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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Relato

Tetrammeron (11 page)

—Un año se marcha, otro viene, eminencia. Pero nuestros resultados son siempre positivos.

—No puede pedirse más, Jules.

He dicho que Boujard es amigo mío y no miento. Pero somos esa clase de amigos que solo comparten dos o tres tópicos de conversación y algunos momentos agradables. No creo que me divirtiera comer con él en un restaurante, pongamos, ya que siempre está hablando de negocios. Y por eso me alegré cuando añadió:

—Debe disculparme ahora. Tengo que ofrecer el resumen del año.

—Por supuesto.

—Distráigase. —Me guiñó un ojo antes de marcharse en compañía del hombre de esmoquin que oficiaba de secretario.

Los invitados habían empezado a congregarse en el centro del salón respetando cierta jerarquía: los mayores en las primeras filas, los más jóvenes detrás y a veces apoyados en las paredes. Mientras Boujard tomaba posesión del auditorio y sacaba unos papeles de la chaqueta, me deslicé por entre el grupo de retaguardia hacia las habitaciones interiores. Escuché su voz sedosa cuando abandonaba el salón.

—Queridos amigos: primero leeré los beneficios totales, que, para nuestra satisfacción, superan con creces los del año precedente. —Hubo aplausos—. Luego desglosaré los balances a nivel particular. Como veréis, existen algunas pérdidas, compensadas con resultados muy positivos…

Sorprendía la claridad mental de Boujard, después de tanto trasiego de alcohol, pero no me quedé a escuchar la pirueta de cifras. El dédalo de habitaciones por el que me introduje hizo que incluso la voz de Boujard se atenuara hasta casi desaparecer en un murmullo interrumpido por vítores y risas. Casi todos los cuartos estaban a oscuras, y los que no, solo se iluminaban con lámparas de pantalla. Algún chico o chica rezagado, que también iba de cuarto en cuarto, me miraba con cierta temerosa curiosidad al cruzarnos, para luego apartarse de mi camino. Un joven, sin embargo, permanecía sentado en una silla de una habitación al fondo del todo y no hizo ademán de levantarse al entrar yo. Vestía con simpleza: camisa blanca y pantalones negros. Le calculé no más de veinte años. Supe de inmediato qué estaba haciendo allí.

—Perdone si le molesto —le dije—. ¿Desea un poco de champán?

Negó con la cabeza, que se sostenía con ambas manos, apoyando los codos en las piernas.

—Querido mío —añadí tras una pausa—, le aseguro que todo acabará más pronto de lo que cree. Debe ser fuerte.

Me miró, pero siguió como desconectado. Su encogimiento de hombros tuvo aires de perro sacudiéndose la pelambre. La habitación poseía ventanales formados por pequeños cristales enmarcados, todo pintado de un blanco sucio.

—No debería quedarse aquí solo —insistí—. Es usted muy joven, muy joven, muy joven. Necesita compañía. Habla mi idioma, supongo. —Un leve asentimiento—. Estupendo. Soy el obispo de Godorna. Disculpe mi duda sobre el idioma, querido mío, pero al principio me pareció que podía ser usted del Este. El rostro, con esos pómulos. .. Espero no ofenderlo, pero no creí que hablase…

—Habla —remachó alguien a mi espalda—. Se llama Xavier. Es mi hijo.

El hombre al que me enfrenté me resultaba conocido: anchos hombros, cabello ralo y ya canoso, rostro alargado y decidido. Todo esto me lo resumió él en un nombre.

—Samuel Rodier.

—Oh, señor Rodier… Soy el obispo de Godorna.

—Sí, lo sé, hemos coincidido en otras fiestas. Un placer verle de nuevo, señor. Me gustaría charlar con Xavier. ¿Le importa?

—No faltaba más.

Sonreí, pero no hice amago de irme. Soy un cotilla irremediable y no pensaba renunciar a mi posición de ventaja tras haber llegado hasta allí después de recorrer toda la casa. Además, los aplausos me hacían saber que el discurso de Boujard proseguía.

Padre e hijo entablaron un diálogo de monosílabos que a ninguno parecía complacer. Había algo debajo, a una profundidad que podría dar vértigo mirar, que se manifestaba en la forma en que el padre acariciaba las guedejas rubias del hijo y este agachaba la cabeza. Luego el primero se inclinó para besarlo y se alejó. Desandamos juntos, Rodier y yo, el camino por la interminable sucesión de habitaciones, al principio en silencio. Entonces Rodier se volvió hacia mí.

—¿Quería algo de mí, eminencia? —En su tono, una apenas controlada ferocidad.

—Lléveselo de aquí, Samuel —dije—. Llévese a Xavier.

Se detuvo y me pareció que se contemplaba la mano con que lo había acariciado.

—Usted lo ve condenadamente fácil.

