—Un «subquark». Blanco salvo esa zanahoria negra. Hacia ella fui.
»Siguiente.
Enormidad con puntitos al fondo, pequeño herpes gris en lomo de cachalote.
—A la ciencia, hijo, le faltan ya palabras para nombrar esto. Ni blanco ni negro, puntitos grises. Mezcla. No me rendí, empero. Quise abrir esos minúsculos puntos, separarlos en sus componentes éticos, y la máquina me advirtió que estaba llegando al extremo final de la materia. No importa, le dije, quiero llegar justo ahí. Sepárame esta maldita cagada de mosca.
»Siguiente.
Mónica se apresura pero el proyector la burla: oscuridad total, absoluta.
—¿Qué ves? —Me desafió.
»—Nada.
»—Pues eso. Nada. No hay materia, Rodolfo. Ordené a mis analizadores que procesaran ese último corpúsculo y apareció esto. Como si les dijeras: aíslame lo que esta tostada tiene de pan, y no te mostraran nada. El Mal… desmenuzado. —Movió los dedos anillados en el aire.
»—Dios mío —dije.
»—No, Rodolfo —negó mi padre—. Ni tu Dios ni el mío. Un simple bromista. Tiranías, guerras, crímenes, engaños, traiciones… Todo lo que nos hace odiar, destruir, envidiar, robar… ¡La causa sobrante, errónea, perniciosa! ¿Y qué acaba siendo al final? —Torció el gesto con rabia—. ¡¡La nada absoluta en la muñeca de una niña inocente!!
»Yo tenía los ojos fijos en este vacío que ahora ustedes contemplan cuando creí comprender. Hablé con calma.
»—Es que estábamos equivocados desde el principio, papá. En el interior de cada cosa se hallan las opuestas… Cuando abres la caja del mal encuentras la caja del bien. Incluso tus deseos… Siempre creímos que eran puros, y no lo son, padre. Están contaminados por el deseo contrario. Todo está repleto de partículas volando al azar como esos pájaros… Imponderables, indefinibles, sin destino concreto…
»—¡Perfecto, lo has comprendido! —exclamó, pero supe que apenas me había escuchado—. Por eso he decidido dejarlo. Prefiero los deseos puros y duros. Me rindo.
»Casi sentí cómo se hacía el vacío en mi interior. De golpe me había vuelto ateo de padre. Comprendí el error de Nietzsche: Dios no había muerto. Dios, como Gaston Grenoble, había
abandonado
.
»Estaba meditando eso cuando vi salir a Santuzza de la casa.
»Tenía diez años más y vestía como solo el deseo de un hombre puede llegar a vestir a una muñeca. Cuando se arrodilló frente a nosotros caí en la cuenta, estúpidamente, de que no traía ninguna taza de té de hierbas indias en la mano. Supuse que los deseos de su creador habían optado por la meliflua doncella antes que por la infusión.
»—Susan, te presento a mi hijo Rodolfo. —Mi padre sonreía—. Oh, discúlpalo, Susan… Rodolfo no está acostumbrado a ver chicas. ¿Qué te ocurre, hijo?
»Yo apartaba la vista de las contorsiones de la chica, absurdamente obscenas.
»—Gracias, papá —murmuré lívido de rabia—. Gracias por convertirla en esto y borrarle el pasado. Solo me resta desearos a ambos toda la felicidad y esperar que, al menos, este deseo mío se cumpla.
»—¿Adónde vas? —me llamó él.
»—A cualquier sitio lejos de ti.
»—Parece que te disgustara el hecho de que yo sea feliz —dijo mientras amasaba el trasero de Santuzza.
»—De ningún modo, papá —repliqué con sinceridad—. No puedo odiarte, lo sabes.
»—Oh, eso ya lo sé, no me preocupa.
»Quise seguir alejándome pero de repente me quedé rígido.
»Fue como un rayo que me golpeara desde dentro. Un sudor frío me bañó de arriba abajo, un sudor que ningún pañuelo, doblado o no, podía secar. Giré sobre mis talones hacia aquel ser todopoderoso y su núbil esclava.
»—¿Qué has querido decir con “ya lo sé” y “no me preocupa”?
»Los ojos de mi padre siguieron mirándome, pero era como si huyeran: un par de guantes que te arrancaras deprisa y mostraran el envés.
»—Nunca me has hablado de mamá… —dije lentamente—. No recuerdo su rostro, ni sus gestos. Nunca la he amado ni odiado. No la necesito ni la echo de menos. Todo mi mundo has sido tú. Tú… Todo mi mundo…
»—Rodolfo… —murmuró él, la mano paralizada en la carne de su chica.
