PARTÍCULAS
Esta es la conferencia más extraordinaria que he escuchado en mi vida.
La pronunció hace años Rodolfo Grenoble en un lugar que juré no revelar.
Éramos cientos de socios y mecenas, la tensión se palpaba en el ambiente. Sabíamos que iba a anunciar algo importante y corrían habladurías para todos los gustos. Pero nadie esperaba aquellas primeras palabras, aunque en el conjunto de todo lo que después dijo resultaron ser las menos sorprendentes:
—Debo comunicarles que mi padre ha fallecido y la Sociedad Grenoble se disolverá en cuanto acabe de hablar.
Permitió una pequeña pausa para los murmullos y el lógico pasmo. Él permanecía inalterable: su fino bigotito de actor, el pelo negro engominado, las elegantes entradas blancas en las sienes, el traje color acero. Eran los tiempos de las antiguas máquinas de diapositivas, y antes de continuar, hizo un gesto y las luces se apagaron; parte del escenario, que mostraba el símbolo de la Sociedad (un castillo en una floresta), quedó convertido en pantalla y una joven azafata cuyo vestuario tampoco puedo revelar, de largo pelo rojizo, se hizo cargo del proyector.
—Esta conferencia tiene como objeto dar a conocer las razones de ambos acontecimientos: la desaparición de mi padre y de la sociedad fundada por él, a la que todos ustedes pertenecen. Les pido que extraigan sus propias conclusiones. Mónica, por favor, la primera diapositiva.
Sobre un conspicuo mantel azul, letras romanas en dorado acuarela formando las palabras
GRENOBLE SOCIETY
.
—Me permitirán una pequeña introducción. Ya saben que la Sociedad Grenoble fue creada por mi padre con el fin de obtener fondos para actividades filantrópicas. Siguiente.
Cresta de gallo en forma de picos rojos de variable altura, menores a la derecha.
—Este gráfico ilustra la prosperidad y el rápido declive de nuestra corporación. Estamos en bancarrota, señores, y eso es algo que ustedes sospechaban. ¡Por favor, ruego silencio, déjenme continuar! No creo estar diciendo nada nuevo. Añadiré que la pésima situación que atraviesa la Sociedad es achacable a la errónea gestión de mi padre. Sé que esto es apenas creíble. ¿Acaso Gaston Grenoble no era un hombre perfecto, sabio, responsable? Bien, es hora de responder a esa pregunta. Siguiente.
Una frente despejada y, no en este orden, cejas pobladas, nariz córvida, sonrisa entre paréntesis, ojos como francotiradores agazapados al fondo de las órbitas.
—Gaston Grenoble, mi padre. Ahora puedo decirlo: todas las exageraciones eran ciertas. No solo era el hombre más rico del mundo: era el más rico de cualquier otro mundo, el más rico de cuantos ha habido y habrá jamás. Sus orígenes son bien conocidos: heredero de una fortuna modesta, logró incrementarla de manera exponencial con acertadas inversiones en bolsa. Siguiente.
Floración de lechugas apretujadas con rostros de Washington, Lincoln y Jackson en color verde dólar.
—Suele afirmarse que el dinero no lo compra todo, pero tal afirmación hace referencia a escalas humanas. A la escala de mi padre, ese «todo» era lo que implicaba la palabra. Llegó a hacerse tan rico, que empezó a degradarse y cometer errores, lo cual le habría llevado a perder su colosal fortuna de no darse la circunstancia de que ello era imposible. Su riqueza se alimentaba de sí misma, y pronto se hizo tan grande que su conocida frase acerca de poder recorrer el sistema solar caminando sobre una fila de billetes de veinte se quedó corta. En realidad, habría podido recorrer el universo conocido sobre un puente construido con su propio dinero. Un día, se preguntó si había un límite. Siguiente.
Fondo verde coral y letras amarillas sobre un hilo color rojo formando las palabras «
EL LÍMITE
».
—¿Existían cosas que
no
podía conseguir? Dándole vueltas en su despacho a ese tema, se sintió tan fatigado que quiso tomar una taza de té de hierbas indias, y no bien se disponía a llamar a la doncella cuando la puerta se abrió y entró esta con una taza humeante que depositó sobre la mesa. Era exactamente un té de hierbas indias. Tras un primer instante de asombro, mi padre llegó a esta conclusión: su poder era tal que ni siquiera necesitaba pedir, le bastaba solo con desear. Siguiente, Mónica.
Dibujo de aerógrafo: chica
pin-up
en traje de doncella tachada con una equis.
—Por supuesto, la doncella era innecesaria. Su fortuna acortaba el trámite entre deseo y satisfacción hasta que ambos constituían un solo y único acto. Los eslabones intermedios resultaron superfluos. Deseaba algo, y lo veía aparecer sin demora en el sitio elegido. Perfeccionando la técnica, obtuvo sucesivamente una corbata de colores jamás vistos en la Tierra, un coche deportivo de marca imaginaria, un barco a vapor totalmente informatizado y un reactor de tecnología extraterrestre, objetos todos que serán expuestos próximamente en un museo que llevará su nombre. Siguiente.
