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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Relato

Tetrammeron (13 page)

Me callo porque la veo abrir la boca y los ojos mientras me escucha.

—Bueno, es interesante eso que dice —concluye.

—Gracias.

Tras otra pausa, baja las piernas del diván y carraspea.

—¿Ha visto el jardín de la parte posterior? Tenemos muchas flores. Y los setos están muy bien cortados.

—Ah, estupendo.

—Aquí el gran problema es el agua. Llueve poco. —Desvía la vista hacia las aberturas entre columnas. Por los gestos deduzco que está preocupada con su larguísimo cabello, lo echa hacia atrás, lo alisa, se lo coloca tras las orejas—. Habría que organizar un buen sistema de riego. O sea, autónomo. Ni una sola nube, ya ve. Todos los días así.

Ambos contemplamos el cielo del que poco a poco se evade la luz sin que sepamos cómo, casi de incógnito. Cuando vuelvo a mirarla, ha alzado una rodilla y se la sujeta con ambas manos.

De pronto me siento desconcertado. No puedo explicar qué me sucede. Me asalta la sensación de que me está engañando. Finge, y lo hace muy bien. Nos quedamos un rato observándonos entre parpadeos.

—Me gusta que haya venido —dice al fin.

A mí se me había ocurrido otra frase para quebrar la terrible pausa, de modo que la suelto casi a la vez.

—Y, dígame, el poder de Xara… ¿Qué es?

—¿El poder de Xara?

—Esa aureola mística de color rojo…

—Oh, es algo que le sucede de vez en cuando. —Se mordisquea una uña—. No hemos estudiado aún el… el fenómeno.

—Pensé al principio en una especie de nimbo de santidad, como el de los apóstoles en los cuadros clásicos —aventuro.

—Sí, sí… ¿Por qué no? Esa es una buena explicación.

De improviso se desliza desde el diván abajo, y el gesto me sobresalta. Pero lo que hace es sentarse en el suelo mientras tamborilea con los dedos sobre la alfombra. Caigo en la cuenta de que está siguiendo el ritmo de la samba. Y ahora me parece que eso es lo que ha estado haciendo desde que empezamos a hablar.

—¿Le gustó lo que hizo Xara? —pregunta entonces, como avergonzada de no prestarme atención.

—¡Fue tan extraordinario! —Me animo—. Algo así como un milagro. Una luz en su cabeza que calcinó a cinco hombres y de repente la trasladó aquí. Pero ella no parecía darle importancia. Ni siquiera recordaba si le había sucedido antes. En teoría, es lógico. Quiero decir, Mal y Bien, antagonistas. —Moví las manos, cada una representando una de las fuerzas—. El Bien tiene santos y milagros. ¿Por qué no el Mal? Lógico.

Ella asiente con la cabeza y reprime un bostezo. Estira los brazos. Se pasa la mano por la cara. Luego la veo quitarse la parte de arriba del traje de baño. Tiene unos senos pequeños de areolas grandes y oscuras.

—Qué calor —dice—. ¿No tiene calor?

—Un poco.

La samba nos llega, impetuosa, y se adueña de los silencios. Desde el suelo, ella mueve el torso, los brazos en alto. Luego me mira y sonríe. Pero algo debe advertir en mi expresión que la hace dejarlo todo, levantarse y volver a ocupar el diván. Se dedica otra vez al pelo, pero en esta ocasión parece seria, incluso molesta.

—Bueno, está usted en su casa, padre. Cualquier cosa que necesite, pídala.

—Seriedad.

—¿Qué?

—Me ha dicho que pida cualquier cosa que necesite. —Yo empiezo a irritarme también. Me tiembla el labio superior—. Necesito seriedad. Espero seriedad.

—¿Seriedad? —repite.

—Sí, seriedad. Por el bien… Es decir, no por el
bien
de nadie. —Me corrijo—. Estoy acostumbrado a pensar que Él no existe, y que si existe, no es
serio
. Estoy acostumbrado a considerar que mi propia vida
no es
seria. Cuando perdí la fe, quise matarme. Solo me lo impidió el deseo de conocer al otro bando. Leí a Nietzsche, a Lautréamont, a Sade. Estudié la ideología nazi y el estalinismo. ¡Me convencí de que, en este mundo, si hay algo serio, es
usted
! Y aquí estoy. Este es el final de mi búsqueda. No quiere explicarme nada, de acuerdo. No quiere ejercer sobre mí su absoluto, casi omnímodo poder, de acuerdo. ¡Pero, al menos, deme seriedad! ¡Hágame ver que todo esto es una farsa y que detrás está usted, acechando mi alma inmortal!

Quedo jadeante, sudoroso, sin saber muy bien qué más decir. Al principio ella frunce el ceño, pero hacia la mitad de mi intervención alisa la frente y baja los ojos.

—Lo siento —dice—. Quizá ha sido un error de Xara. Falsas expectativas. Hablaré con ella.