»—Y
ya sabías
que no puedo odiarte.
Lo sabías
. Dios mío. Dios mío. —Un vómito inmaterial. Me tapé la boca pero siguió sonando a lo mismo: “Dios mío. Dios mío.”
»—Rodolfo, puedo explicarte…
»—Soy uno de tus deseos. —Lo interrumpí, lleno de asco—. UNO más de tus DESEOS… Me deseaste como cualquier padre: quisiste tener a un hijo inteligente, que te amara siempre, que te ayudara en todo… ¡¡Tú me creaste a
solas
!!
»Estoy seguro, señores, de que no ha habido ser humano que haya experimentado tanto horror como yo en aquel preciso instante. Háganse cargo y sean indulgentes si digo que avancé hacia él con los dedos crispados, apartando a mi paso la mesa con el desayuno inglés y la Santuzza casi desnuda que él había pervertido con sus repugnantes manos, ahora alzadas como las mías, pero en un gesto implorante.
»—Rodolfo… ¡Tú me amas!
»—Sí, te amo.
»Me abracé a él y caímos al césped inglés como dos perros enfermos.
»—Te amo porque no puedo hacer otra cosa —grité mientras forcejeábamos—. Desgraciadamente para ti, también soy más fuerte, porque tú me
deseaste
así. —Me senté sobre su pecho y descargué los puños contra su rostro: ojos, nariz, mejillas, labios. Mientras golpeaba y hablaba no dejaba de amarlo. Lo amaba y golpeaba bajo el caos del chillido de pájaros, aunque puede que fuese solo Santuzza quien chillaba—. ¡Pero olvidaste un pequeño detalle, papá! ¡Tengo muchas, muchísimas partículas blancas de amor filial, como tú querías, pero también algunas
negras
! —Aferré su rostro y hundí los dedos en sus amados ojos, orejas, encías, como si fuese un hombre de arcilla a quien pretendiera modelar de nuevo—. Partículas, papá. ¡Partículas contrarias! ¡No soy puro! ¡Soy también mi propio caos! —Lo cogí del abundante pelo con inmenso cariño y golpeé su cabeza una, dos, tres, cuatro veces contra el césped verde, verdoso, rosado, rojizo, rojo, hasta escuchar un crujido, dos, tres, cuatro—. ¡Y tú pretendías entender el mundo! ¡¡Entender este mundo, papá!! ¡¡Entenderlo!! —Me reí, bramé, lloré sobre su cuerpo, incapaz de odiarlo incluso entonces, amándolo aún, besando sus labios yertos.
»Luz, Mónica.
Parpadeos, palidez, absoluto silencio cuando la máquina de diapositivas se apaga y la pantalla detrás de Rodolfo Grenoble desaparece.
—Añadiré que la residencia de los Alpes, El Último Deseo, ya no existe, y que tomé medidas para que Santuzza, aún transformada por mi padre, tenga una vida más digna en algún lugar del mundo. He destruido la mayor parte de los recuerdos de esos días, incluyendo la pulsera, y arrojado la ceniza que contenía al aire para que, si en verdad se trata del Mal, todos podamos compartirlo. El resto de objetos formará parte de la colección del museo que ya les he anunciado. Una escultura de bronce con sus rasgos nos mirará desde la entrada, y en un pedestal se leerá: «Gaston Grenoble, incansable benefactor de la humanidad.» En su nombre, y en el mío propio, les agradezco su presencia en esta última reunión de la Sociedad. Me consta que era voluntad suya que yo explicara lo sucedido. Agregaré, para tranquilidad de todos: sé que no fui yo quien lo maté. Yo fui solo su instrumento. Estoy convencido, amigos míos, de que yo
suicidé
a mi padre. Muchas gracias.
Lo vemos alejarse en silencio del podio. Rodolfo Grenoble: erguido, elegante, atractivo. Solitario como todo deseo imposible.
La voz de la señora Güín, como un perfume, no se ha desvanecido del todo. Persiste en sus oídos durante un instante, deja un rastro. Como las demás cosas que habitan su memoria, y que también parecen diluirse en ese aire de silencio.
—Una historia más bien triste —dice el Obispo.
—Más bien. O quizá no. —Es la extraña intervención del señor Formas.
—Me asusta su cuento, señora Güín —dice la señora Lefó.
Nada responde la aludida. Soledad, que se ha situado tras la señora Lefó para ver bien a la señora Güín, la observa: su porte enigmático, su talle delgadísimo, el vestido blanco, chinelas nacaradas. La señora Güín le devuelve la mirada y sus ojos son como estanques helados. Ella no ve allí nada especialmente intenso. Ningún mensaje, ninguna explicación. Es como ver nevar, esa mirada. Un hipnotismo sin tiempo.
