—¿Qué dice? —pregunté en swahili a los más cercanos.
—
Miracle
—respondieron en inglés.
Todas las cabezas se volvieron entonces hacia el camino por el que habíamos venido. Un sonriente grupo de mujeres ngongo traía a la norteamericana de los brazos. La habían vestido con un
khanga
de los que se arrollan a la cintura y cubren las piernas. Sus pechos, apenas montículos en la lisura del torso, vibraban con los pasos, que eran comprensiblemente cojeantes, tras un día entero en la red. Pese a la suciedad que adocenaba su cabello y piel, seguía siendo tan pálida que la simetría del conjunto —a los lados muchachas de ébano cubiertas de velos de colores y ajorcas, en el centro la chica occidental con el
khanga
en la cintura— estaba pidiendo una buena foto para el
National Geographic
. Pero el detalle estético se me olvidó pronto, porque sus acompañantes la llevaban a la orilla con premura de desposadas en noche de bodas, cantando y riendo.
—¡Señorita Flesh! —la llamé al pasar, pero no dio muestras de oírme. Se dejaba conducir como en trance, los ojos grises buscando sus propios párpados, la lengua aflorando como una rosa en un búcaro.
La llegada del cortejo hizo retroceder a los ibis. A lo lejos, cormoranes conscientes del momento interrumpieron su pesca y se dedicaron a observar desde las rocas al saltarín del
tembo
y a la figurita yanqui, únicos humanos en el agua ahora que, cumplida su función, la femenina comitiva se había retirado. Él, goteante, las manos abiertas y los brazos en alto, como si se dispusiera a atacar a un caimán; ella, de espaldas al público, los omoplatos cuadriculados en rosa por las huellas de la red, el
khanga
combado por las pequeñas nalgas y las apenas curvas caderas.
—¿Y ahora? —pregunté al aire.
Y el aire me respondió eclipsando el sol tras una nube. Ah, qué momento, oiga. ¡Porque los ibis sagrados remontaron el vuelo entonces, un corro de picos curvos y cuerpos de marfil planeando sobre el hechicero y la señorita Flesh —puntos equidistantes en el interior de aquel círculo vivo—, y, por si esto fuera poco, una prole de cormoranes de moño negro enhebró otro círculo más pequeño, concéntrico al de los ibis!
Observaba yo el prodigio, repasando en vano mis enciclopedias mentales de la naturaleza para hallar alguna explicación, cuando de pronto el hechicero se inclinó y, al incorporarse, abrió una mano sobre los rizos rubios y derramó agua. Exactísima como un reloj de cuco celestial, la nube que ocultaba el sol abrió un párpado de algodón perfecto y un cuchillo de luz cayó desde el cénit clavándose con puntería sobrecogedora en la insignificante figurita de la joven, entre el canto unísono de pájaros y el golpeteo de pies ngongos, que se habían puesto a patear la arena.
—No puedo creerlo. ¿Vio usted
todo eso
de verdad?
—Y más aún, espere. Porque entonces las bandadas de cormoranes e ibis rompieron filas alejándose por caminos opuestos mientras que usted, un péndulo dorado en la vertical de reposo, donde se enterraba la luz del sol, dio media vuelta y nos enfrentó, haciendo que todos los ngongos se arrodillasen en silencio. Dicho sea de paso, también yo me arrodillé cuando la vi, porque, sin desmerecer lo que ahora contemplo, este mediodía estaba usted divina.
—No exagere. —Sonrió.
—No exagero: tan hermosa como una sacerdotisa de Cumas, o quizá como la verdadera ninfa Dictima. Era usted, porque seguía siendo niña y tímida, pero a la vez otra, más madura, subrayada por el rotulador del sol. Y entonces, erguida, encendida como estaba, las piernas separadas bajo el
khanga
, el agua por las rodillas, un reflejo exacto de usted misma invertido en la laguna, nos gritó esto en inglés: «¡Qué queréis de mí! ¡Basta ya! ¡No soy lo que pensáis! ¡No puedo ayudaros! ¡Es una responsabilidad muy grande! ¡Porque yo no soy
nadie
! ¡Nadie!» Eso dijo y salió del agua, caminando con pasos medidos entre el pueblo arrodillado, dejando atrás al hechicero ya callado. Momento que aprovecharon cuatro grandes cigüeñas Marabou de picos rosados como culitos de bebés para bajar en lentas espirales y posarse a sus pies, escoltándola por la arena mientras miraban a unos y otros con ojos como lentejuelas. El batir de sus alas la despeinó, pero usted no hizo amago de quitarse las guedejas de la frente.
—¡No lo recuerdo! —se quejó—. ¡No recuerdo nada!
—Porque no era usted quien estaba allí, sino aquello en que los ngongos pretenden encarnarla. Nada místico, sin embargo, sino mágico. Una magia tan antigua como el Turkana, sacralizada por los misioneros y la ingenuidad de un pueblo. Probablemente le dieron algún bebedizo después de bajarla de la red y la pusieron en trance, algo bastante común entre estos conocedores de hierbas y remedios.
