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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Relato

Tetrammeron (19 page)

—Los gritos nos llegaron desde los micros:

»—¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —Se trataba de la voz de una niña. El idioma era italiano. Pero no se ofusquen los italianos que me escuchan, por favor.

»—Analiza su maldad —ordenó mi padre desde el piso superior—. Recuerda que podría ser un disfraz. —Siguiente.

Proyecto de Da Vinci para dibujar a una adolescente con uniforme en trazos blancos sobre fondo oscuro.

—Contábamos con aparatos únicos creados por el deseo de mi padre, que registraban la presencia del Mal y lo teñían de color negro. En un primer momento no pude distinguir nada realmente malvado en aquella jovencísima y bella criatura. Entonces me fijé en la excepción. Ella seguía gritando y gateaba de un lado a otro por El Paraíso. Me apenó su terror y decidí hablarle.

»—Buenos días —dije por los altavoces, en italiano—. No se asuste, señorita, no corre ningún peligro. Mi nombre es Rodolfo Grenoble, luego le explicaré por qué la hemos traído aquí. Ahora, por favor, ¿sería tan amable de quitarse la pulsera que lleva en la muñeca izquierda? —Tuve que repetir la petición varias veces hasta que se calmó lo bastante como para responder.

»—No puedo… ¡La he llevado desde siempre, he crecido con ella!

»Mi frente se perló de sudor y la sequé cuidadosamente con un pañuelo que doblé en cuatro partes. Amplié la imagen de aquella pulsera. Siguiente.

Anillo tridimensional en el espacio negro formado de líneas blancas salvo en un sector que parece ausente.

—Expliqué a mi padre que no toda la pulsera contenía maldad. Un segmento, al parecer, era hueco, y en su interior… Me dio la razón, y, con un simple deseo, traspasó la pulsera desde la muñeca de la niña hasta una campana de cristal protector en mi laboratorio. Trabajé con brazos articulados y pinzas, como haría con un tubo de ensayo rebosante de virus mortales, y descubrí un compartimento secreto donde nuestros detectores indicaban. Allí, una suave ceniza, como un veneno de Borgia en una sortija. Extraje la mínima porción posible de aquel polvo y volví a hablar por el intercomunicador.

»—¡Papá, no todo contiene maldad! ¡Solo unos pocos gránulos de menos de una micra de espesor!

»—Críbalos y examínalos aparte.

»Eso hice. Fui de un lado a otro llevando muestras, pulsando aquí, centrifugando allí. Desconecté los altavoces de El Paraíso para que los ruegos de la niña no me perturbaran, y al cabo de media hora sonreí satisfecho. Siguiente.

Un sol negro en papel blanco, ojo de ónice de dios azteca.

—¡Tal como lo ven! Todos los gránulos aislados formando un corpúsculo en ampliación cinco por seis. Me apresuré a decírselo a mi padre.

»—Por fin. —Escuché su profundo suspiro de alivio—. Por fin, Rodolfo, ya lo tenemos. Una maldad sin rastro alguno de bien. El origen de todo el mal de la creación, quién iba a sospecharlo. Envíamela. A partir de ahora me encargo yo.

»Lo que más me alegraba era pensar que ya podía devolver a la niña a casa. Pero ¿por qué hacerlo antes de intentar calmarla y ofrecerle alguna explicación? Además, debíamos saber cómo había llegado aquella pulsera a su bonita muñeca. Supuse que necesitaría tiempo para ganarme su confianza, pero no había contado con los deseos de mi padre: cuando abrí la compuerta de El Paraíso, la niña parecía tranquila. Sonreía, se alisaba el largo pelo castaño. Muy joven. ¿Catorce? ¿Trece años? No más.

(«Doce», cree Soledad, y contempla la fina pulsera en su muñeca izquierda, única cosa, junto a las bragas y el sujetador, que ahora lleva encima. Había pertenecido a mamá. Papá se la regaló al morir su madre, y ella juró que nunca se la quitaría.)