«Partículas buenas y malas, partículas grises emborronándolo todo», piensa.
—Oigamos ahora su última historia —propone el Obispo.
—Sí, mi última historia… —recalca la señora Güín, y hace una pausa.
Soledad se estremece. ¿La última historia de la última persona de la habitación? Y luego, ¿qué? Cuando la reunión finalice, ¿adónde irá ella? Ya no puede regresar a casa. Se mira a sí misma y se ve impropia. Necesitaría ponerse algo, porque no es correcto estar en ropa interior todo el tiempo. Pero tampoco puede volver al uniforme. El suyo es un camino de una sola dirección. Como diría el Obispo: «Un camino a seguir.»
Y viéndose, se fija nuevamente en la pulsera. El regalo de papá. En realidad, ella se lo pidió cuando lo vio sacar cajas de viejos recuerdos y él le contó la breve historia entre lágrimas: mamá la llevaba de niña. «¿Me la das, papá? Quisiera llevarla siempre. No quiero separarme de ella.»
Hay silencio en la habitación de las cuatro velas y la mesa redonda. Ella siente como si lloviera desde el techo de piedra, porque está toda mojada, sudor o humedad, no cree que vino, el vino ya se ha secado. Su piel brilla en brazos y muslos y vientre, refleja la llama de las velas como untada de aceite. Nadie parece mirarla, pero es como si esperasen algo.
Contempla la pulsera una vez más. En realidad, es un juguete. Simple plástico, bisutería infantil. Allí, en su muñeca, parece ahora ridícula. Ella, desvestida como una mujer adulta, y en su muñeca ese adorno, esa baratija de niña pequeña…
Lleva la mano derecha hacia el objeto. Lo toca. Toca, debajo, los huesos de su muñeca. De alguna forma, la tensión de ese silencio aumenta mientras ella tantea para quitársela. Tira un poco más fuerte. Gotas resbalan por su frente.
«Mamá.»
Se detiene de improviso cuando el adorno comienza a salir. ¿Por qué se la debe quitar? No se sentiría bien haciéndolo. El hecho de llevarla no la hace más o menos niña, ¿verdad? Se trata de un recuerdo, quizá el
último
de ellos.
Cambia de opinión y aparta la mano. Es entonces cuando todo parece ponerse en marcha otra vez. Los tres primeros cuentacuentos se remueven en sus asientos. La señora Güín vuelve a mirarla con esos ojos que semejan un vacío.
—Mi última historia se titula «Carbunclos».
Soledad escucha, quieta, las manos a los lados rozando su piel desnuda, la pulsera en la muñeca. Y cierra los ojos.
CARBUNCLOS
Hay vidas e historias que comienzan poco antes de terminar.
He aquí la del viejo Tjorn —pelo blanco, nariz afilada, piel tostada, durezas en las manos como mataduras—: despertó aquel día como todos, en su cama blanca, pero algo le hizo decir en voz alta a ese compañero del que no podía prescindir:
—Hoy comienza mi vida.
No era una frase pretenciosa, lo sentía tal como lo dijo. Aunque nada aparentaba tener aquel día de distinto, salvo ser el de nuestra historia. El sol ya cegaba en el horizonte, las gaviotas chillaban, la brisa acosaba el faro, el mar, la playa. El viejo Tjorn comenzaba su rutina. Meter la cabeza por el jersey de lana negra y cuello de tortuga. Pantalones de pana. Café recalentado de la noche anterior. Espuma en las mejillas, la uña de la navaja deslizándose por el rostro. Y fue entonces cuando ese compañero del que no podía prescindir le dijo desde el espejo:
—Claro. Hoy será el último día de mi vida.
Decidió que por eso sentía que su vida comenzaba: porque iba a terminar.
Lo había planeado todo cuidadosamente. Hombre, faltaba escribir algunas, ya saben, palabras de despedida en un bonito papel satinado. Pero ¿para quién? En cuanto a la barca, cubierta de lapas y rígida de algas como estaba, aún serviría. Un pequeño problema sería arrastrarla por la playa. Se notaba más artrítico que de costumbre. Superado ese tramo, todo sería cuestión de remar hasta que la fatiga y las olas le aseguraran que ya era imposible el regreso.
—¿Será cierto que pasa por tus ojos toda tu vida en un instante? —se preguntó mientras tomaba sorbos de café y contemplaba el mar gris desde la altura del faro.