—Es verdad que me encuentro mucho mejor —admitió.
Hablábamos sentados en la tierra, donde también se apoyaba un cabo de vela ardiendo, yo con mi traje de explorador caqui y el alzacuello naranja, Frances Flesh con el
khanga
atado como una toalla de baño burguesa alrededor del pecho, el pelo sucio y apelmazado pero aún dorado a la luz de la vela, y estigmas de barro en sus manos y el empeine de sus pies. La intermitente rueca de la selva zumbaba tejiendo la noche. La choza olía a paja seca y excrementos.
—Esta tarde soñé algo —dijo.
—¿Qué soñó?
—Me encontraba aquí mismo, en el poblado, pero no había nadie. El cielo era de color violeta. De repente escuchaba a alguien llorar. El llanto venía de una choza y era muy triste. Yo quería entrar, y ayudar a quien estuviese sufriendo tanto, pero era como si me diera miedo.
—¿Por qué?
—No lo sé. No me sentía mal, ni bien. Era como si supiera que no pertenecía a eso y debía pasar de largo. Pero si entraba en la choza, entonces sí pertenecería. Y sabía que, cuando perteneciera, me gustaría y podría sobrellevar el peso con gusto, pero seguía sintiendo miedo…
—¿El peso?
—¿Qué?
—Ha dicho que sobrellevaría «el peso con gusto».
—Eso tiene que ver con la segunda parte de mi sueño. Porque de repente yo era un pez y estaba en el agua junto a otros. Entonces venía uno enorme y me tragaba, pero yo no sufría porque seguía viviendo dentro de su cuerpo, y allí podía ser feliz, y sabía por qué: porque en el agua las cosas pesan menos. «Así podré llevar la carga», me decía.
Una polilla revoloteaba alrededor de la llama de la vela. La adolescente contemplaba hipnotizada su vuelo suicida.
—¿Qué cree que significa? —preguntó entonces.
—Señorita Flesh, este mundo es un misterio inefable. Nada sabemos de él, nada podemos saber. Nuestros pensamientos son los de los hombres, para quienes no están reservadas las respuestas, solo las preguntas. Somos desconocidos que despertamos un día entre desconocidos y, tras algún tiempo de confusión e indagaciones, volvemos a cerrar los ojos y reanudamos el sueño interrumpido. Usted, una linda y tierna niña de Minnesota, no lo sabía. Eso es todo lo que pasa.
Se frotó los desnudos brazos, como estremecida.
—¿Qué me va a ocurrir?
—No lo sé —dije con sinceridad—. Está prisionera en una red más fuerte que aquella en la que cayó: el mito, las creencias, la fe. Mire esa polilla. Es libre para marcharse, pero algo la hace rondar la llama una y otra vez hasta consumirse. Ayer, usted gritaba llamando a sus padres. Hoy, sería usted capaz de ser madre. Eso es un camino a seguir.
—No quiero ser esa polilla…
—La crisálida, señorita Flesh, no puede elegir; la mariposa, sí.
Me miró un instante y luego volvió a hechizarse con la lenta barbacoa del insecto. El gris de los ojos se le escondía en los párpados como un vaso de agua vaciándose.
—Estoy muerta de sueño. Creo que dormiré un poco.
—Hágalo, yo la despertaré.
Pero algo me despertó a mí antes, al amanecer. Un viento sin tregua empujaba pedazos de pueblo hacia el campo, paja, ramas pequeñas, grumos de arena roja, incluso pucheros de barro. Salí de la choza y seguí la dirección de todos los objetos. Así llegué a un claro con una estaca clavada en el centro, y sobre ella, la cabeza del hechicero.
Por obra y gracia del arte y el misterio me horrorizó más su pelo, del que colgaban vértebras de recién nacidos cascabeleando como sonajeros, que la herida reciente del cuello, de donde pendían las inútiles cañerías del aire y la digestión. Tenía los ojos cerrados pero su expresión era casi dulce, como preparada para un beso.
Nada le dije a mi amiguita de aquel hallazgo, cuyo significado todavía se me escapaba. También ella parecía haber perdido la cabeza, aunque de forma harto más sutil. Pasó el día conviviendo con los ngongos, hablándoles a los niños en un inglés que no entendían, sin que ello les impidiera escucharla embelesados, pintándoles vocales o un mapamundi en la arena. Al poco rato se incorporaron las madres, y al mediodía los hombres también la escuchaban. Uno de ellos, incluso, comenzó a tallarla en ébano, figura de la cual saldrían otras muchas. Yo, silencioso evangelista, me percataba de la asombrosa verdad: la estaban creando. La señorita Flesh, confiada en su creciente éxito, se permitía hablarles cada vez con mayor intimidad, ya no de números, palabras o países sino de la triste vida con su riguroso padre, sus deseos de liberarse, sus sueños. Ningún ngongo la entendía, pero todos
creían
en ella, porque esa es la base de la fe. El mecanismo ritual avanzaba imparable y ellos la creaban a su imagen y semejanza, próxima pero lejana. Al final del día, la fe que todos le depositaban era mayor que ella misma. ¿Qué se necesitaba para que la rueda siguiera girando? Lo adiviné enseguida: que la presencia se retirase para que la fe perdurara.
