—Disculpe, señor, pero no estoy de acuerdo —dijo Christine—. Hace poco la flota teroni lanzó un ataque a gran escala en el sector de Terrazane, y me atrevería a decir que deben de haber mandado hacia allí a todas las naves de esta sección que se encontraran disponibles. Habrán dejado unas pocas para proteger los planetas de esa zona contra posibles ataques por sorpresa, pero no abandonarán sus puestos de guardia para dar caza a una nave que podría ser, o no, la
Theodore Roosevelt
.
—No sabía nada de ese ataque en Terrazane —reconoció Cole.
—No tenía usted manera de saberlo —le respondió la sonriente Christine—. El ataque tuvo lugar cuando se hallaba usted en prisión, a la espera del consejo de guerra.
—Muy bien, pues entonces tenderemos la trampa allí. Una vez que haya elegido una zona, dígale a Mustafá Odom que hable con el piloto y le explique con precisión qué tipo de condiciones buscamos.
—Sí, señor.
—Entonces, ¿la cosa está clara? —preguntó Forrice.
—Sí, bastante clara —le respondió Cole—. Sharon ya se ha puesto a trabajar en la selección del grupo de abordaje.
—¿Tú, yo y quién más? —preguntó el molario.
—El capitán y el oficial primero no pueden abandonar la nave al mismo tiempo —dijo Cole—. Ésa es la estupidez más grande que has dicho en varios meses.
—Está bien… ¿yo y quién más?
—¿Y por qué tú, y no yo?
—Para empezar, porque soy más fuerte, más rápido y más joven que tú, y veo mejor en la oscuridad. Además, el capitán no puede abandonar la nave cuando se encuentra en territorio enemigo.
—¿Y desde cuándo la Frontera Interior es territorio enemigo? —preguntó Cole.
—Desde que somos piratas —le respondió Forrice—. Tendrás que quedarte en la nave.
—
Et tu, Brute
? —preguntó Cole.
—No entiendo el lenguaje de esa frase —dijo Forrice. De pronto, sonrió—. Pero intuyo su significado.
—¿Señor? —dijo Christine.
—¿Sí? —preguntó Cole, contento por la interrupción.
—Querría presentarme voluntaria para el grupo de abordaje.
—De ninguna manera —dijo Cole—. La necesito a bordo.
—Pero…
—Ahora que está decidido que Forrice irá con la partida, voy a necesitar que alguien de confianza se quede aquí. —Calló por unos instantes y la miró fijamente, y luego asintió, como si se le hubiera ocurrido algo—. La nombro segundo oficial.
Christine lo miró con ojos desorbitados.
—¿Qué?
—¿Prefiere que no confíe en usted?
—No, señor.
—Pues entonces ya está decidido. Elija uno de los tres turnos de ocho horas: el rojo, el blanco o el azul. Trataré de organizarme para dormir mientras usted esté al mando.
—Va a necesitar a un tercer oficial para cuando yo no esté en la nave —dijo Forrice.
—Ya lo decidiré —le respondió Cole—. Creo que ya ha habido bastantes promociones para una única visita al puente.
—¿Lo dice en serio, señor? —le preguntó Christine, aún sorprendida.
—¿Por qué no? —le respondió Cole—. Está claro que usted conoce esta nave mucho mejor que Forrice y yo.
—Me esforzaré por estar a la altura del puesto, señor —prosiguió Christine.
—Déjese de discursos —dijo Cole—. Ya está a la altura. Si no, no la habría nombrado. Y ahora, cuanto antes elija el lugar donde nos haremos los muertos, antes podrá Odom decirle al piloto dónde vamos a aparcar.
—Sí, señor —dijo Christine una vez más, hizo el saludo militar y luego se volvió hacia los ordenadores.
Cole se entretuvo por allí durante unos minutos, luego llegó a la conclusión de que no tenía nada que hacer en el puente y regresó a su camarote, donde lo aguardaba Sharon.
—Mira, empiezo a creer que no eres tan cabrón como pensaba —dijo la mujer.
—¿Señor? —dijo la voz de Christine Mboya.
Cole se despertó al instante.
—¿Qué sucede?
—Creo que he encontrado un buen lugar. Allí hay todo tipo de materiales de poco volumen, del tipo que, de acuerdo con Odom, podría hacer que la nave se pusiera a dar vueltas si nos quedáramos sin energía. —Calló por unos instantes—. Parece que algo no funciona en el sistema de comunicaciones, señor. Le oigo a usted, pero no veo su imagen.
—Espere un momento a que lo arregle —dijo Cole.
Le dio un empujoncito a Sharon para despertarla, le puso un dedo sobre los labios antes de que pudiera hablar y le hizo un gesto para que se metiera en el cuarto de baño. Sharon salió inmediatamente de la cama y del ángulo visual de la cámara, y de paso recogió también el uniforme y se lo llevó al cuarto de baño. Cole se vistió a toda velocidad, luego activó la cámara holográfica y le ordenó que transmitiera su imagen, además de su voz.
—¿Cuánto tiempo tardaríamos en llegar al destino elegido? —preguntó.