—Santuzza era su nombre, como la protagonista de
Cavalleria
. Darle la mano, señores, era sentir todo un mundo de ternura, secretos femeninos, perfumes, lazos de raso. Se me ocurrió una idea y la conduje fuera del aséptico recinto hasta el jardín. Allí, la brisa de las flores le amplió la sonrisita. No daba crédito a sus ojos, y ambos nos pusimos a contemplar con arrobo la belleza: ella, el mundo; yo, a ella. ¡Tan ingenua y dulce como era! Me preguntó qué hacíamos en aquel lugar prodigioso, y mientras intentaba explicárselo anticipé que no lo entendería.

»—Pero… el mal lo lleva cada cual dentro —dijo—. El diablo es solo un símbolo.

»—Mi padre es muy sabio y no lo cree así —repuse—. Y dime, ¿quién te regaló esa pulsera? —Ella se inclinaba graciosamente sobre unos agavanzos y me miró por encima del hombro para responder.

»—Fue papá. —Me explicó que la tradición familiar dictaba que la llevaran las hijas mayores. Si una generación no tenía hijas, se esperaba a la siguiente. Ella la había heredado de su tía Sandra a los seis años de edad, cuando su brazo era lo bastante fino para recibirla y lo bastante grande como para mantenerla mientras crecía. Nunca se la había quitado, y aunque todos en su casa ignoraban su procedencia, sabían que era tan antigua como el vetusto clan familiar, los Arborazzi, oriundos de Sicilia—. Pero ¡qué jardín más hermoso, madre mía! —Me gritó, interrumpiendo la conversación para corretear por entre los dibujos de manga pastelera de las vulnerarias sobre las tartas de amapolas—. ¡Huele a la finca de tío Giulio de noche, cuando se abren los jazmines!

»Soy, damas y caballeros, un individuo serio, quizá demasiado. ¿Quién podía culparme de olvidar yo mismo, por un instante, mis graves responsabilidades y disfrutar con aquel ángel del edén que nos rodeaba? Puentes, arcos, bóvedas, pérgolas, estatuas, hasta libros y copas hechas de flores, en pedestales de setos adornando veredas con ansias de infinito, laberintos despojados de angustia. Todo tan hermoso. Pero Santuzza y su ingenuidad habían encendido esa hermosura haciéndola brillar. Lo que pensé que serían solo unos minutos se convirtieron en horas, y acabamos cenando bajo la temperatura ideal que mi padre había fabricado en aquel reducto alpino, entre manteles, servilletas, candelabros y minuciosos platos. El vino y la compañía desataron mi lengua tras años de rigidez. Ella, más hecha a la felicidad que yo, me escuchaba con calma.

»—Mi padre, Santuzza, consigue todo lo que quiere —le dije.

»—Se nota que eres hijo de ricos —comentó apartando los nenúfares de verduras diminutos que flotaban en nuestra riquísima sopa.

»—Te hablo en sentido literal. Todo lo que mi padre desea se hace realidad.

»—Pues tú no pareces muy feliz con eso.

»La miré un instante antes de responder.

»—Verás. Me has dicho que amas a tu familia, los Arborazzi, pese a la férrea educación que te han impuesto haciéndote ir a un colegio de monjas y observar las estrictas reglas de la religión… Yo también amo a mi padre, Santuzza. Soy muy feliz viviendo con él en este lugar, dedicado a una buena causa. Pero te confieso que a veces le tengo miedo. Su poder me abruma, parece mucho más grande que él mismo. Todos los días me despierto preguntándome qué deseará y cómo me afectará su deseo. Porque los deseos de mi padre no son los míos, pero siempre se cumplen.

»—¿Y qué deseas tú? —preguntó ella con inefable candidez.