Decidí advertírselo a la noche siguiente, cuando un grupo de doce hombres enmascarados la llevaron fuera del poblado a compartir alimentos junto al Turkana, en un círculo de doce antorchas. Los seguí, y al acercarme distinguí las máscaras. Muy elaboradas, como toda la artesanía ngongo, imitaban criaturas. Los antropólogos habrían llenado libros con ellas: hiena, estornino, perdiz moteada, guepardo, búfalo, grulla, papión, elefante, cebra, gacela, flamenco rosado, impala. Se hallaban quietos y sentados en círculo, las piernas cruzadas, mientras la señorita Flesh, única comensal de cara descubierta, en
khanga
rojo, ocupaba su sitio entre ellos y hablaba por los codos.
—Bienvenido, señor Obispo. ¿Le apetece?
—Gracias pero no, señorita Flesh. Tengo que decirle algo en privado.
—Puede decirlo aquí mismo —se rió—. Estoy sola. Desde que nos sentamos, ninguno me habla, y estoy segura de que tampoco me oyen ahí, dentro de sus máscaras. Me han abandonado.
—Naturalmente. —Ella se quedó mirándome y agregué—: Es parte del ritual.
Empujó su plato de carne con el pie y se levantó, insegura y tímida.
—¿Qué ritual? Esta vez he venido porque he querido.
—Y tanto. ¿Recuerda lo que hablamos hace dos días en la choza? Usted ha aceptado su destino, eso también es el rito. Incluso se ha adornado el pelo con ramas, a modo de corona. El hechicero que la recibió aquí en el Turkana y derramó agua sobre usted fue decapitado al día siguiente. Él profetizó su advenimiento mientras se alimentaba de insectos, y el rito exigía su decapitación tras un baile. ¿Le suena? Mire a su alrededor: doce seres contemplándola en silencio mientras cenan. Está sucia de símbolos, amiga mía. Solo falta un detalle para que se convierta en el enigma sagrado que ellos desean.
—¿Cuál es? —me preguntó trémula.
—Morir.
Por un instante pareció como si la niña lloriqueante y colgada de la red amenazase con regresar. Pero luego la vi erguirse, y semejaba haber adquirido proporciones. Las llamas de las antorchas se reflejaban en una anatomía más fuerte.
—Así que, según usted, todo es un puto ritual —dijo.
Asentí.
—Se ha convertido en diosa, y ahora solo le queda subir a los putos cielos.
Nos habíamos apartado de las silenciosas máscaras, más allá de las antorchas. Hablábamos bajo una noche total, el lago Turkana tan negro y vibrante que no parecía sino un extraño fenómeno del espacio que convirtiese la luz en sonidos.
—Me da igual —dijo entonces—. Es como el sueño que le conté: he oído el llanto y quiero entrar en la choza. Deseo cambiar. Quiero ayudar. Son tan pobres y están tan desvalidos por el hambre y las enfermedades… Frances Flesh murió en la red. O mucho antes, en casa, con sus estúpidos padres y sus estúpidos amigos. Quiero ser otra.
—Desde luego, ha perdido por completo su apellido. —Sonreí observando su cuerpo huesudo y fuerte, la línea anoréxica de sus caderas.
—¿Qué ha venido a decirme exactamente?
—Supongo que he venido a decirle que puede huir ahora mismo, evitar este último trance. Conozco un camino seguro desde aquí a Alia Bay. A fin de cuentas, si es usted diosa, puede salvarse a sí misma.
Sonrió en la oscuridad.
—Aléjese de mí, señor Obispo. No me tiente más.
No volvió a hablar. Ni siquiera cuando vimos acercarse en medio de la noche al tropel de ngongos con antorchas y palos. O cuando cerraron un cáñamo sobre su tierno cuello y la llevaron entre salvajes tirones de regreso a la aldea mientras le mostraban fetiches cornudos y le gritaban y escupían. O cuando le arrancaron el
khanga
a golpes de varas e hicieron que sus gritos y los del poblado entero se convirtieran en uno solo y su sangre y su sudor brillaran por igual bajo la luz de los hachones. O cuando la arrastraron, ya agonizante, hacia una elevación del terreno y la dejaron sola mientras todos retrocedían y los cuatro guerreros con máscaras de leones surgían de la espesura y saltaban hacia ella con increíble agilidad.
No llevaban piedras preciosas en la boca, sino machetes brillantes bajo la luna.
Cuando la ordalía finalizó, los ngongos recogieron el cuerpo mutilado, cargándolo sobre parihuelas en procesión solemne encabezada por el jefe hasta las marismas del Turkana. Allí, al amanecer, fue enterrada Frances Flesh, en un rectángulo de barro seco que parecía aguardarla.
Durante tres noches consecutivas se celebraron sendos festines y se devoró la carne de tres cocodrilos enlodados. En cada una de aquellas veladas decliné amablemente la invitación a participar y me retiré a dormir pronto en mi choza.
Por fin, la mañana del cuarto día, llovió.