El mismo fondo verde coral y las palabras «
EL LÍMITE
» en diagonal perforando el hijo rojo.
—No había, pues, límites. El cosmológico dinero de mi padre era todopoderoso. Pero lo que podría parecer una gran felicidad fue el origen de una desdicha suprema. Piensen ustedes cuántas cosas inútiles, torpes u horribles podemos desear en un solo día. Cuántos deseos, por suerte insatisfechos, se nos filtran entre las rendijas de la voluntad. Esas espantosas audacias, esos «ojalá que» que tan tranquilos nos dejan en la cómoda seguridad de que nunca se cumplirán. El niño de nuestro interior, acostumbrado a no obtener, pide atrocidades. Imaginen la desesperación de mi padre cuando algunas de sus aberraciones se hicieron reales. Comprendió, por paradójico que pueda parecer, que la frustración humana no fue un castigo de Dios sino Su gran premio. Destruyó todos aquellos resultados, por supuesto, y aprendió la lección: necesitaba controlar sus propios deseos. Siguiente, por favor.
Gaston Grenoble, más preocupado que en la primera foto, los largos dedos de sus manos como espinas de una corona ciñendo la frente.
—Lo cual no era fácil. El hombre es un ser desiderativo. No querer desear o querer desear bajo control son, de hecho, dos deseos nuevos, de consecuencias imprevisibles y peligrosas. Pero es que hasta los «buenos» deseos eran difíciles.
»—¿Por qué no deseas, simplemente, que se acaben las guerras y las enfermedades, papá? —recuerdo haberle preguntado un día.
»—Porque todo es muy complejo, Rodolfo, hijo — decía con voz de borracho, producto de la acción de varias drogas que le ayudaban a no desear lo que no quería—. Antes de desear eso, deseé saber prudentemente qué pasaría si guerra o enfermedades se acabaran. En el acto apareció sobre mi escritorio un detallado informe de veinte mil páginas con el futuro de la humanidad exenta de tales lacras, y te aseguro que, a largo plazo, la consecuencia menos funesta te pondría los pelos de punta. El universo tiene sus leyes, Rodolfo: es imposible cambiar algo, por perjudicial que parezca, sin eliminar otras estructuras beneficiosas.
»—¡Pero podrías desear que tales consecuencias no se produjeran!
»—Y entonces tendría que saber qué consecuencias se derivarían de anular dichas consecuencias. Estoy prisionero del infinito. Me he convertido en algo semejante a Dios, no pienses que es presunción. Si quiero hacer algún bien a la humanidad, debo actuar como Él: en el anonimato, a través de terceros que tengan libre albedrío incluso para desobedecerme. Las cosas que desee no deben salirme como yo quiera, tienen que pensar por sí mismas y errar el camino muchas veces. El mundo de Dios es defectuoso, la perfección es un defecto humano —agregó, y creó la Sociedad Grenoble. Siguiente.
El dibujo de un castillo en una floresta o zarzal, imagen evocadora de otras muchas más confidenciales, más secretas.
—Ha llegado el momento, pues, de revelarles esto: el placer absoluto que, como miembros de la Sociedad, obtienen ustedes en los encuentros es debido a que así lo deseó mi padre; ustedes pagan por ese placer de ensueño, y el dinero se destina a labores de caridad. Pero la Sociedad Grenoble funciona mal, y ha acabado quebrando, porque fue creada con libertad para equivocarse y está dirigida por mentes falibles. A largo plazo, los resultados habrían sido positivos, pero se ha venido abajo antes de que esto suceda. Mi padre lo anticipó,
deseó
anticiparlo, y volvió a encerrarse en su despacho sumido en la desesperación, reanudando su búsqueda afanosa de algo que poder cambiar sin que ocurriese nada malo. La pregunta era: ¿qué puedo hacer por este mundo, cuyas consecuencias
solo
sean
buenas
, así como las consecuencias de las consecuencias, a corto, medio y largo plazo, por siempre jamás? Y al pensar una y otra vez en la palabra que lo atormentaba, «buenas», cayó en la cuenta de lo más simple, quizá lo más fácil, y también lo más profundo de todo. Siguiente.
Una ameba de tinta china extendida por el virginal papel blanco.
—¡Por supuesto! Había una sola mancha que ensuciaba lo que tocaba. Un error cuya existencia bien podía ser contingente, prescindible, innecesaria, y cuyos efectos, de ser reparado, no serían
peores
que su permanencia. Me refiero a la causa de todo mal. El
mal
en sí. Se preguntarán: ¿guerras y enfermedades no son malas? Pero, observen esto,
no
lo son
en sí
, de la misma forma en que tampoco es malo morir. Una guerra puede ser tan buena o mala como un beso: recuerden el de Judas. Nada es malo hasta que el
mal
lo corrompe. Mi padre no estaba reinventando a Rousseau, señores, tan solo descubrió que la humanidad y el universo son tejidos sanos invadidos por uno canceroso, y se propuso extirpar este último. Siguiente.
