—Ha quedado claro. Y le pido disculpas.
—No hace falta que me pida disculpas —dijo—. Pero que no se repita.
—¡Ya está! —dijo Domak, cuando el primero de los rayos láser fundió la superficie rocosa a unos cien metros de la nave.
—Active las defensas, Val —ordenó Cole—. Si se creen que los atacamos, y no que tratamos de llamarles la atención, podrían contraatacar.
—Ya está —dijo Val.
—Y también he lanzado el segundo disparo —anunció Domak.
—Muy bien —dijo Cole—. Seguro que Tiburón entenderá que no podemos fallar dos veces seguidas, porque cerca del sistema de Meandro-en-el-Río acertamos a larga distancia. Ahora es su turno.
Durante casi un minuto, no sucedió nada. Entonces, el holograma de Tiburón Martillo apareció sobre el puente y miró con rabia a Cole.
—Dime lo que tengas que decirme —le dijo Tiburón con voz áspera—. Luego empezará el combate.
—Ese combate no daría mucho de sí —dijo Cole—. Está atrapado en tierra y su potencia de fuego es inferior a la nuestra.
—Yo lo sé. Usted lo sabe. Me imagino que no se habrá esforzado por captar mi atención sólo para decirme eso.
—¿Sabe una cosa?, es usted desagradable de verdad —observó Cole.
—Me enorgullezco de ello.
—No sé por qué, pero no me sorprende lo que me dice.
—Bueno, ¿qué quiere? —preguntó Tiburón.
—Ambos sabemos que podría destruirle la nave, y a todos los que se encuentran dentro de ella, o en sus alrededores, en el momento que me apetezca —dijo Cole—. El problema es que esa nave no es suya. Es de ella —señaló a Val—. Y querría recuperarla.
—No me interesa lo que pueda querer.
—Ya me imaginaba que no. Pero, de todos modos, nosotros queremos recuperarla, y por eso le voy a hacer una propuesta. —Tiburón lo miró fijamente, pero no dijo nada—. La misma de antes. Si usted y su tripulación deponen las armas y se entregan, los dejaremos en el primer mundo deshabitado con atmósfera de oxígeno que podamos encontrar. No les devolveré las armas, ni ningún medio con el que puedan informar de su situación ni de su posición a las naves que pasen cerca de ustedes, ni a los planetas cercanos, pero, por lo menos, conservarán la vida. ¿Acepta el trato?
—Prefiero morir antes que vivir cautivo, aunque mi prisión tenga el tamaño de un planeta entero —dijo Tiburón.
—Yo ya me temía que me respondería así —dijo Cole—. Muy bien. Tengo otra propuesta. —Una vez más, Tiburón no dijo nada—. La antigua capitana de la
Pegaso
, a la que no me voy a referir con el nombre que emplea en la actualidad, porque estoy seguro de que no lo conoce, está dispuesta a concederle la oportunidad que desea: morir en la lucha.
—Explíquese.
—Descenderá al planeta y se enfrentará a usted en combate singular. Si gana ella, su tripulación abandonará la
Pegaso
con todo lo que transporta, y nos la entregará a nosotros.
—¿Y si gano yo?
—Renunciaremos a todo derecho sobre la
Pegaso
y les dejaremos marchar.
—¡Wilson! —dijo la voz incorpórea y encolerizada de Sharon.
—Si es él quien la mata, ¿para qué vamos a querer la
Pegaso
? —respondió Cole. Clavó la mirada en Tiburón Martillo—. ¿Trato hecho?
—En principio, sí —respondió Tiburón—. Tan sólo habría que cambiar un detalle.
—¿Qué detalle? —dijo el receloso Cole.
—Pienso que su bando no ha empeñado en esto nada de valor —dijo Tiburón—. Esa mujer no es miembro de su tripulación, y por lo tanto no debe de importarte si vive o muere. Y usted mismo acaba de reconocer que no siente ningún interés por la
Pegaso
. Así pues, si gano yo, no habrá perdido nada. Quiero que me haga una propuesta más jugosa.
