El capitán Wilson Cole es víctima de un linchamiento mediático. Los políticos quieren utilizarlo como chivo expiatorio y debe enfrentarse a un consejo de guerra, del cual escapa cuando los leales tripulantes de la Theodore Roosevelt lo rescatan.
Obligados a encontrar una nueva forma de vida, Wilson Cole y su tripulación transforman la Theodore Roosevelt en una nave pirata y se dirigen hacia la Frontera Interior, una región sin ley.
El capitán intentará educarse en las técnicas de la piratería y buscará personas curtidas en el oficio. Así conocerá a la bella pero mortífera Valquiria, y a un enigmático alienígena que responde al nombre de David Copperfield. Sin embargo, la amenaza de un temible pirata alienígena, Tiburón Martillo, se cierne sobre la Theodore Roosevelt.
Mike Resnick
Starship: Pirata
Starship - 2
ePUB v1.0
elchamaco27.08.12
Título original:
Starship: Pirate
Mike Resnick, Enero 2006.
Traducción: Joan Josep Mussarra
Editor original: elchamaco (v1.0)
ePub base v2.0
Para Carol, igual que sempre,
y también para toda la panda de Catalunya:
Jack McDevitt
Kristine Kathryn Rusch
Robert J. Sawyer
El corpulento alienígena de tres piernas caminaba lentamente con movimientos rotatorios por el corredor de paredes deterioradas, y mientras lo hacía murmuraba para sí. Le gruñó a un suboficial que no se había apartado de su camino con suficiente rapidez, miró con furor a otro que se apresuró a meterse dentro de una habitación para dejarlo pasar por el estrecho pasillo y, finalmente, llegó a la pequeña y abarrotada cantina de la
Theodore Roosevelt
. Vio a su capitán en una mesa que había sido reparada varias veces, con una cerveza en la mano. Se fue para él con unas zancadas inesperadamente ágiles, y al llegar a su lado, se sentó.
—¡No soporto estas sillas! —murmuró con su voz profunda y gutural.
—Yo también me alegro de verte, Cuatro Ojos —le respondió Wilson Cole.
—Si tengo que seguir en esta nave, lo mejor será que encarguemos más muebles para molarios.
—También podríamos arrojarte al espacio —le respondió Wilson Cole—. Seguramente, nos saldría más barato que comprar sillas nuevas y los demás nos quedaríamos mucho más tranquilos.
—Si no me tuvieras a mí, estarías perdido.
—¿Y para qué te quiero a ti? En cualquier caso, hace ya tres días que estamos perdidos. —Cole se tomó un trago de cerveza—. Cuando menos, nos hallamos en territorio inexplorado.
—¡Maldita sea, Wilson! —exclamó el alienígena—. ¿Qué diablos estamos haciendo aquí?
—No sé lo que harás tú —dijo Cole—. Yo bebo cerveza y te escucho mientras te esfuerzas por dar el pego con todo el vocabulario terrestre que has aprendido en estos últimos tiempos. —Calló por unos instantes y clavó la mirada en el alienígena—. ¿Te lo vas a guardar, o me dirás por fin qué es lo que te molesta tanto?
—No lo sé —dijo el alienígena—. Cuando nos decidimos por la piratería, pensé que viviríamos una vida romántica y llena de aventuras.
—¿Quieres aventuras? —le respondió Cole con una sonrisa—. Pues vuelve al territorio de la República. Ellos te harán vivir tantas aventuras como quieras. ¿O es que has olvidado los motivos por los que nos encontramos aquí, en este territorio desierto?
—Ya lo sé, ya lo sé. La última vez que me informé, se pagaba una recompensa de diez millones de créditos por tu fea cabeza.
—No creas que te menosprecian —dijo Cole—. La semana pasada se ofrecían tres millones por el comandante Forrice.
—No sabes lo halagado que me siento —murmuró Forrice.
Cole se rió con ganas.