Lo último tengo que imaginarlo, porque apenas la escucho. La samba nos ensordece con su caos de anaconda drogada. Alguien ha traído unos enormes bailes hasta las columnas, y ahora algunas de las chicas han empezado a bailar en el salón: quizá eso es lo que hacen al caer la noche. No veo a Xara entre ellas. Cuando miro otra vez hacia delante, compruebo que mi interlocutora se ha olvidado de mí y se ha puesto a bailar con sus «seguidoras». Pa-pa-ra-pá. Pa-pa-ra-pá. Todas siguen el ritmo con la cintura, se vuelven más bellas al moverse.

Yo me quedo allí sentado. Aún sostengo la Biblia y el crucifijo, pero los miro sin interés. Oigo risas, huelo fragancias de gel y cremas. Pienso en el protector solar Sunpro. Pero al alzar de nuevo los ojos veo al niño desnudo con los clavos hundidos en las cuencas sobre unas ojeras de coágulos de sangre. Al bailar, los clavos se le mueven como antenas de insecto.

No es el niño, claro. Es el sangriento atardecer que se divisa a través de las columnas, tan rojo como el nimbo de Xara.

«Me gustaría saber», pienso. Sigo asustado, horriblemente asustado. Ignoro a quién rogar ahora, en quién creer, y eso me aterra. Tanto miedo siento, que al levantarme y ver a Xara bailando de espaldas a mí y mostrando las pequeñas nalgas, no puedo evitar seguir el ritmo. Tengo sesenta y dos años y soy un sacerdote bajito y flaco que padece de piedras en el riñón. Hace milenios que no bailo. Pero en cuanto empiezo, ya no puedo parar: dejo Biblia y crucifijo en el asiento y comienzo a menearme torpemente apoyando un pie, luego el otro.

Xara hace algo entonces: pretende descalzarse, quizá como preámbulo para quitarse toda la ropa de manera insinuante. Pero se desprende del zapato izquierdo demasiado rápido y se demora en repetir el gesto con el derecho, así que, debido a la diferencia de altura entre un pie y otro, pasa algún tiempo cojeando absurdamente, y toda la sensualidad que podría ofrecer la maniobra se esfuma por completo.

Pienso: «Es tonta. Ella, sus apóstoles, todas. Tontas del culo. Pero… ¡qué bien se lo pasan!»

Y me uno a ellas entre gritos y risas, y sigo bailando.

LA BODA DE LA SEÑORA BOJ

(C
ONTINUACIÓN)

—…y sigo bailando.

Pausa al finalizar la historia. Nadie aplaudió, nadie dijo nada.

Algunas cabezas se movieron en ese silencio. Me abrí paso entre el público para saber lo que estaban viendo.

—Queridos amigos —prosiguió el señor Astan—, ya sabíamos que nuestro negocio es un trueque. Pero, como bien ilustra la historia que acabo de contarles, hemos descubierto que también es un juego…

Se trataba de la dama de pelo negro que había venido con el señor Astan: el pequeño revuelo que había suscitado se debía a que llevaba medias de rejilla con ligas de lazo hasta medio muslo. Es decir, a que no llevaba otra cosa. Se apoyaba de espaldas a la puerta que daba a las habitaciones interiores, un pie en el marco, el codo en el picaporte. Me quedé mirándola mientras el señor Astan peroraba.

—… como una especie de casino sin trampas. Si lo arriesgamos todo, justo es recibirlo todo si ganamos. Imaginen apostar
todo
lo que tenemos: no solo nuestra casa, nuestro coche, nuestra familia o nuestra vida.
Todo
. ¿Qué queremos a cambio? Si la apuesta somos nosotros mismos, ¿qué esperamos ganar?

Lamenté haberme perdido el
striptease
. Tenía la cara vuelta hacia el público, me pareció que hacia mí, pero sospeché que cada uno de los invitados estaría adjudicándose en aquel momento el mismo privilegio.

—Yo les diré qué. —El señor Astan alzó el dedo y apuntó a los espectadores más próximos—. El misterio de nosotros mismos. Eso es lo que hay sobre la mesa cuando lo apostamos todo. Al daros por completo, os obtenéis por completo en la ganancia. Y completos quiere decir: con todas las dimensiones. Insondables, abismales. El misterio de lo que somos solo se obtiene cuando dejamos atrás
todo lo que somos
.

(«¿Me habla a mí?», se pregunta Soledad, porque el Obispo ha dicho esto último mirándola fijamente.)

El señor Astan había acabado, lo supe por el gesto que hizo hacia su dama.

Como un planeta, así giró aquel cuerpo en medias de rejilla, sin hacer ruido. Lo último que vi antes de que desapareciera pasillo abajo: sus carnosos glúteos oscilando. No tardó en regresar trayendo al chico de la mano. Xavier, recordé que se llamaba. Vestía aún la camisa blanca y los pantalones negros. Nos miraba parpadeando, y me pregunté si buscaba a su padre. Le hubiese resultado difícil dar con él: Rodier se hallaba mucho más atrás, junto a las mesas donde los camareros acababan de ordenar canapés y cubiertos, y ni siquiera contemplaba la escena. Lo vi arquearse para apurar otra copa.