—¿Como qué?
—Acepto su propuesta… con la condición de que el combate singular sea con usted, no con ella.
Durante casi un minuto, Cole contempló la sonrisa maliciosa de Tiburón Martillo sin decir nada.
—¿Y bien? —preguntó Tiburón.
—Sí, acepto —dijo Cole.
—¡Wilson! —gritó Sharon.
—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó Forrice.
—Silencio. Me ha desafiado. He aceptado el desafío. Punto y final.
—Ah, no, comandante Cole —dijo Tiburón con una sonrisa malévola—. El punto y final lo pondremos al cabo de dos segundos de combate singular.
—Llámame capitán Cole. ¿Qué armas vamos a emplear?
—Le dejo elegir —dijo Tiburón—. Y no hace falta que utilicemos armas sancionadas por el gobierno. Me encantaría que peleáramos a muerte sable en mano.
—No lo dudo —respondió Cole—. Pero resulta que no tenemos ningún sable.
—Armas de plasma, láser, sónicas, lo que usted quiera —dijo Tiburón—. Aceptaré la que usted elija.
—Pistolas sónicas.
—Pues muy bien. Pistolas sónicas.
—Otra cosa —dijo Cole.
—¿Qué?
—Me niego a pelear en un sitio donde un tripulante de la
Pegaso
pueda dispararme por la espalda.
—No necesito la ayuda de nadie —le aseguró Tiburón.
—Por si acaso.
—No dudo de que tendrá algo en mente.
—Hay una cresta montañosa a unos tres kilómetros al oeste del lugar donde se encuentra su nave —dijo Cole—. Voy a descender en una lanzadera y aterrizaré en su otra cara. La
Pegaso
no lleva ninguna arma que pueda disparar a través de la cresta sin matarles también a ustedes.
—¿Y yo cómo sé que no va a bajar con toda una tropa? —preguntó Tiburón.
Aterrizaré antes de que se dirija a la cresta y transmitiré a la
Pegaso
hologramas del interior y el exterior de mi lanzadera. Podemos hablar mientras dure la conexión, para que esté seguro de que las imágenes no están grabadas. Cuando se haya convencido de que estoy solo, y de que mi única arma es una pistola sónica, podrá ir y enfrentarse a mí.
—¡Trato hecho! —dijo Tiburón con entusiasmo—. ¡Me voy a labrar una fama! ¡Seré el hombre que mató a Wilson Cole!
—Lo que se va a labrar es una mala fama —dijo secamente Cole—. La lanzadera partirá de la
Theodore Roosevelt
dentro de cinco o seis minutos. Tenga el ojo bien abierto para seguir su descenso… en su caso quizá sería mejor que tuviera el ojo salido.
Pero Tiburón había cortado ya la conexión.
—Está dentro de la
Pegaso
—informó Domak.
—Wilson —dijo la imagen de Sharon—, las armas sónicas no van a funcionar en un mundo sin atmósfera. Lo sabes muy bien.
—Sí, lo sé muy bien —dijo Cole—. Pero parece que Tiburón lo ha olvidado. Tengo el presentimiento de que no es el tiburón más inteligente de estos mares.
—Pero sí es el más fuerte y te dispones a bajar hasta allí sin ninguna arma que funcione.
—Entonces voy a tener que improvisar, ¿verdad que sí? —Se volvió hacia Valquiria—. Acompáñeme a la lanzadera.
—¿Val sí, y yo no? —preguntó Sharon, medio furiosa, medio herida.
—Exactamente —dijo Cole.
—Quiere que sea yo quien me enfrente a él, ¿verdad? —dijo Val, entusiasmada, mientras se dirigía al aeroascensor junto a Cole.
—No. Le he dado mi palabra.