»Callé, por supuesto. Imaginen qué hubiese respondido. Imaginen haberle dicho, mirándola a los ojos, que deseaba tener veinte años menos y que ella me amase. Que deseaba prolongar nuestra relación y hacerla más real, dentro de la irrealidad que nos rodeaba. Cambiar mi vida, le hubiese dicho. No haber nacido, o no haber sido hijo de quien era. Pero nada de eso dije, porque en parte no era verdad. Amaba la pureza de los deseos de mi padre, el universo platónico donde todo lo que existía era lo que una conciencia única había decidido que fuese: aquel jardín de ensueño, aquel liofilizado del Mal, la belleza, la inocencia… Mi interior, en cambio, no era tan puro. De modo que me limité a encogerme de hombros y mirar a Santuzza como lo miraba todo: como un anciano que recuerda tiempos mejores.

»¡Por eso mismo, cuán duro comprobar, amigos míos, que Platón, mi padre y yo estábamos mortalmente equivocados! Siguiente.

Cesta de huevos negros, asoman unos pocos blancos.

—Oí la llamada por los olímpicos altavoces y me disculpé ante Santuzza.

»—Lo que ves, Rodolfo —dijo mi padre desde el micrófono de su laboratorio en el piso superior— es la superficie de ese gránulo del Mal que aislaste. Como puedes comprobar, debidamente ampliado, no todo él es maligno.

»—Pues aísla de nuevo y analiza, papá —contesté irritado—. Debo regresar con Santuzza. Estábamos cenando y…

»—Rodolfo. —Me interrumpió—. Cálmate y déjame hablar. Ya lo hice. Procesé la materia resultante. —Y me enseñó esto.

»Siguiente, por favor.

Hormiguero de hormigas blancas con algunas negras dispersas.

—¡Era difícil de creer, pero allí estaba! ¡Casi todas las moléculas del corpúsculo del Mal eran buenas! Se hacía imperativo penetrar en el mundo atómico, y por supuesto, mi padre ya lo había hecho. Siguiente.

Cielo oscuro cubierto de lunas blancas, dos lunas negras en el centro.

»—Sé lo que estás pensando, hijo —escuché a mi padre por el auricular—. Esto se está pareciendo cada vez más a Sodoma y Gomorra, pero al revés. ¡Nos estamos quedando sin malos! Eso son protones y neutrones. Los del centro son los únicos que…

»—¿Y por qué no destruyes toda la jodida pulsera, papá? —Estallé—. ¡Ya tienes lo que querías: ese polvo es el Enemigo de la creación! ¡Desintégrala por completo y cerremos el quiosco, joder!

»—Qué lenguaje, Rodolfo —masculló, desaprobador—. Antes no eras así. A veces desearía…

»—¡No! ¡¡N
O, PAPÁ
!! —Grité y cerré el micro en un ataque de pánico. Mi corazón latió deprisa en el horrible silencio. Aguardé cualquier clase de mutación mordiéndome el labio: que me crecieran tentáculos, que me volviese mujer, que regresara a la infancia. Nada sucedió.

»—Cielos, Rodolfo —dijo cuando reanudé la comunicación—. Estuve a punto de…

»—Lo sé, papá, olvídalo. —Me sequé el sudor con mi pañuelo doblado en dos. Yo sabía que él no era culpable, solo su terrorífica riqueza—. Mejor, cambiemos de tema.

»—De acuerdo. En cuanto a lo que sugerías, comprende, hijo, que no puedo destruir nada bueno, por ínfimo que sea. Tengo la obligación de hallar la fuente original, en caso contrario, de nada habrá servido todo este esfuerzo.

»—Puedes hallarla simplemente deseándolo, papá.

»—Si hubiese
deseado
usar mis deseos, ya lo habría hecho, Rodolfo. Pero mi principal interés es entender. He construido las herramientas precisas, y si es necesario, partiré y abriré esas partículas y haré lo mismo con las partículas que encuentre debajo. Si soy Dios, debo ser tan meticuloso como Él.

»Quedamos en hablarnos al día siguiente, pero antes de volver con Santuzza permanecí un instante más en el laboratorio. Me encontraba solo y atemorizado. No creía en Dios sino en mi padre, así que fue a él a quien rogué mentalmente: “Deja de jugar a ser Dios, papá, y vámonos a casa, con Santuzza.” Por supuesto, me hizo tanto caso como el Dios de verdad. Santuzza me miró preocupada cuando regresé al jardín.