Cuatro voluntarios entre el público sujetaron al chico sobre una mesa larga, boca arriba. El señor Astan se acercó de espaldas a nosotros, manos en alto. Mientras se oían los primeros gemidos y comenzaban los forcejeos, una dama se inclinó para susurrarme:

—A mí todo esto me emociona, señor Obispo. Me hace recordar.

—¿Y qué es lo que recuerda, señora Boj? —inquirí también en voz baja.

Yo conocía a la señora Boj de años anteriores. Era una mujer de pelo rizado y blanco, piel bronceada, nariz ganchuda y mentón diminuto. En aquella ocasión llevaba una gargantilla de perlas y vestido blanco.

—Mi boda, señor Obispo. ¿Puede creerlo? Mi boda. Hace tantos años.

—No serán tantos, señora Boj.

—No me regale el oído, eminencia. —Soltó una risita—. ¡Cuánto esperé, sentada en aquel banco, a que acabaran de maquillarme! ¿Puede creerlo? ¡De maquillarme! Dios mío, qué nerviosa estaba. No paraban de decirme cosas: que me recogiera el pelo, que me lo dejara suelto… ¿Me pondría el broche que había traído de Perú semanas antes? ¿O quizá ese otro de El Cairo?

El señor Astan se hallaba tan inclinado que no podíamos verle la cabeza: solo su camisa (se había quitado la chaqueta) y los montículos de los omoplatos moviéndose. Los gruñidos de bestia salvaje se unían a los berridos, y estos a los chillidos, momento en el cual uno de los que sujetaban al chico usó su propia corbata para amordazarlo.

—A mí lo único que me gustaba de mi indumentaria eran los zapatos —decía por lo bajinis la señora Boj—, con una banda así en el empeine, de tacón de aguja, plateados…

—Tenían que ser preciosos.

—Sí, sí que lo eran. De Hermès. Hacían juego con el color de la iglesia, que era gris… un gris metálico, igual que el altar. Me acuerdo de esos zapatos… Ya no sé dónde los tengo. Y del cordero. Del cordero del banquete. Abierto así, en canal. Y de la mancha que… La mancha que…

Ni la mordaza impedía ahora los estridentes aullidos, así que la señora Boj no pudo continuar. Vi un pie sacudiéndose sin el zapato. Cuando el señor Astan se apartó al fin, tenía las manos empapadas y la boca rojiza. En la mesa, camisa y pantalones hechos trizas, las costillas goteantes, los intestinos formando un cúmulo de peluca barroca. Uno de los hombres cubrió con una servilleta el rostro del chico.

—Ya está, Samuel —dijo alguien en voz no tan baja como para no ser oído: reconocí a Jules Boujard—. Ya está —repitió como si dijera: «Ya ha pasado todo» y alzó el tono para exclamar—: ¡Enhorabuena!

—Enhorabuena, Samuel.

—Enhorabuena, Samuel.

Rompimos a aplaudir con emoción, debido al tiempo que habíamos estado reprimidos. Algunos giramos hacia Rodier, que seguía junto a la mesa de bebidas pero ya no sostenía ninguna copa y nos miraba como si se sorprendiera de ser vitoreado. ¿Director? ¿Gerente general? Me preguntaba cómo habría que llamarlo a partir de ahora. Se impuso entonces el golpecito de la cucharilla de plata contra el cristal, y todos comenzamos a quitarnos la ropa. La señora Boj, a mi lado, se desprendió un tirante del sujetador y luego el otro, revelando unas mamas planchadas por los años, de pezones caídos.

—La mancha de tarta en la solapa del frac de mi marido —me dijo—. ¿Por qué recuerdo tanto esa mancha, eminencia? Es justo lo que no puedo quitarme de la cabeza: esa mancha de crema en la solapa…

El peso de alguna que otra cartera hacía que las chaquetas cayeran al suelo con estrépito. Por lo demás, la actividad fue discreta. Todos estábamos ya desnudos cuando el secretario colocó el gran anuario de tapas negras sobre el facistol de ébano. En las mesas del bufet, la disposición de canapés y bocadillos permitía leer, en una hilera:

OFFERIMUS TIBI DOMINE

En la otra:

CALICEM VOLUPTATIS CARNIS

El aire olía a incienso y desodorantes sin alcohol. El señor Astan, que se había ausentado sin duda para lavarse, había regresado ya, impecable. Era el único que permanecía vestido, pero en ese instante la dama de largo y bituminoso pelo desabrochó su cinturón, sosteniendo los faldones de su chaqueta en alto. Los demás formamos una sola fila. El primero, claro está, fue Jules Boujard. Se arrodilló y besó. El segundo puesto se lo habían cedido a Samuel Rodier. El culo desnudo del señor Astan aguardaba. Rodier se tambaleó un poco al arrodillarse, debido a su ebriedad, pero los compañeros lo sujetaron. La fila avanzó. Tras el beso, el invitado se apartaba y cedía el puesto al siguiente.

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