—Ya te lo había dicho, y vuelvo a decírtelo. Lo que más me gusta de los molarios es que sois la única raza no humana capaz de reproducir la entonación de nuestra voz y también nuestro sentido del humor.
—Ahora mismo, sólo uno de nosotros dos trata de pasar por gracioso —dijo Forrice—. Hace tres semanas que escapamos de la República y viajamos por la Frontera Interior. ¿No sería hora de que empezáramos a hacer el pirata?
—Ya falta poco.
—¿Qué esperas?
—El momento en el que pueda sentirme seguro.
—Hace tres semanas que no corres ningún peligro —dijo Forrice—. No nos ha perseguido nadie.
—Eso no lo sé, y tú tampoco lo sabes —respondió Cole—. Mira, soy el primero que se amotina en la Armada desde más de seis siglos. Ellos saben que me hice con el mando de la nave para salvar cinco millones de vidas, pero no les importa. En cuanto la prensa pilló esa historia y le dio publicidad, no me quedó ninguna posibilidad de defenderme de los cargos… y, entonces, mi propia tripulación me sacó de la cárcel y la
Teddy R
. dejó a la Armada en ridículo. Si estuvieras en el lugar de la República, ¿tú te rendirías tan pronto?
—Están en guerra, Wilson —arguyó el molario—. Tienen asuntos más urgentes en los que emplear sus recursos.
—En eso estoy de acuerdo… pero si ellos fueran inteligentes, yo no habría tenido ninguna necesidad de adueñarme de la nave. Es verdad que durante estas últimas semanas no hemos detectado ningún indicio de persecución, pero eso no significa que lo hayan dejado correr. Por eso estamos en el sector de la Frontera más deshabitado que hemos sido capaces de encontrar. Así podremos asegurarnos más fácilmente de que no nos vengan detrás. Y en cuanto esté convencido de que no nos persiguen, te compraré un alfanje y te autorizaré a satisfacer esas ansias de pillaje y muerte que albergas en el corazón… si es que los molarios tenéis corazón.
—¿De verdad piensas que es posible que aún nos busquen? —preguntó Forrice.
—Si hubiese matado a la almirante García, o hubiera destruido un planeta amigo por error, ya lo habrían dejado correr. —Cole sonrió con amargura—. Pero no me perdonarán jamás que escapara después de que toda la prensa se hubiera reunido en Timos para informar sobre el consejo de guerra.
—Esta huida sin fin me está atacando los nervios.
—No sabía que los tuvieras.
El molario clavó los ojos en él.
—Me aburro tanto que he llegado a probar la cosa esa que ahora estás bebiendo.
—¿Cerveza? —preguntó Cole—. No creo que le siente nada bien a un sistema digestivo molario.
Forrice le puso una cara que habría parecido horrenda a cualquiera que no estuviese familiarizado con su raza.
—Pues me ha servido para limpiarme del todo —reconoció—. Me he encontrado mal durante todo un día.
—Aquí no tenemos días —observó Cole—. Tan sólo turnos de noche de ocho horas cada uno. —Calló por unos instantes—. ¿Qué más te molesta, Cuatro Ojos?
—Que nos queda poca comida.
—Vamos a sintetizar un poco más.
—Y poco combustible.
—No necesitamos combustible, salvo para acelerar y frenar —le respondió tranquilamente Cole.
—¡Y además, en esta maldita nave no hay molarias! —exclamó Forrice.
—Ah —dijo Cole con una sonrisa—. Por fin hemos descubierto lo que te ocurre.
—¡Pues tú te sentirías igual si no tuvieras a la mitad de las humanas peleándose por cohabitar con el gran héroe de la galaxia!
—¿Me ha parecido oír cierta envidia en tu voz?
—Envidia, celos, frustración… todo viene a ser lo mismo cuando uno está atrapado en una nave sin tripulantes del sexo opuesto.
—Y me han dicho que las molarias son de un opuesto que no veas… —dijo Cole.
—Basta —le dijo Forrice—. Sólo yo tengo la prerrogativa de hacer comentarios de mal gusto sobre las molarias.