—Yo no habría podido definirlo mejor —admití—. Condenadamente fácil, eso es. Lléveselo de aquí ahora mismo y márchese usted también. Nadie se lo impedirá.

Tras aquella corriente subterránea que por un instante había percibido como una gran marea en el diálogo entre el joven y Rodier, este último parecía apaciguado. Era como si el hecho de alejarse de su hijo lo devolviera a la vida normal.

—Cierto —dijo—. Pero supongo que las decisiones solo se toman una vez. El chaval tiene una madre que ya no vive con nosotros, aunque se alegraría sobremanera de que regresáramos a casa, y una hermana más joven que se nos echaría al cuello de felicidad, en la misma situación. Sin embargo, todos me comprenden y todos lo aceptan.

—Todos quieren lo mismo —resumí—. Incluyendo su hijo. Es lo que todos quieren.

—Ha dado en el clavo otra vez, padre.

Rodier tenía los ojos enrojecidos, pero ahora que nos acercábamos al salón parecía deberse a un fenómeno oftálmico más que a otra cosa. La cantinela de Jules Boujard volvía a ser inteligible, o por lo menos todo lo inteligible que el sonido permitía.

—Un total de setenta y dos por ciento, que puede dividirse en…

—Nuestra empresa crece —me comentó Rodier por lo bajo, satisfecho—. Y usted, en cambio, me propone dejarlo todo.

—Solo ejerzo de abogado del diablo de mí mismo para demostrarme una cosa.

—El qué.

—Que no lo dejará.

Mi respuesta lo hizo callar, como si se tratase también de un discurso.

En ese instante una repentina corriente de aire me informó de que la calefacción se había apagado. El corro de público se removió, y Boujard respondió a la inquietud general doblando los papeles y apresurándose a concluir.

—Eso es todo. —Una salva uniforme y breve de aplausos. Luego silencio.

La luz brusca al fondo, en el vestíbulo, y la relativa penumbra del resto de la sala provocaron que la figura que en ese momento hizo su aparición fuese únicamente una sombra: sombrero hongo, largo abrigo. La sombra real, curiosamente más nítida, se extendió por el suelo como una larga alfombra desenrollada. Se oyeron murmullos. Descifré los más próximos:

—Ah, el señor Astan.

—El señor Astan.

—Buenas noches, amigos —dijo una voz. Por si quedaban dudas, avanzó algunos pasos hasta que pudimos verle la cara. Seguía igual que siempre: el agradable rostro de piel cetrina, la barba elegantemente partida—. De nuevo todos juntos —añadió, solemne.

Si ninguno de los detalles previos me hubiese probado la importancia de la visita, esta habría quedado clara tan solo por la expectación: nadie aplaudía, todos hinchaban el pecho o se ponían de puntillas para mirar. En vez de llegar a la fiesta, el señor Astan parecía haber cogido a la fiesta desprevenida.

Tomó su abrigo y sombrero la dama que lo acompañaba, de pelo y vestido negros como colinas en la noche y rostro como una Salomé de Aubrey Beardsley. Un pasillo de invitados se hendía ante ellos, y al fondo aguardaba Jules Boujard, respetuoso.

—Hola, Jules.

—Señor Astan.

—Hola, Ricard. Hola, Louis. Hola, Bernard. Qué tal, Roger. —Alargaba ceremoniosamente el brazo el señor Astan, la palma hacia abajo, para estrechar la mano con rapidez. Al llegar hasta mí, ambos nos inclinamos—. Eminencia, otra vez con nosotros. Tendré que pensar que la última le gustó. —Reí al apretar sin fuerza su mano de escultura blanda—. Ah, Samuel, ¿verdad?

Había posado los ojos en Rodier, que, inclinado y tembloroso, no parecía ser capaz de enderezar ni su tronco ni su lenguaje. Solo entendí que dijo: «Honor».

—Conocía a Samuel, ¿verdad, señor Astan? —se apresuró a inmiscuirse Boujard.

—Por supuesto, el hijo de Robert Rodier —encerró su mano en la de Samuel y la agitó a un ritmo preciso, provocando que las canas en el cogote de este oscilaran—. La misma frente, los mismos ojos. Has salido a tu padre, Samuel. Sé que eres un excelente director de relaciones públicas en nuestra sede de Lyon. Me han llegado noticias de tus éxitos. Tu padre fue también un gran empleado, has de saberlo. En su época se apostaba más por la prudencia, pero él no dudó en arriesgar cuando lo veía necesario. Una lección que no debemos olvidar nunca.

—Samuel es digno sucesor de Robert, señor Astan —terció Boujard.

—Si no le falta ambición, llegará más lejos —resumió el señor Astan.

Rodier no acertaba a replicar, pero movió la mano libre en un gesto raro, como si quisiera abrazar y a la vez apartar de sí al señor Astan.

—Necesita un pequeño empujón —añadió Boujard—. Para eso ha venido hoy.