»—Discusiones familiares. —Le sonreí.

—Pero había perdido la alegría en algún punto y la velada decayó. Al fin, ella apoyó la cabecita en la mesa y se sumió en un sueño de cuento de hadas. La llevé al dormitorio de invitados y la dejé en la cama. Recostado en la mía, mientras las luces se apagaban una a una, me pareció ver sus pupilas en el fondo de mi copa de vino, como aquella antigua costumbre de brindar con joyas sumergidas en licor, y pensé que el mundo de mi padre no se diferenciaba mucho de la realidad: mis deseos no se cumplían en ninguno. Al beber, aun viendo aquellos lindos ojos, el vino me supo a lágrima. Y, tras un sueño tripartito, tres veces interrumpido por mi angustia, desperté de lleno en el nuevo día… ¡Jamás olvidaré ese nuevo día! Siguiente.

Bonita casa de paredes blancas, balcones amarillos, tejados grises.

—Lo primero que me sorprendió fue reconocer el sonido de copiosos pájaros desde la ventana. Mi padre los odiaba, aduciendo que no podía concentrarse con ellos. Me levanté, me vestí y recorrí un nuevo escenario. Repisas, chimeneas, butacas, veladores, escalinatas, lienzos con escenas de caza, relojes de péndulo, dobles puertas de cristal, suelo de maderas nobles… Ni rastro de los laboratorios, El Paraíso o El Último Deseo. En su lugar, aquella mansión ideal. Por eso mismo, sentí un horror ideal. Un hombre desconocido me aguardaba en el jardín perfectamente segado. Vestía traje a medida, chaleco y corbata con alfiler de diamante. A su alrededor, mesas y sillas blancas y un juego completo de desayuno en color plata. Leía un ejemplar del
Times
, pero lo dejó sobre la mesa al verme.

»—¡Ah, buenos días, Rodolfo, hijo! ¿Quieres desayunar? El café y las tostadas están excelentes. Te confieso que los huevos necesitan un punto de cocción, pero es que Susan todavía no tiene práctica.

»—¿Papá? —murmuré, reconociéndolo apenas—. ¿Qué has hecho?

»Era por lo menos veinte años más joven que el Gaston Grenoble que yo conocía. Más atlético, de color más saludable. Repeinado al estilo del siglo diecinueve inglés. Según recordé, era su época preferida. Me pregunté vagamente quién sería Susan.

»—Bah, no pongas esa cara. —Sonrió—. Solo he convertido unos cuantos acres alpinos en esta belleza. Falta les hacía. Y si quieres saber por qué, te diré que te hice caso: abandono la búsqueda del Mal. El mundo está bien como está, hay en él demasiados placeres para que nos quejemos: olor a madera, cinturas perfumadas, senos pequeños, braguitas estampadas de flores, cuerpos musculosos pero suaves, té de hierbas indias. Además, yo no soy Dios, solo el geniecillo de la lámpara. —Lanzó una risita mientras domaba con un gesto la espesa melena en que había convertido sus canas.

»—¿Quieres… explicarme? —Me desplomé sobre una de las ridículas sillas.

»—Claro que quiero. De hecho, lo estaba
deseando
: por eso despertaste. —Alargó la mano hacia unas cartulinas sobre la mesa que, en mi confusión, había tomado por bandejas. Eran fotos. Me las fue mostrando.

»Siguiente, Mónica.

Huellas de mosca blanca sobre pizarra con algunas huellas ausentes.

—No abandoné sin luchar, hijo. Esto es un quark maligno, ya sabes, la partícula dentro de cada partícula. Todo es bondad, salvo eso. Lo analicé.

»Siguiente.

Acerico de costurero a años-luz de la Tierra con colección dispersa de cabecitas de alfiler blancas y una tan negra como el universo.

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