—Wkaxgini dice que estaríamos allí en dos horas, señor —respondió Christine.
—¿Dos? —repitió Cole—. Pensaba que nos encontraríamos a un día de distancia.
—El piloto ha encontrado un agujero de gusano con el que nos ahorraremos dieciocho horas, señor.
—Bien —dijo Cole—. Si Forrice está por ahí, dígale que se vaya a echar una cabezada. No tiene ningún sentido que todos nosotros estemos despiertos a la vez. La voy a relevar en unos noventa minutos, y cuando llegue ese momento, quiero que se marche a su camarote y duerma durante ocho horas.
—No sé si voy a poder, señor —dijo Christine—. Creo que estoy demasiado tensa.
—Pues apáñeselas para dormir —dijo Cole con firmeza—. Si la nave a la que queremos engatusar tarda diecinueve horas, en vez de nueve, quiero que todos los que tienen puestos de mando estén descansados.
—¿En puestos de mando? —Christine tenía los ojos desorbitados—. Nunca en mi vida había llevado a cabo una operación de este tipo, señor.
—Y yo tampoco —le respondió Cole—. Le sorprendería saber de lo poco que estudian sobre piratería los oficiales superiores de la Armada.
—Es que quiero decir que…
—Ya sé lo que quiere decir —la interrumpió Cole—. La he elegido a usted. Acéptelo.
Interrumpió la conexión porque Sharon, ya vestida con el uniforme, salía del baño.
—Ha llegado el momento de seleccionar el grupo de abordaje —le dijo Cole.
—Sí, ya lo he oído. ¿Dos horas?
—Dos horas para llegar hasta allí. Puede que pasen diez, o veinte, antes de que tengamos compañía.
—Voy a tener al grupo seleccionado dentro de una hora.
—No puede ser que tardes tanto. Ya habíamos escogido a tres, y no hay manera de impedir que Forrice vaya con ellos, así que sólo nos faltan dos.
—¿Qué me dices de Aceitoso? —preguntó Sharon—. Tienes muy buena opinión de él. O de ello, exactamente no sé qué es.
—No creo que los tolobitas tengan sexo —dijo Cole—. Y no, no se lo preguntes.
—¿Eh?
—Prefiero contar con él para otro tipo de misiones.
—Está bien —le respondió Sharon—. Buscaré a otros dos y te informaré.
—Tú decides, por supuesto… pero yo, en tu lugar, pensaría en Domak. Los polonoi de la casta guerrera, sea cual sea su sexo, son muy difíciles de matar.
Sharon negó con la cabeza.
—Es demasiado buena con los sistemas de la nave. Si Christine no está contigo en el puente, te convendría tenerla a mano.
—Está bien. Ya te lo he dicho: tú decides. Pero el destacamento tiene que estar completo dentro de una hora.
—Quedaremos mejor si contacto con ellos desde Seguridad —dijo, y se dirigió hacia la puerta—. Te veo luego. No te olvides de hacerte la cama. Esto parece una pocilga.
—Por favor, no seas tan romántica, tan dulce, tan empalagosa —le dijo Cole en tono sardónico—. Yo también lo he gozado, pero lo llevo con más discreción.
—Pienso que te dejaré encerrado con Rachel Marcos dentro de un camarote durante un par de días —dijo Sharon—. Seguro que lo que quede de ti cuando la chica haya acabado contigo será mucho más tratable.
Sharon salió al pasillo y cerró la puerta de golpe.
Cole pasó revista a los detalles del plan que tenía en mente, presa de una vaga incomodidad. Los detalles eran tan pocos que tenía que haber algo que le pasara inadvertido, pero no sabía el qué. Debían encontrar una zona desierta, no muy lejos de una ruta de comercio de cierta importancia. Un lugar donde fuese razonable que hubiera ido a parar la
Theodore Roosevelt
, después de una avería en el generador. Había ordenado que las cámaras exteriores enfocaran las insignias de la nave. En todas ellas figuraba que pertenecía a Transporte de Mercancías Samarcanda. Christine había preparado un mensaje de SOS de acuerdo con sus indicaciones, y la nave lo retransmitiría por más de dos millones de frecuencias a la vez. Llegaría a cuarenta años luz en todas las direcciones. Tendría el grupo de abordaje oculto cerca de la compuerta principal, pero no pensaba enviarlo hasta que hubiese reducido al de los piratas. Quienquiera que se encargara de los sensores en el puente obtendría lecturas de la atmósfera de la nave pirata y también de su gravedad. El grupo de abordaje de la
Theodore Roosevelt
, tendría trajes espaciales a mano, por si las condiciones a bordo de la nave pirata fuesen hostiles para las criaturas cuya vida se basaba en el carbono y respiraban oxígeno. Existían tres razas que viajaban por las estrellas y no tenían ojos, y empleaban unos sentidos aún no definidos para maniobrar, pero no constaba que ninguna de ellas se encontrase en la Frontera Interior. Pero, de todos modos, no costaría nada que Forrice y el resto del grupo estuviesen equipados con lentes de visión nocturna para permitirles ver en el interior de la nave pirata.