Blanco nieve, montaña alpina, fortaleza similar al símbolo de la Sociedad.
—El Último Deseo. Algunos de ustedes pensaban que se trataba solo de una fábula, una leyenda de la prensa sensacionalista que no duda en adjudicar un Xanadú a cada ciudadano Kane de este mundo. Pero era real, en la falda de los Alpes suizos. Extraño, misterioso. Incluso los que más creían en su existencia pensaban que era un sitio de placer. No obstante, por muchos sueños que contuviera para los que allí habitábamos, su propósito no era complacernos sino aislar el
mal
. ¡Imaginen la hazaña! Aislar el
verdadero
mal y eliminarlo. El Último Deseo era el quirófano ético de mi padre.
»—Papá, ¿por qué no desear que el mal deje de existir, sin más complicaciones, ya que sabes que los resultados van a ser beneficiosos? —inquirí, enfundado en mi anorak, mientras mis asombrados ojos admiraban el repentino nacimiento de aquellas piedras extrañas, aquel metal inimaginable, y todo lo que contenían, un Walhalla apareciendo así, imposible, en el más absurdo de los silencios alpinos.
»—Porque soy humano, a fin de cuentas, Rodolfo. Quiero
entender
por mis propios medios, no por mis deseos. Quiero estudiar el
mal
antes de eliminarlo.
»—¿Y no será peligroso?
»—La residencia que ves ha sido diseñada para no correr riesgos, hijo. Tú y yo a solas, realizando esta labor de dioses.
»Siguiente.
Jardín tan increíble que nadie tiene palabras para narrarlo y nadie puede soportar su visión sin llorar.
—Hablarles de los laboratorios, de las salas, de los mil detalles de la humana comodidad que nos rodeaban, sería producirles hartazgo. No pueden ustedes oler las fotos, ni tocarlas, ni escuchar sus múltiples sonidos, pero baste una imagen de nuestro jardín, creado con flores que no precisaban cuidados, alsines, claveles, cuclillos, nenúfares, hierbacentellas, ranúnculos, amapolas, velloritas, prímulas, nomeolvides, milenramas, orquídeas, llantenes, dulcamaras, nemorosas, jacintos, ulmarias, geranios, dotadas de personalidad y colores intensos, perfumadas con el aroma que a cada olfato agradaba más, un jardín que era todos los jardines reunidos en aquel primordial de nuestra infancia y espolvoreado de la añoranza del parque de nuestros recuerdos, para que se hagan una idea del deseo sin límites con que mi padre creó este recinto.
(Soledad siente un nudo en la garganta y ni siquiera puede ver el jardín.)
—Quería mostrarles esto para que ustedes comprendan que, a pesar de la tragedia que luego aconteció, los deseos humanos pueden llegar a ser hermosos. Siguiente.
Cabeza de hormiga roja soldado con treinta antenas o un enorme casco de motorista hidrocefálico, aunque la barbilla es de Gaston Grenoble.
—Pero mi padre no podía disfrutar de todo eso. Pasaba el tiempo en las dependencias superiores con este artilugio en la cabeza, el cual le permitía controlar los deseos inconscientes, si bien lo dejaba inerme y aburrido como un gato capado. Un ser todopoderoso e inútil, un verdadero Dios. Por otra parte, sus deseos ya no eran tan cruciales: había creado El Último Deseo con la maquinaria precisa para conseguir lo que deseaba en cuanto la pusiéramos en marcha. Y el día D a la hora H, el gran momento:
»—Comienza —dictó mi padre a través de los altavoces del piso superior.
»Presioné el botón con la letra griega alfa que iniciaba todo el proceso. Y observé, desde la protección de mi cristal unidireccional, el interior de la oscura cámara donde todo zumbaba y trepidaba, la jaula donde el
mal
se materializaría, quedando aislado para su estudio y posterior destrucción. La llamábamos El Paraíso. A mi padre nunca le faltó sentido del humor: allí, en efecto, tomaría forma la Serpiente, la Vieja Enemiga, en toda su pureza. Y mientras contemplaba aquella cámara vibrar lanzando destellos me preguntaba qué ocurriría si aparecía un ser cornudo con patas de cabra. ¿O acaso no daría ningún resultado y nada surgiría? Tal era el delirio de dudas que me atormentaba cuando advertí una especie de sombra entre la neblina que había empezado a cubrir el interior. ¡Las alarmas de El Paraíso aullaron anunciando una presencia semoviente! La idea del ser con cuernos ya no se me antojaba tan graciosa. Cerré los ojos temblando de terror, pero, extraña curiosidad humana, cuando sospeché que la visión iba a matarme como a la mujer de Lot, justo en ese instante, los abrí y contemplé lo que allí había, el origen de todos los males, la infinita perversión del universo. Siguiente.
Parte del público se cubre los ojos, pero la diapositiva es la foto de una adolescente en uniforme de colegio.
(«¡No puede ser!», piensa Soledad, mordiéndose el labio. «¿Qué es esto?»)