—Por supuesto. No hay grandes hombres sin grandes oportunidades.

Diciendo esto, el señor Astan pasó a saludar al siguiente invitado. Rodier continuó un instante más en la misma postura, con la expresión de un comulgante a quien la sagrada forma se le resbala de la boca en el momento de la comunión.

—Creo que le sentará bien algo de champán, Samuel —dije y lo llevé hasta las mesas, donde seguían ordenando bocadillos y canapés.

Rodier vació la primera copa de un trago, y estaba sirviéndole la segunda cuando alguien —sin duda el tipo que ejercía de secretario— golpeó con una cucharilla de plata un cristal. Algunas mujeres se atusaron el pelo como si lo que fuera a producirse a continuación tuviera que ver con su aspecto. Pero lo único que ocurrió fue que la voz melodiosa de barítono del señor Astan llenó todo el salón.

—Señoras y señores. Desde la posición que me otorga ser presidente de esta empresa, tendré que decirlo: hoy nos movemos por buenas aguas.

El contento general no se tradujo apenas en sonidos, para dejarlo proseguir.

—Hace un momento he saludado a alguien cuyo padre conocí, y admiré. —En este punto, Jules Boujard, que se nos había plantado cerca, volvió la cabeza y agitó el pulgar hacia arriba en dirección a Rodier—. En los tiempos de su padre, éramos una opción más en la arquitectura del mundo. Ahora somos la
única
posible. La sociedad se ha quedado sin alternativas, y eso difumina los colores del conjunto. Ya no somos lo opuesto, somos lo que hay. Lo cual condiciona nuestra elección, la de todos y cada uno, porque ahora, si optamos por el rechazo, nos colocamos en solitario en el extremo. Más allá de nosotros, no hay nada… Si no estás conmigo, estás contra mí. —Murmullos de aprobación que la voz extinguió enseguida—. Hoy somos libres para vender, libres para comerciar sin límites, libres para convertirlo todo en beneficios. ¿Cuál es la ley? Solo una: no vamos a perder. Vamos a ganar. Tenemos que ganar.

Rodier me abandonó un instante para unirse a Boujard y seguir escuchando, y probablemente ver mejor. Desde donde yo estaba solo distinguía espaldas, desnudas o vestidas. Nadie se movía. Me pregunté, de pasada, si la dama que acompañaba al señor Astan seguiría junto a él o no.

—Estamos viviendo, pues, una nueva época en nuestra empresa. Es el momento propicio para ofrecer una imagen fresca y transmitir confianza al mundo. Solo existe un obstáculo, solo uno, pero importante: nosotros mismos. Debemos vencernos, amigos míos. Toda la historia del hombre puede resumirse diciendo que es la historia de un combate. Nosotros contra nosotros. Un combate doloroso, pero decisivo. La pregunta es: ¿cuánto estamos dispuestos a dejar por el camino? ¿Cuánto queremos sacrificar?

La temperatura seguía gélida. Me estremecí con un vulgar escalofrío.

—Si yo les dijera: «Déjenlo todo y síganme», ¿qué me responderían? —Risas aisladas, toses—. ¡Ah, tendrían derecho a quejarse, sin duda! Pero ¿hay otro camino? Hay que sufrir, llorar, hacer sufrir, hacer llorar. Dejarlo todo. Entregarlo todo.

—Tiene razón —me susurró Rodier regresando a mi lado con lágrimas en los ojos, y noté su aliento a borracho—. Joder, cuánta razón tiene.

El señor Astan proseguía sin apenas alzar la voz.

—Dejarlo todo. Entregarlo todo. Ustedes se preguntarán: «¿Eso funciona?» Y tienen derecho a preguntárselo. Pero déjenme que les cuente algo. Es una historia que me ha venido a la cabeza al llegar hoy aquí, cuando saludé al señor obispo de Godorna, que nos honra con su presencia… —Algunas caras (pocas) me buscaron. Yo jugueteé impasible con el crucifijo que colgaba de mi pecho, cuya figurita sonreía—. Recordé, entonces, a un sacerdote al que conocí hace años, que deseaba que le presentase al señor Obispo, porque quería formar parte de las reuniones del Tetrammeron…

(Soledad se pregunta qué significa ese nombre raro. Pero el Obispo prosigue, dándole voz al señor Astan.)

—Me contó una historia, amigos míos, que recupero ahora ante ustedes para ilustrar nuestro problema fundamental y, con suerte, adelantarles una posible solución. Se titula «El nimbo». Confío en que la disfruten tanto como yo hice cuando la escuché…

Y el señor Astan comenzó.

EL NIMBO

Veo oscuridad a través de la mirilla. Huelo a crema hidratante de mango.

—Treinta minutos, padre —me dice el policía abriendo la celda—. Y repito: tenga cuidado con ella.

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