Había un último paso que tenía que dar antes de ir al puente. Activó el comunicador y contactó con Aceitoso.
—¿Sí, señor? —respondió la imagen del tolobita.
—Deje todo lo que esté haciendo y venga a mi encuentro en la sección de Artillería —dijo Cole.
Interrumpió la conexión antes de que Aceitoso pudiera responderle y contactó con Pampas, le dio las mismas instrucciones, salió del camarote, se dirigió a un aeroascensor, bajó un nivel y fue a la sección de Artillería, donde se encontró con el tolobita, que ya lo esperaba. Pampas llegó un momento más tarde.
—Toro —le dijo Cole—, usted había sido el oficial al mando de la sección de Artillería. Necesito sus conocimientos.
—Así como lo dice, suena mejor que llamarme «sargento», señor —le respondió Pampas con una sonrisa.
—Ahora que somos piratas, todos nosotros somos oficiales —dijo Cole—. En cualquier caso, usted es el que mejor conoce la sección, así que, desde este momento, es el oficial en jefe provisional de Comunicaciones.
—¿Y qué desea que haga, señor?
—Me da igual que lo haga usted, o que sólo lo supervise —dijo Cole—. En primer lugar, quiero que arregle el sistema de comunicaciones para producir una visualización constante del puente. Unidireccional. Quiero que Aceitoso vea el puente, pero no quiero que ninguno de los que se encuentren en el puente vea la sección de Artillería.
—Eso será muy fácil.
—Y todavía más —dijo Cole—. También quiero que Aceitoso pueda ver la compuerta principal. Cuando los piratas aborden la nave, quiero que él lo sepa.
—¿También unidireccional, señor?
Cole asintió.
—Exacto.
—Como las armas apuntarán desde el puente, no vamos a necesitar los visores que hemos montado en ellas. —Pampas indicó uno que estaba adosado a un cañón de plasma—. La visualización de la compuerta nos permitirá verlo. ¿Eso es todo, señor?
—No, todavía no —dijo Cole—. Quiero que prepare doce cargas explosivas que Aceitoso pueda hacer estallar desde cualquier sitio donde se encuentre, dentro de la nave o fuera de ella.
—¿Con qué potencia?
—No la suficiente para poner en peligro la integridad estructural del casco de una nave, pero sí para destruir un sistema de armas.
—Tendrían que ser armas exteriores, señor —dijo Pampas.
—Eso mismo.
—¿Las armas de los piratas?
—¿Se le ocurre alguna otra arma que, hoy por hoy, queramos inutilizar?
Pampas sonrió.
—No, señor. Y, a propósito, le agradezco que me incorporase al grupo de abordaje.
—Espero que tenga la misma destreza golpeando a piratas que golpeando a compañeros de tripulación —dijo Cole. Antes de que Pampas tuviese tiempo de protestar, Cole levantó la mano—. Lo he dicho en tono de admiración. Al fin y al cabo, lo hizo por orden mía.
—Sí, señor —dijo Pampas, incómodo.
—Bueno, lo mejor será que se ponga manos a la obra. Búsquese toda la ayuda que pueda encontrar, pero trate de tenerlo a punto en un par de horas. —Cole se volvió hacia Aceitoso—. Creo que ya se habrá imaginado en qué va a consistir su misión.
—Quiere que adhiera los explosivos al exterior de la nave pirata —dijo el tolobita.
—Y a todas sus lanzaderas, menos a una —dijo Cole—. Si es que transportan lanzaderas y las llevan adosadas al exterior.
—¿Y por qué tantas pantallas, señor? —preguntó Aceitoso.
—Porque siempre cabe la posibilidad de que una nave ambulancia, o simplemente una nave que transporte a criaturas decentes sea la primera en acudir. No quiero que salga de la
Teddy R
. hasta que esté convencido de que son piratas. Si disparan a alguien al acceder a la compuerta, lo sabrá de inmediato. Si quieren llegar al puente para apoderarse de la nave, entonces lo sabrá. Pero, en cuanto esté seguro, quiero que salga por la compuerta de las lanzaderas, no por la principal, y empiece a colocar los explosivos.
—¿Y cuándo los hago estallar, señor?
—Tan sólo cuando esté fuera de peligro dentro de nuestra nave —dijo Cole.
—Ahí fuera tampoco correría ningún peligro —respondió Aceitoso—. En el espacio no hay ondas de choque.
—Lo sé… pero, en cuanto exploten las cargas, habrá un montón de cascotes que saldrán disparados en todas las direcciones. Si su simbionte no es invulnerable a ellos, podría sufrir heridas muy serias, y me imagino que si muere, o incluso si sufre perforaciones, no podrá sobrevivir en el espacio mucho mejor que yo.
—Eso es muy cierto, señor —dijo Aceitoso—. A nosotros no se nos había ocurrido.
—¿A usted y a quién más? —preguntó Cole.
—A mí y a mi gorib, señor.
—¿Él también ha comprendido lo que he dicho? —preguntó Cole—. Yo pensaba que era una simple piel. No sabía que tuviese órganos sensoriales.