—¡Pero es que soy la única con alguna posibilidad de vencerlo! —protestó ella.
—Nos queda poco tiempo —dijo Cole—, así que, por una vez en la vida, no me lleve la contraria y escúcheme, ¿de acuerdo?
Val lo miró con curiosidad mientras salían del aeroascensor y se dirigían al hangar de lanzaderas.
—Adelante, explíquemelo.
—Así está mejor —dijo Cole—. Tan pronto como haya salido, quiero que regrese al puente y observe los movimientos de Tiburón. En cuanto me vea llegar a tierra, saldrá de la
Pegaso
.
—Ahora cuénteme algo que yo no sepa.
—Sí, se lo voy a contar.
Le dio instrucciones a Val, subió a la
Kermit
y descendió a la superficie, en la cara occidental de la cresta, tal como había dicho. Estaba seguro de que el enemigo observaba su lanzadera desde la
Pegaso
, pero disparó un par de bengalas químicas, para estar totalmente seguro de que supieran que estaba allí.
—Enséñeme el interior de su lanzadera —exigió Tiburón.
Cole acopló el casco al traje de protección y salió afuera, y dejó que las cámaras holográficas mostraran hasta el último rincón de la nave.
—Ahora respóndame, para que sepa que esa imagen no estaba preparada —dijo Tiburón.
—Le voy a responder, para que sepa que esta imagen no estaba preparada —respondió Cole—. He aterrizado al oeste de la cresta que le había dicho y he activado dos bengalas. ¿Está contento?
—Voy para allí —dijo Tiburón—. Tardaré unos doce minutos estándar en llegar. Récele una plegaria de doce minutos a su dios, comandante Cole, porque en menos de trece va a morir.
—Insisto en que me llames capitán Cole.
—Dentro de poco vas a ser el difunto capitán Cole.
—Ahórrese el aliento —dijo Cole—. No quiero que nadie diga que lo derroté porque estaba demasiado cansado para pelear, ni que necesitó todo su oxígeno para llegar hasta aquí.
Tiburón murmuró unas palabras. Cole se imaginó que debía de haber dicho obscenidades en su lengua nativa y cortó la transmisión.
Volvió a entrar en la
Kermit
, cerró la escotilla, se quitó el casco y se sentó a la consola de mandos. Aguardó unos siete minutos y luego activó la radio subespacial.
—Está bien, Val —dijo—. Ha llegado la hora. Espero que no le importe si escucho.
—De acuerdo —dijo ella—. Aquí la
Teddy R
., llamando a la
Pegaso
. Miren bien mi imagen. Quiero que sepan muy bien quién os llama. —Hubo unos instantes de silencio—. Os conozco a todos vosotros, hijos de puta traidores, y vosotros me conocéis a mí. Y, dado que me conocéis, también sabréis que hablo en serio: si no despegáis ahora mismo en menos de un minuto y volvéis a aterrizar cuatrocientos kilómetros más al este, vuestra nave saltará en pedazos. Si obedecéis mis órdenes, os tomaremos prisioneros y os abandonaremos en un planeta con atmósfera de oxígeno, pero, por lo menos, salvaréis la vida. Si dentro de cuarenta y cinco segundos aún estáis en tierra, os garantizo que no la vais a salvar. —Hubo un silencio aún más largo que el anterior—. Si tratáis de abandonar el planeta, vuestros restos orbitarán a su alrededor durante el próximo millón de años.
Más silencio.
—Todo bien, capitán. Han despegado y vuelan hacia el este.
—Haga entender que les sigue el rastro —dijo Cole—. Así los animará a aterrizar donde tienen que aterrizar.
—Sí, señor.
—¡Vaya…! —dijo Cole.
—¿Qué pasa? —preguntó Val.
—En todo el tiempo que lleva a bordo de la
Teddy R
., es la primera vez que me dice «sí, señor». Tendrá que cargar con esa vergüenza.
