándo finaliza? ¿En la última llama, en la chispa, en el rescoldo, en la ceniza humeante? Y si la fiesta no es interrumpida, ¿dónde se halla el punto de corte? ¿Al finalizar la música? ¿Al marcharse el último invitado y el último coche del aparcamiento? ¿Al comenzar a limpiar el salón ya vacío? Opino como Zenón de Elea: todo trayecto es infinito, si uno se pone a mirar con detenimiento. Es preciso siempre ser un poco basto para acabar con algo del todo: la finura pide infinitud.
(Y esto lo ha dicho la señora Lefó mirando el ascua de su cigarrillo, tan rojiza como su pelo. A Soledad, que no ha entendido ni una sola palabra de la sesuda meditación, no le cabe duda de que la señora no está acostumbrada a la vulgaridad. ¡Es tan parecida a todo lo que ella desearía ser!)
Disculpen la digresión. Siguiendo con mi historia, recuerdo que me hallaba escogiendo un
flammoyanet
de una bandeja cercana y preguntándome, en el ínterin, de qué estaría hecho un
flammoyanet
, cuando lo escuché, estridente, bestial. Ocioso es añadir que la fiesta concluyó en el acto y fue sustituida por una muchedumbre inquieta y culpable. Más sorpresa me causó ver salir del centro del tumulto, como de una jungla, a una figura ágil y enfurecida que se abalanzó sobre mí y me sujetó de los brazos.
—¿Dónde se ha ido? —me espetó—. ¿Dónde vive? ¿Cómo puedo encontrarlo?
Reconocí a la enigmática y hermosa pantera negra. No albergué ninguna duda sobre que ella era quien había gritado.
—Antes que nada, madame Karsova —dije con calma, zafándome de sus garras—, y solo por pura curiosidad, ¿puedo saber de quién me habla?
—El que roba bragas. —Sus grandes ojos rusos despedían fuego verde—. ¡Dicen que usted lo conoce! ¿Dónde vive?
Me salvó de ser torturada por aquella KGB de uno noventa de estatura nuestro anfitrión el embajador, con las medallas de su frac colgando como guirnaldas y sonando clinc, clinc, que se nos acercó respaldado por un grupo de sonrisas condescendientes.
—Madame Karsova, por favor, tranquilícese. La compensaremos con un centenar de prendas íntimas de su elección, no le dé tanta importancia a este banal incidente. Tenga en cuenta, madame, que es tradicional en las fiestas de las principales capitales europeas que el señor Lupino…
—¡Me da igual! —cortó la Karsova con aquella brutalidad magnífica, arrancando sin querer carcajadas dispersas—. ¡Exijo que me las devuelva!
—Los rusos no comprenden bien las costumbres occidentales —me susurró una anciana de pelo plateado.
—Por favor… —La Karsova, vuelta de nuevo hacia mí, había optado por la súplica—. ¡Solo usted puede ayudarme! Es muy importante, se lo ruego…
¿Quién iba a sospechar que aquella mujer desesperada tenía razón?
Y aquí, si me permiten, divido mi historia. Como ya dije, el caso de la desaparición de las bragas de Katharina Karsova constituyó un acontecimiento de primer orden, origen de cambios profundos en el mapa geopolítico, aunque sus consecuencias aún estén lejos de ser evaluadas en toda su magnitud. No obstante, prefiero dejar su glosa a los expertos en la materia. A mí me interesa mucho más contarles cómo acabó el asunto entre sus dos protagonistas, narración que, lejos de tener la misma importancia que el robo en sí, podría dar lugar a interesantes disquisiciones. Pero ustedes juzgarán.
Al día siguiente, atendiendo a los ruegos de la víctima, accedí a llevarla en mi descapotable rojo a la residencia que Lupino posee en la capital francesa. Impuse como única condición —que la preocupada dama aceptó de inmediato— desempeñar el papel de testigo presencial en todo lo que sucediera. Intuía que el gran ladrón iba a sorprenderme una vez más, y en verdad no me equivocaba.
Nos esperaba en la puerta de su mansión, envuelto en un batín de arabescos con solapas de terciopelo negro, e inclinó su regordete cuerpo en una reverencia.
—Señoras, qué gusto verlas de nuevo… Su presencia ilumina el humilde hogar de Roberto Lupino… ¿A qué debo el honor?