—A propósito, yo creía que las molarias sólo sentían deseo sexual durante sus períodos de celo.
—¡Ellas sí! —bramó Forrice—. ¡Yo no!
—Llevamos a otros dos molarios a bordo —dijo Cole—. Puedes ir con ellos a contar chistes verdes. Pero avísame cuando termines, porque tenemos asuntos importantes por discutir.
—¿Ah, sí? —le preguntó Forrice al instante—. ¿Quieres decir tú y yo?
Cole negó con la cabeza.
—No. Todos los que viajamos en la nave. Pero empezaremos por los que se supone que estamos al mando. Esto es, tú, yo y Sharon Blacksmith.
—Entonces, ¿se trata de una cuestión de Seguridad?
—No.
—¿Pues para qué tenemos que consultarlo con la directora de Seguridad?
—Porque tengo muy en cuenta sus opiniones.
—Y también te metes en su cama —dijo Forrice con amargura.
—En realidad, es ella quien se mete en la mía —le respondió Cole, sin el menor indicio de vergüenza—. La mía es más grande. ¿Por qué no te pasas por mi camarote a las veintidós horas, hora de la nave?
Forrice asintió con su enorme cabeza.
—Allí estaré.
Se alejó con andares pesados, y entonces Cole apuró la cerveza, se puso en pie, estiró los miembros y salió al corredor.
«Tenemos la necesidad urgente de modernizar la nave —pensó—. Apuesto a que lleva más de cincuenta años sin que nadie la repare. Buena parte de ella parece un tugurio de los malos en un puesto comercial de las colonias, y el resto está todavía peor».
Le apetecía volver a su camarote y relajarse, y quizá terminar el libro que había empezado a leer, pero pensó que era más importante mantener la ilusión de que el capitán participaba en las tareas cotidianas de dirección de la nave, y por ello subió al puente en aeroascensor.
La teniente Christine Mboya, una mujer de veintimuchos años, alta, delgada, seria y eficaz, estaba sentada frente a un sistema de ordenadores y observaba las pantallas, y susurraba órdenes y preguntas que ni Cole ni nadie más alcanzaban a oír.
Malcolm Briggs, un joven de aspecto atlético, también con uniforme de teniente, estaba sentado frente al sistema de armamentos, y contemplaba un espectáculo holográfico que le transmitían a su consola de control de armas desde la biblioteca de la nave.
En lo alto, dentro de una vaina transparente sujeto al techo, flotaba Wkaxgini, el único piloto que la nave había tenido durante los últimos siete años. Pertenecía a la raza bdxeni: era una criatura en forma de bala, con rasgos insectoides, enroscado en posición fetal, con unos ojos polifacéticos muy abiertos, que jamás parpadeaban, y seis cables brillantes que conectaban su cabeza a un ordenador de navegación oculto en la pared. Los bdxeni nunca dormían, por lo que eran unos pilotos ideales, y formaban tal simbiosis con los ordenadores de navegación que se hacía difícil decir dónde empezaba uno y terminaba el otro.
—¡Capitán en el puente! —anunció Christine. Se levantó al instante, se cuadró e hizo un saludo militar. Pocos segundos después, Briggs la imitó.
—Basta ya —dijo Cole—. ¿Cuántas veces voy a tener que explicarles que ya no estamos en la Armada?
—Puede ser, pero usted todavía es el capitán —le respondió la terca Christine.
—Soy un forajido —le replicó él, pacientemente—. Usted también es una forajida. Los forajidos no hacen saludos militares.
—Pues esta forajida sí los hace, señor —respondió ella.
—Y éste también, señor —añadió Briggs, e hizo un nuevo saludo militar.
—Cuando modernicemos esta nave, creo que lo primero que vamos a instalar será un palo mayor, para atar a los oficiales insubordinados y azotarlos hasta que les duela de verdad —dijo Cole con seco humor. Miró hacia el techo—. Gracias, piloto.