Cole interrumpió la transmisión y contactó con Tiburón.
—¿Todavía está viniendo hacia aquí? —preguntó.
—Si no, ¿dónde quieres que esté?
—Bueno, pues me temo que tendré que darle una mala noticia —dijo Cole—. He cambiado de opinión.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el receloso pirata.
—Ya no tengo ganas de luchar —dijo Cole, y arrancó el motor de la
Kermit
—. Tal vez en otro momento…
—Desde el principio había sabido que era un cobarde, a pesar de todas sus medallas —dijo Tiburón—. En cuanto la
Pegaso
esté reparada, iré a por usted, y la próxima vez no se va a escapar.
—Puede que no le resulte tan fácil —dijo Cole—. ¿Cuánto oxígeno lleva en el traje?
—Suficiente.
—¿Suficiente para recorrer cuatrocientos kilómetros? —dijo Cole—. Lo dudo.
—¿De qué me está hablando? —chilló Tiburón.
—Pronto lo sabrá —dijo Cole mientras la
Kermit
despegaba.
Tardó cinco minutos en llegar a la
Teddy R
. Val, Sharon y Forrice lo esperaban en el hangar de lanzaderas.
—No ha estado nada mal —dijo la sonriente pirata.
—A mí me queda una pregunta: ¿para qué la pistola sónica? —dijo Sharon.
—Si algo hubiera salido mal y hubiese tenido que luchar con él, habría sido preferible hacer frente a un enemigo armado con una pistola que no funcionaría en ese planeta, y no con un arma que sí pudiera funcionar —respondió Cole mientras se despojaba del traje de protección.
—Creo que tenías razón —dijo Forrice.
—¿En qué? —preguntó Cole.
El molario dejó caer un pesado brazo sobre los hombros del capitán.
—Los necios mueren. Los héroes sobreviven.
—¡Mierda! —dijo Val, de pie en el área de carga de la
Pegaso
, con las manos en las caderas—. ¡Mierda!
Tenía los ojos puestos en un pequeño contenedor abierto, totalmente vacío.
—¿Qué diablos ha sucedido con mis cristales meladocios? —preguntó.
—Los vendió —dijo uno de los acobardados miembros de la tripulación.
—¿A quién?
—No lo sabemos. Descendió a un planeta con ellos y regresó con dinero.
—Está bien, entonces regresó con dinero. ¿Dónde está?
—Lo escondió.
—¿En la nave?
—No, no confiaba en nosotros.
—Y con razón —dijo asqueada—. Venga, ¿dónde está?
—Lo tenía repartido en escondrijos por toda la Frontera.
Se volvió hacia Cole, que hasta entonces la había observado en silencio.
—¡Maldita sea! ¡No voy a poder comprar un nuevo impulsor lumínico sin esos putos cristales!
—Espero que no se le haya ocurrido pedirle a la
Teddy R
. que se lo pague —respondió Cole.
Val lo miró con rabia, y luego miró de la misma forma a su antigua tripulación.
—¡Pues muy bien, cabrones! —les espetó—. Empezad a desensamblar el cañón de plasma y el camuflaje.
—¿Qué quieres que hagamos con ellos?
—Que los trasladéis a la
Teddy R
. —dijo—. Ese capullo pagado de sí mismo —señaló a Cole— os dirá dónde tenéis que dejarlos. Si no nos dais ningún problema, os abandonaremos en una colonia, y no en un planeta deshabitado.
—Se lo agradecemos, por supuesto —dijo Cole—. Pero ¿por qué se desprende de sus armas?
—No pienso desprenderme de ellas —dio Val—. Al contrario, lo que quiero es quedármelas.
Cole miró a su alrededor.
—¿Hay algún sitio donde podamos hablar a solas? —preguntó.
—Por aquí —dijo ella, y lo guió hasta un almacén vacío. La puerta se irisó para dejarles entrar y luego se cerró a sus espaldas.