—Déjese de rodeos —cortó la Karsova—. Usted tiene algo que me pertenece.
—Todos tenemos algo que pertenece a otros, madame —replicó Lupino, ambiguo—. Lo que importa es saber hasta qué punto los otros quieren recuperarlo. Vengan por aquí, queridas señoras. —Señalaba un pasillo con gesto de
entertainer
.
Las casas de Lupino son como él: simpáticas y grises por fuera, trucadas y sorprendentes por dentro. Su decoración, sin embargo, no deja de ser sobria, y revela la preferencia de su dueño por la sencillez. Puede haber puertas secretas, pero son las de toda la vida, naturales y hasta familiares. La que nos mostró en esa ocasión se ocultaba tras el clásico falso lomo de libro en la estantería. El salón al que accedimos era el único pecado secreto que Lupino se permitía en materia de adornos. Allí, colgados de la pared como mariposas de alas extendidas sobre carteles dorados proclamando su género y origen, estaban sus trofeos de caza: centenares de bragas, no pocos sujetadores, medias, leotardos, una esquina solo para enaguas, hasta algunos corsés, todo sujeto con alfileres. El objeto que más recuerdo era una broma: un pañal sucio de bebé enmarcado en bambú que le habían regalado unos amigos chistosos.
—Como ustedes pueden ver —comentaba Lupino señalando las paredes, como un maestro de ceremonias—, las víctimas no suelen reclamarlas. Incluso he llegado a pensar, sin menosprecio de su sexo, que algunas agradecen la rapidez con que las pierden. Pero que usted, madame Karsova, toda una dama de la
high class
, bellísima y riquísima, si me permite los superlativos, se muestre tan preocupada por recuperar una prenda mínima, dicho sea de paso, bastante mínima… y ni siquiera excepcionalmente cara… hace que Roberto Lupino se pregunte cosas. ¡Muchas cosas! —Y se reía con aquella simpatía de delfín en delfinario, tan boba y tan preciosa.
—Son el recuerdo de una noche de amor —zanjó la rusa, que había sacado un talonario—. ¿Cuánto quiere por ellas?
—Creo, madame, que confunde usted la vida espartana de Roberto Lupino con la miseria. Guárdese su dinero, por favor. ¿Piensa acaso que no tengo corazón? ¿Supone que Roberto Lupino aceptaría un solo billete de sus lindas manos para devolverle el… cómo ha dicho… «el recuerdo de una noche de amor»? —Su diestra, no menos rápida que su lengua, había sacado en un visto y no visto un elástico de encaje negro, que sostenía con dos dedos—.
Ecco
, madame. Le devuelvo sus bragas. Lamento profundamente haberla escogido por puro azar para mi inocente diversión de la fiesta de ayer. Que usted la pase bien, querida. Pero… ¿Qué ocurre, señora? ¿No son esas sus bragas? ¿Me he confundido, quizá? —Lupino se encaraba, orondo, los pulgares pinzando las solapas de su batín. La Karsova, que le sacaba dos cuartas, parecía mucho más débil tras arrebatarle la prenda y palparla con nerviosismo: una especie de Blancanieves rusa en manos de un enano bigotudo—. ¿O quizá está buscando el aparatito diminuto que ocultaba en el elástico?
Ma, carissima mia
, ¡no me mire así! ¿Pretendía en serio engañar a Roberto Lupino con su ridícula «noche de amor»? ¡Roberto Lupino lo sabe todo! ¡Todo! —Y tras este maravilloso
coup de théâtre
, volvió a reír como un niño.
—Dígame de una vez cuánto quiere. —La rusa manoseaba, ahora a la vez, bragas y talonario—. ¡Le pagaré lo que quiera!
—
¡Bellamia cara
, ya le dije que no quiero su dinero! Me ofende con su insistencia, por no mencionar que se ofende a usted misma: ¿qué decir de una mujer que comercia con sus bragas? —Hierática, la dama se irguió amenazadora y dio media vuelta. Pero las palabras de mi amigo la detuvieron—. Y no se le ocurra pedir ayuda a sus esbirros. El aparatito se halla en un sobre guardado en cierto banco con la instrucción precisa de ser entregado en la embajada si algo me sucediese. Soy intocable, madame, pero tan molesto como las moscas de otoño.